Surazo

Cronistas

Juan José Toro Montoya

Si los archivistas son los guardianes de la memoria, los cronistas son los encargados de almacenarla.

En esencia, un cronista es una persona que recopila hechos, pasados o presentes, y luego los escribe; es decir, los traduce a un código preestablecido que luego es traducido por quienes lo conocen, los lectores.

La primera crónica fue la literaria, que consistía en la recopilación de hechos históricos o importantes narrados en orden cronológico. Así, cumplía las funciones que ahora tiene la historiografía.

Cuando surgió el periodismo, sus cultores se valieron de la crónica literaria que, de esa forma, devino en periodística. Aún ahora existe polémica sobre si ambas son una o tienen diferencias.

El debate no está zanjado pero, por lo menos, se fijó ciertos límites. Así, la crónica periodística debe tratar siempre de hechos reales mientras que la literaria también puede hacerlo pero tiene la posibilidad de recurrir a la ficción. En otras palabras, la crónica literaria puede tratar de hechos reales o ficticios, o mezclar ambos, pero la periodística solo debe ocuparse de la realidad.

Si aún ahora hay confusión, esta era mayor en el pasado. Así se explica que muchos de los hechos narrados por cronistas medievales incluyan sucesos fantásticos o simplemente leyendas en sus textos.

En el caso de nuestro continente, pocos son los que podrían considerarse rigurosamente históricos. Desde la relación atribuida a Juan de Sámano y Francisco López de Xerez hasta los últimos cronistas postoledanos, la imaginación y fantasía aparecen en los textos que, pese a ello, son considerados fuente válida para los historiadores actuales.

Potosí es la única ciudad del territorio hoy boliviano que cuenta con un cronista propio, Bartolomé Arsanz de Orsúa y Vela.

Durante 30 años, Arsanz escribió lo que él consideraba la historia de Potosí, desde el inca Huana Capaj hasta que la muerte decide pasarle factura. Su principal biógrafo, Mariano Baptista Gumucio, afirma que nació en la Villa Imperial en 1776 y se casó en La Plata, hoy Sucre, con una mujer 15 años mayor que él.

Su crónica es tan importante que Carlos Medinaceli le dio la categoría de poema nacional, Baptista la llama “el libro fundacional de Bolivia” y Ramón Rocha Monroy dice que “somos el país de Arsanz”.

Don Mariano señala que “dentro de la más moderna crítica historiográfica y literaria es Leonardo García Pabón quien reivindica a Arsanz como precursor de la patria criolla boliviana. Para Arsanz —dice este autor— ‘Potosí es casi la primera aparición del ser humano sobre la tierra. Así como es señalado y nombrado por primera vez por una voz divina que lo destina a los españoles, la ciudad de Potosí debe ser originada, nombrada, definida, construida por una voz narrativa. Antes del texto de Arsanz, se diría que no existía Potosí, ni Charcas, ni la posibilidad de imaginar Bolivia’”.

Pero mientras las crónicas coloniales son consideradas referentes de la historia en otros países, los bolivianos hemos agarrado nuestro “poema nacional” y le quitamos su rango de fuente histórica para llevarla al terreno de la literatura. La incluimos entre las novelas fundamentales de Bolivia y, de esa manera, la rodeamos de un tufo a ficción que cada vez parece más difícil de quitar.

Arsanz no se merece eso. No tanto por gratitud a un hombre que es más apreciado en el exterior que en nuestro propio país como por la necesidad de revalidar la única crónica colonial boliviana, deberíamos recuperar a la “Historia de la Villa Imperial de Potosí…” como fuente historiográfica.    

  

 

 

 

(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.

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Guardianes

Juan José Toro Montoya

Sin recuerdos, el ser humano es un objeto más de la creación. En el pasado está todo: nuestro nacimiento, la actitud de nuestros padres, los primeros amigos, la escuela… A medida que vivimos, creamos recuerdos y estos forman nuestra personalidad.

La historia es el pasado de las sociedades, de los conjuntos de personas. Explica sus antecedentes, su origen y sus transformaciones con el transcurrir del tiempo. Un pueblo sin historia no es más que un conjunto de seres que, sin recuerdos colectivos, se alejan del concepto de personas.

Con el paso del tiempo, los seres humanos dejamos huellas: fotografías, grabaciones, imágenes en movimiento y, ocasionalmente, papeles como consecuencia de nuestros actos administrativos.

En conjunto, las huellas que dejan los seres humanos son las huellas de la historia. El presente se graba en papeles, piedras, vasijas, monumentos, textiles, etc. y, con el paso del tiempo se vuelve pasado, se transforma en historia.

Si esas huellas, esos recuerdos, se perdieran, las personas y sociedades nos quedaríamos sin personalidad… nos convertiríamos en objetos, materia sin memoria.

Uno de los muchos ejemplos de esta verdad es el detalle de prefectos de Potosí que levantó en su tiempo el prolífico Modesto Omiste. Existe un vacío de 15 años, entre 1844 a 1859. El propio historiador explicó que el hueco en esa relación se produjo “por no existir en la oficina del Tesoro Público los libros de tomas de razón, correspondientes a dichos años”. ¿Quiénes fueron prefectos en ese periodo? La respuesta no está en ese texto de Omiste.

Y como ese hay varios ejemplos. Por lo general, la gente no reconoce el valor de los archivos y, al verlos como papel que ocupa espacio, los incendia. No se sabe, por ejemplo, qué pasó con los registros de colegios potosinos tan antiguos como Pichincha y Santa Rosa. Muchas veces, las huellas de la historia son borradas intencionalmente. Lo hizo Atahuallpa en el siglo XVI y lo imitó Arce Gómez en 1979.    

Los recuerdos se guardan en la mente y las huellas del tiempo en los archivos, los conjuntos ordenados de documentos y rastros de la historia que una persona, una sociedad o institución producen en el ejercicio de sus funciones o actividades.

Los archiveros o archivistas son los que cuidan esos archivos, las memorias de las sociedades, las huellas que dejaron sus integrantes, las pruebas de los hechos que un día fueron presente. Los cuidan y ordenan sistemáticamente para tenerlos al alcance de quien quiera consultarlos, de aquel que quiera viajar al pasado a través de sus huellas.

Como toda actividad humana, la archivística comenzó de manera empírica y luego pasó a enseñarse en las universidades. Actualmente, la Universidad Mayor de San Andrés cuenta con la carrera de Bibliotecología y Ciencias de la Información.

Los primeros archiveros de nuestra historia fueron los khipukamayuq o quipucamayos, los funcionarios de las sociedades andinas que componían, conservaban y descifraban los khipus que no solo eran sistemas contables, como cree la mayoría, sino verdaderos soportes materiales de la memoria colectiva.

Ahora es posible conocer a estos verdaderos guardianes del tiempo gracias al Diccionario Biográfico de Archivistas de Bolivia que fue editado por la Biblioteca y Archivo Histórico de la Asamblea Legislativa Plurinacional bajo la dirección de Luis Oporto Ordoñez.  

Allí están casi todos, guardados en un solo envase que ya alcanzó su segunda edición y ya fue presentado hasta en México. Ahora la memoria tiene también su memoria.

 

  

 

 

 

(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.

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El Che y los odios

Juan José Toro Montoya

No hay tema en la historia de Bolivia que polarice más que el de la incursión de la guerrilla del Che Guevara.

Ni siquiera temas de fondo, como que la fundación de Bolivia fue el resultado de la maquinación de un grupo de abogados, agita tanto las pasiones como este.

Lo comprobé con el artículo de la anterior semana, en el que intenté mantenerme lo más neutral posible y, a cambio, recibí quejas y reproches. Advertí que en la mayoría de los mensajes me pedían tomar partido; es decir, que me ubique entre los que cuestionan a Guevara, a quien consideran un invasor y asesino, o entre quienes no solo lo defienden sino que lo veneran. En este caso no podía hacer eso. Soy un ser humano y, como tal, subjetivo así que no puedo hablar de objetividad. Tampoco puedo ser imparcial porque, como todos, tengo simpatías y antipatías pero el trabajo periodístico tiene normas elementales y una de ellas es mantenerse en el papel de observador. El periodista cuenta lo que ve, lo que encuentra, lo que le consta. Es un puente entre el hecho y la sociedad. Si toma partido, deja de ser observador y se convierte en parte. Rompe el puente y se vuelve orilla.

Una columna de opinión permite opinar pero yo intento que esta sea, en lo posible, informativa, que no necesariamente significa noticiosa.

Por el tiempo transcurrido —medio siglo— el tema del Che Guevara tira más a la historia que a la noticia pero, a contrapelo de lo que muchos opinan, siempre hay algo nuevo. Lo último que se publicó, por ejemplo, es que el agente de la CIA que coordinó labores con el gobierno boliviano hace cincuenta años, Félix Rodríguez, reveló que Washington quería vivo al Che. No sé cuánto habrá costado la entrevista, porque el exagente suele cobrar a los medios que lo ubican, pero sí sé que esta vez no está mintiendo. Un boliviano, Guido Roberto Peredo Montaño, tuvo acceso a documentos desclasificados de la CIA que confirman la versión de Rodríguez. Todo indica que el gobierno de Estados Unidos sabía que, si se mataba al Che, se lo iba a convertir en un ídolo, en un icono de la revolución que se buscaba destruir, pero el de Barrientos desoyó toda exhortación en ese sentido y prefirió liquidar al famoso guerrillero al que había capturado vivo.   

Ese es un tema importante ya que permite debatir sobre cuestiones de soberanía e injerencia que son claves cuando se habla de una “invasión extranjera”.

Yo estudié la muerte del Che porque recibí el encargo periodístico de encontrar a su asesino, al verdadero, al que le disparó en el cuartucho de la escuelita de La Higuera. Por razones incomprensibles, el presidente Evo Morales endilgó primero ese hecho a Gary Prado Salmón, con el que el gobierno se ensañó judicialmente, y recientemente dijo que el asesino fue Félix Rodríguez. No entiendo cómo es que en el gobierno no existen estudiosos de la historia que le expliquen cómo sucedieron las cosas. Yo encontré al asesino del Che junto a un colega español, Ildefonso Olmedo, y llegué a la conclusión de que el ejecutor, Mario Terán Salazar, no solo actuó por seguir órdenes sino que tuvo razones personales para liquidar a Guevara. Con ese trabajo aprendí un poco más de ese episodio de nuestra historia. Hallé al asesino y escribí sobre eso junto a Ildefonso. Publicamos lo que vimos, escuchamos y encontramos. No opinamos ni tomamos partido.

Escribo sobre la muerte del Che, no sobre la pre y post guerrilla, porque conozco el tema. Escribo como observador, no como acusador ni defensor. No insistan en arrastrarme a sus odios.

  

 

 

 

(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.

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El Che y las mentiras

Juan José Toro Montoya

Ernesto Guevara de la Serna fue asesinado. Esa es la más grande verdad de lo ocurrido en Bolivia el 9 de octubre de 1967.

Los diccionarios jurídicos señalan que, para ser considerado asesinato, un homicidio; es decir, la “muerte causada a una persona por otra”, debe reunir las características de premeditación, saña y alevosía.

La muerte del Che fue premeditada porque se trataba de un enemigo a eliminar. La CIA, cuya participación en todo este episodio está más que probada, fue la que dio la orden y lo que hizo el gobierno boliviano fue simplemente ejecutarla.

Hubo saña porque fue ultimado a sangre fría, cuando estaba herido y desarmado en el cuartucho de la humilde escuelita de La Higuera donde lo encerraron tras capturarlo, un día antes, en la quebrada del Churo.

Y hubo alevosía porque se procedió con “cautela para asegurar la comisión de un delito contra las personas, sin riesgo para el delincuente”. Fue una ejecución sumaria, sin juicio alguno. El asesinato se produjo fuera de la vista de todo el mundo. El asesino, Mario Terán Salazar, fue el único presente. Como Guevara estaba herido y desarmado, pudo liquidarlo con un balazo en la cabeza pero hizo más de un disparo con su carabina M2. Después, el ejército boliviano desarrolló toda una estrategia para ocultar lo que había ocurrido ese día.

Asesinato a sangre fría…

Todo lo demás que gira en torno a la fecha es material para debates cuya resolución tomaría días.

Se dice, por ejemplo, que la incursión del Che en Bolivia fue una invasión extranjera. Unos opinarán que una invasión es “irrumpir, entrar por la fuerza”, los juristas señalarán que es “la penetración bélica de las fuerzas armadas de un país en el territorio de otro” mientras que los militaristas recordarán que una acción de esa naturaleza es una “operación bélica a gran escala destinada a la conquista de un territorio”. Otros responderán que Guevara no ingresó por la fuerza sino que se infiltró, igual que la mayoría de sus dirigidos que, finalmente, solo resultaron un grupo reducido que, cuanto más, apenas podía considerarse una facción o guerrilla, “pequeña partida de fuerzas”, “partida de tropa ligera, que hace las descubiertas y rompe las primeras escaramuzas” o “formación en orden disperso de pequeños elementos armados”.

Lo que iba a pasar con esa guerrilla es otra cosa. Habrá que recordar que el Che esperaba ser reforzado por los mineros, que entonces eran considerados la vanguardia del proletariado boliviano, pero el gobierno de Barrientos, que operaba bajo instrucciones de la CIA, fue oportunamente alertado de que el respaldo a Guevara iba a considerarse en un ampliado a realizarse en Llallagua el 24 y 25 de junio de ese año. Debido a ello envió tropas a esa ciudad minera y desató la masacre de San Juan.

Se habla, también, de soberanía ultrajada pero nadie recuerda que algunas de las tropas bolivianas enviadas a Ñancahuazú fueron previamente adiestradas por soldados estadounidenses como el mayor Ralph Shelton, los capitanes Fricke y Walender además de 12 sargentos, todos excombatientes de Indochina y Centroamérica.

Se habla mucho pero se informa poco porque no muchos estudiaron lo suficiente ese capítulo de la historia de Bolivia.

Incluso el presidente Evo Morales dijo que el asesino del Che fue el general Gary Prado cuando, en realidad, quien lo mató fue el entonces sargento Mario Terán Salazar.

Junto al colega español Ildefonso Olmedo, yo encontré a Terán en 2014 y se lo ofrecí en bandeja al Ministerio Público. Nadie hizo nada. Pero ahora le van a rendir homenajes.

 

  

 

 

 

(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.

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Bengalas

Juan José Toro Montoya

Mi teléfono volvió a sonar con frecuencia esta semana. Luego de las explosivas declaraciones del director de la Autoridad de Fiscalización y Control Social de Agua Potable y Saneamiento Básico, Víctor Rico, colegas de radioemisoras del interior del país me llamaban para entrevistarme sobre la crisis del agua potable en la Villa Imperial.

Desde luego, la cantidad de llamadas ni siquiera se aproximó a las que recibí hace dos años, cuando la huelga cívica de los 27 días, o a las de hace siete, en el paro de los 19 días. En aquellos días, trágicos para Potosí, el aparato sonaba a diario, mañana, tarde y noche.

Desde luego, el interés no era por mí sino por la situación de mi ciudad. Los paros motivaron el interés de la “gran prensa nacional” debido a su duración. En 2015 hubo otros motivos: la marcha a La Paz, la represión en aquella ciudad y el detalle colorido de un perro, “Petardo”, que llamó la atención del público.    

Pero eso ocurre solo cuando hay un gran conflicto, porque eso fueron los paros prolongados; una tragedia, como el accidente que sepultó a dos mineros en el Cerro Rico, o —el motivo de las últimas llamadas:— cuando una autoridad nacional dice, desde La Paz, que Potosí se está quedando sin agua potable.

Existe una explicación teórico-técnica para el criterio seleccionador: los denominados “factores de interés periodístico”; es decir, aquellas características que debería tener un hecho para ser incluido entre las noticias de un medio de comunicación. Aunque autores como el boliviano Erick Torrico identifican hasta 14, los más conocidos son 1) actualidad, 2) novedad, 3) magnitud, 4) proximidad o cercanía, 5) conflicto y crisis, 6) prominencia y notoriedad, 7) progreso y desastre, 8) interés humano, 9) rareza e imprevisibilidad y 10) entretenimiento.  

Si analizamos la conducta de la “gran prensa nacional” de nuestros días, encontraremos que esta privilegia el desastre, que incluye a la crónica roja, y el conflicto y/o crisis. Eso explica que haya tantas noticias negativas en la prensa, especialmente en los telenoticiosos y que las informaciones sobre crímenes, muchas de escaso interés público, hayan ganado tanto espacio.

Cuando ocurre algo bueno, como la decisión de celebrar el centenario de un movimiento cultural significativo, pues eso fue Gesta Bárbara, la “gran prensa nacional” ignora a Potosí totalmente.

Esa indiferencia se manifestó de manera todavía más pedestre en el último torneo de la Liga Boliviana del Básquetbol (Libobasquet). Dos equipos potosinos, representantes de dos colegios fiscales, llegaron a la final y la prensa deportiva ignoró sistemáticamente lo sucedido. Mientras los equipos de La Paz, Cochabamba y Santa Cruz seguían en carrera, la Libobasquet tuvo algún espacio en los suplementos deportivos de los diarios nacionales o en los programas especializados de la televisión. Cuando los dos potosinos llegaron a la final, la prensa deportiva nacional volvió la espalda. Bolivia TV transmitió la final por trámite gubernamental expreso.

Así trata la “gran prensa nacional” a los Departamentos que no son del eje central. Potosí, Beni, Pando, Tarija, Chuquisaca y Oruro solo existimos cuando hay un tremendo conflicto, cuando ocurre una tragedia, cuando se reporta muertos o… cuando nos quedamos sin agua potable. En otras circunstancias, estamos al margen de la vida nacional, de la “gran prensa nacional”.

Somos como náufragos perdidos en la inmensidad del océano: tenemos que disparar bengalas para que sepan que seguimos vivos. Y a veces ni nos hacen caso.

  

 

 

 

(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.

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Antologías

Juan José Toro Montoya

En noviembre de 2016 le pedí a Homero Carvalho que me ayude a hacer un mapa de la literatura boliviana actual; es decir, un panorama de los escritores bolivianos vivos, Departamento por Departamento, y el resultado fue desalentador para el mío porque, a la luz de los datos de ese momento, el único que no tenía un representante visible era Potosí.

¿Falta de talento? ¡Para nada! Carvalho dictó talleres para escritores en todo el país y, sobre la base de lo que vio, está convencido de que “Potosí tiene una de las generaciones más interesantes” en el arte de las letras. ¿Por qué, entonces, no aparecía en el mapa boliviano de la literatura?

Una de las muchas respuestas existentes es la falta de promoción. Los escritores potosinos publican solo para Potosí porque no tienen la oportunidad de exhibir su arte en las ferias nacionales del libro y mucho menos en las internacionales. Por ello, sus trabajos se limitan a su ámbito geográfico y quedan ahí, condenados muchas veces al olvido.

Además de las ferias, otra forma de promocionar a los escritores es la publicación de antologías. Estas obedecen a un criterio de valoración e inevitablemente están sometidas a una selección subjetiva a cargo del o los antólogos. En otras palabras, prima el gusto de los seleccionadores.

Bolivia tiene ese tipo de selecciones desde 1942, cuando el potosino Saturnino Rodrigo publicó su “Antología de cuentistas bolivianos contemporáneos”. La mayoría de estas compilaciones incluyen trabajos de escritores potosinos pero, a medida que pasó el tiempo, estos fueron bajando en cantidad hasta prácticamente desaparecer.  

En los dos últimos años salieron seis pero solo una tomó en cuenta el criterio regional a la hora de la selección.

Tomando en cuenta que la de Armando Soriano alcanza hasta 1991, la más representativa de los últimos años es la “Antología del cuento boliviano” que la Biblioteca Boliviana del Bicentenario publicó con una selección de Manuel Vargas. En esta solo aparecen dos potosinos, Julio Lucas Jaimes y su hijo Ricardo Jaimes Freyre, en el apartado de fines del siglo XIX y principios del XX. De los vivos no hay ni señas.

Las antologías tematizadas son todavía más restrictivas. Entre las últimas hay dos que recopilan cuentos de la Guerra del Chaco pero solo una, la de René Rivera, incluye a un autor potosino vivo.

Por ello, el libro “Más de cien escritores bolivianos”, presentado recientemente en Quillacollo, Cochabamba, tiene el mérito de la inclusión. Como en toda antología, no están todos los que son ni son todos los que están pero, por lo menos, incluye a los nueve Departamentos del país. Pando tiene dos representantes, recientemente fallecidos, mientras que de Potosí aparecen 16, diez de ellos todavía en actividad.

Para mi gusto, pues de eso se trata, la antología excluye a figuras inexcusables como Pedro Shimose, Arnaldo Lijerón, Matilde Casazola, Ramón Rocha Monroy, Edmundo Paz Soldán o Renato Prada Oropeza y a firmas jóvenes como las de Wilmer Urrelo y Rodrigo Urquiola.  

Si de regiones se trata, Santa Cruz se presenta subvalorada pues solo tiene a cuatro figuras pese a ser, actualmente —entre otras cosas por su innegable peso económico—, el centro de la literatura boliviana.

A la edición se le van, también, los infaltables errores que en la cultura de los impresores se atribuye a los “duendecillos de imprenta” pero ni esta ni las otras observaciones le restan mérito a un libro de 648 páginas que por lo menos merece ser llamado “inclusivo” y “exhaustivo”.

Como dice Homero, “esta obra se convertirá en un texto de consulta”.  

 

  

 

 

 

 

  

 

 

 

(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.

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Ají

Juan José Toro Montoya

El ají es una especie vegetal del género Capsicum que está muy vinculada con las culturas andinas debido al frío de sus territorios. Esto se debe a que comer alimentos picantes, o con mucho ají, provocan calor y eso ayuda a combatir las bajas temperaturas.

Uno de los deleites de la investigación historiográfica es que permite descubrir hechos generalmente desconocidos como, por ejemplo, la evidencia de que, pese a estar vinculado con los picantes, el ají no es originario de la región andina.

Partiendo de su género, Capsicum, hay que advertir que estas son plantas angiospermas, dicotiledóneas, de la familia de las solanáceas, nativas de las regiones tropicales y subtropicales de América. A partir de ahí, no se puede hablar de un origen andino.

Vino de algún lado pero… ¿de dónde?

La versión más repetida sobre su origen dice que fue el propio Cristóbal Colón quien se encontró con esas plantas en su primer viaje a América. Creyó que era pimienta negra, una especia de la India, y eso reforzó su creencia de que había llegado a ese país. Debido a ello, los españoles llamaron pimiento al ají.

Sin embargo, una transcripción del diario de a bordo del almirante aclara la versión. En las anotaciones correspondientes al 15 de enero de 1493 reporta la existencia de oro y cobre en la isla La Española y agrega que “también hay mucho ají, que es su pimienta, della que vale más que pimienta, y toda la gente no come sin ella, que la halla muy sana”. Si se da crédito a esa transcripción, Colón no se había confundido sino que asimiló el ají a la pimienta.

Como se sabe, el primer asentamiento español en América fue en La Española, una isla del Mar Caribe sobre la que tienen soberanía las actuales Haití y República Dominicana. La etnia que la habitaba en tiempos de Colón era la arawak y el nombre que esta le daba a la planta de la que hablamos es haxi, de donde vendría ají.

De allí, el ají fue llevado a Europa, donde ocasionó el desplome de los precios de la pimienta, y ocasionalmente era transportado tierra adentro, hacia Sudamérica, donde la nación Kallawaya le dio valor ritual y religioso.

Antes de la llegada de los españoles, cuatro objetos tenían tanto valor entre los andinos que eran empleados para el intercambio, como monedas-mercancía: el mullu o Spondylus, la chaquira, el ají y la coca.

El Spondylus es un género de moluscos bivalvos de la familia Spondyliade. Como procedían de las profundidades marinas, eran consideradas “hijas del mar”. Su concha era utilizada como objeto de intercambio. Las chaquiras eran collares pero no de cuentas sino de mullus así que eran la suma de las conchas de esos moluscos.

La coca sí es un producto andino. Pedro Cieza de León escribió que “en los Andes desde Guamanga hasta la villa de Plata se siembra esta Coca” y agregó que “algunos están en España ricos con lo que hubieron del valor de la Coca, mercándola, y tornándola a vender: y rescatándola en los tianguez o mercados de indios”.

El ají fue asimilado al mundo andino pero constituye un patrimonio americano. Ya es posible decir que le pertenece al continente entero pero no por eso se debe negar su origen.

Su origen es taíno; es decir, del pueblo amerindio del gran grupo lingüístico arawak que estaba establecido en La Española, y también en Cuba y Puerto Rico, cuando Colón llegó a América. Ahora se usa para preparar un sinnúmero de comidas, tanto de tierras altas como de tierras bajas, pero no sería ético proclamarlo como patrimonio exclusivo de un municipio.

Que la Alcaldía de La Paz lo tome en cuenta.

 

 

 

 

  

 

 

 

(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.

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Tapados y monedas

Juan José Toro Montoya

El hallazgo de un tapado de monedas de oro en Colquechaca, capital de la provincia Chayanta de Potosí, no solo sorprendió al país sino que hizo surgir dudas respecto al pasado de Bolivia y, de paso, de Argentina.

Las dudas se justifican debido a que nadie está obligado a conocer la historia en detalle. Incluso el presidente Evo Morales se confundió al ver símbolos que hoy son considerados argentinos y, por ello, llamó “monedas argentinas” a las piezas recuperadas por la Gobernación de Potosí.

Para empezar, es preciso decir que la palabra “tapado” aparece como “tesoro enterrado” en la novena acepción de esa palabra en el Diccionario de la Real Academia Española. El detalle es que tiene ese significado solo en tres países, Argentina, Bolivia y Perú.

Se incluyó ese significado debido a que, durante la Guerra de la Independencia, Potosí era el principal lugar de saqueo de los ejércitos, tanto realistas como patriotas. Tropas que ingresaban a la ciudad se dedicaban a saquear las casas en busca de los tesoros de los potosinos así que estos optaron por enterrarlos en sus patios o emparedarlos tras los gruesos muros de sus viviendas. Muchas familias optaron por huir de la Villa Imperial y, al hacerlo, enterraron sus fortunas en las afueras con la esperanza de volver después. Algunos nunca más lo hicieron y es por eso que no se descarta la existencia de tapados en las afueras de Potosí.

Las monedas de Colquechaca estaban enterradas por otras razones. Existe constancia de que los ejércitos de Manuel Belgrano y Juan José Rondeau, que llegaron hasta la Villa Imperial, mandaron a acuñar monedas de las Provincias Unidas del Río de la Plata en 1813 y 1815, respectivamente. Cuando los españoles recuperaron Potosí, ordenaron que esas monedas sean entregadas para volver a fundirlas con símbolos realistas pero muchos optaron por ocultarlas, enterrarlas… taparlas… Es lógico suponer que por eso se enterró una fortuna en monedas de plata en Colquechaca.

Las monedas recuperadas tienen la leyenda “Provincias del Río de la Plata”, un sol y otros símbolos patrios de Argentina pero también llevan los sellos de la Casa de Moneda de Potosí porque allí es donde fueron acuñadas. La explicación para eso es sencilla: entre 1810 y 1816 existió un Estado denominado Provincias Unidas del Río de la Plata que abarcó a los actuales países de Argentina, Bolivia, Paraguay y Uruguay. Durante ese tiempo, estos cuatro países fueron uno solo pero no se utilizó el nombre del primero.

El nombre Argentina está vinculado a Potosí. Alejo García, sobreviviente de la expedición de Juan Díaz de Solís, supo que más al norte de donde llegó existía un lugar con abundante plata y marchó hacia allá. Así arribó hasta Potosí de donde se llevó muestras del codiciado metal pero, al volver al sur, fue muerto por los indios payaguás. Los sobrevivientes contaron lo que habían visto y así surgió la leyenda de la Sierra de Plata. Por ella, el Río de la Plata recibió ese nombre y Argentina empezó a llamarse así, primero poéticamente, y oficialmente mucho después.

Cuando el Virreinato del Río de la Plata declaró su independencia, el 25 de Mayo de 1810, la primera Junta de Gobierno, presidida por el potosino Cornelio Saavedra, le dio al territorio el nombre de Provincias Unidas del Río de la Plata. En 1816, el Congreso de Tucumán cambió el nombre a Provincias Unidas en Sudamérica.

Aunque antiguo, el nombre de Argentina comenzó a utilizarse oficialmente recién a partir de 1860 así que es incorrecto decir que las monedas halladas en Colquechaca eran argentinas. Podemos llamarlas rioplatenses o, mejor, monedas potosinas.

 

 

  

 

 

 

(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.

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La ley

Juan José Toro Montoya

No se puede poner al pueblo por encima de la ley por la sencilla razón de que una ley debe ser la expresión del pueblo.

La aclaración viene a propósito de las confusas palabras del presidente del Estado en el acto de entrega de personería jurídica a la Asociación de Mujeres Asambleístas Departamentales. “Por encima de la ley están las reivindicaciones sociales, la ley hay que acomodar al pueblo”, dijo pero luego complementó al señalar que la ley se debe “acomodar al pueblo, a la necesidad del pueblo y no es que la ley va a estar por encima. Una vez aprobada (la norma) hay que respetar, hay que aplicar la ley”.

Las afirmaciones del jefe de Estado confirman su incomodidad con la camisa de fuerza que el ordenamiento legal es para los gobernantes. Aparentemente, él quisiera hacer las cosas a su manera o, como lo dijo, a la mejor conveniencia del pueblo.

Después de tanto tiempo en el poder, algún abogado, o por lo menos alguien de su entorno, debería de haberle dicho que la doctrina jurídica enseña que la ley debería ser fiel expresión de la voluntad popular. Después de todo, para eso existen los sistemas democráticos que incluyen a los parlamentos en su andamiaje institucional.

Para llegar a ese punto, al del parlamentarismo, fue necesaria una larga evolución histórica e incluso sociológica.

El antecedente más remoto de la imposición de normas es el de los textos de Fu Hi, el primero de los cinco emperadores mitológicos de China, que se estima fue escrito alrededor de 2.400 años antes de Cristo. “Entonces llegó Fu Hi y miró hacia arriba y contempló lo que había en los cielos y miró hacia abajo y contempló lo que ocurría en la Tierra. Unió al hombre con la mujer, reguló los cinco cambios y estableció las leyes de la humanidad”, dice una parte de esos textos que son una de las tres fuentes del I Ching, el libro oracular que incluía normas morales.

Todavía en tiempos de la Ley de las XII tablas del imperio romano, en una época tan tardía como el 410 a. de C., la gente creía que las leyes eran la voluntad de los dioses. Por eso existía una división entre el “ius”, que era el derecho humano, y el “fas” o derecho divino.

La función de las leyes era poner orden al caos de las sociedades tribales. La voluntad o intereses de unos colisionaban con los de otros así que había que poner normas. Para que la gente las obedeciera, se utilizó sus creencias o supersticiones. Era más fácil decir que una norma era una orden divina que un recurso para evitar controversias.

Desde luego, el sistema también sirvió para justificar autocracias. Por eso es que la mayoría de las monarquías se justificaban señalando que los emperadores, reyes, zares, shogunes, incas, etc. eran descendientes de los dioses. En nuestro caso, Pachakuti, que se proclamaba hijo del sol, fue quien expandió su imperio, creando el Tawantinsuyo, y emitió normas para gobernarlo.

El parlamentarismo vino con los enciclopedistas y el sistema de contrapesos. Para evitar que un gobernante incurra en excesos, se creó otros dos tipos de autoridad, el Poder Legislativo, que hace las leyes, y el Judicial, que las aplica. El Ejecutivo debe hacerlas cumplir.

Para que el sistema funcione, es necesario que el Poder Legislativo esté integrado por representantes del pueblo que generalmente son elegidos por voto popular.

En los últimos años, la mayoría del Poder Legislativo boliviano, ahora llamado Órgano Legislativo, está integrado por representantes del partido en función de gobierno. Son ellos quienes deberían hacer leyes que expresen la voluntad popular. El Ejecutivo debe hacerlas cumplir.

  

 

 

 

(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.

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Verdades incómodas

Juan José Toro Montoya

Según el evangelista Juan, fue Jesús quien dijo que la verdad nos hará libres. Sin embargo, las dictaduras y tiranías se encargan de invertir las cosas y mandan a encarcelar a quienes dicen la verdad.

Si de verdad se trata, los periodistas están en primera línea. Informan e investigan y su trabajo pocas veces gusta a todos. Para la mayoría, especialmente para quienes quieren mantener escondidas ciertas cosas, las publicaciones periodísticas son incómodas.

Lo mismo pasa con la historia pero a largo plazo. Como se sabe, la historia la escriben los vencedores; es decir, aquellos que tienen el control y prefieren que sea su versión la que repitan las futuras generaciones.

La intención de mostrar las cosas desde cierta óptica determina que la historia sea falseada, cuando no falsificada.

El caso emblemático —pero poco conocido— de la historia boliviana tendría que ser el del inca Tupaj Yupanki, sucesor de Pachakuti. Como saben los historiadores, Pachakuti fue quien convirtió al Cuzco de un simple curacazgo a todo un imperio. Cuando asumió el poder, con poco más de 30 años, Tupaj Yupanki entendió que la única forma de consolidar al Tawantinsuyo era borrando la historia de los pueblos sojuzgados, entre ellos chankas y kollas. Por ello, ordenó matar a todos los amautas y kipukamayuj que conocían la historia de sus pueblos y ordenó que se escriba otra, a conveniencia suya. Tomó algunas historias, como las de Manko Kapaj y los hermanos Ayar, y, al considerarlas convenientes para añadirlas al linaje de los incas, las asumió como si hubiesen sido parte de su cultura. Para evitar filtraciones de lo que fue la cultura de los vencidos, ordenó que se eliminara la escritura y, por ello, el imperio incaico estaba ágrafo cuando llegaron los conquistadores españoles.  

Esa es la razón por la que los hechos históricos deben investigarse las veces que sea necesario. Los hombres y sus hechos dejan huellas y estas son las que pueden aproximarnos lo más posible a la verdad.

Por tanto, la historia no es inmutable. Si la investigación demuestra que uno o más hechos ocurrieron de manera distinta a como fueron contados, hay que corregir los equívocos o enmendar las omisiones.  

Pero, al igual que en el periodismo, mucho de lo que la investigación historiográfica revela puede incomodar a bastante gente. Sucedió antes, sucede ahora y sucederá siempre.

En el país, por ejemplo, no cayó bien un libro sobre Germán Busch, el expresidente cuya dimensión histórica va más allá de lo que la mayoría conoce y, por ello mismo, merece más investigaciones.

En Potosí, una de las ciudades con más historia del continente, la gente opta por la indiferencia. Cuando se descubre que un hecho no ocurrió de una forma sino de otra, lo único que se hace es ignorarlo y se prefiere repetir lo anterior, aunque esté equivocado. Pasa con la inexistente fundación de la ciudad y pasa con su mayor héroe, Alonso Yáñez, a quien la mayoría prefiere seguir llamando José Alonso de Ibáñez.

Pero una verdad incómoda sacó ronchas recientemente. Publicar que Potosí tiene agua gracias a la minería, porque en eso coinciden la mayoría de las fuentes, no gustó a mucha gente que, más allá de rebatir, prefirió utilizar las redes sociales para desprestigiar el artículo que lo revelaba.

Las verdades incómodas deben ser motivo de debate, no de descrédito para el autor. Si, en lugar de rebatir una investigación, se ataca al autor por la espalda, entonces la verdad no nos hará libres… nos esclavizará a algunas de las más bajas pasiones humanas.

 

 

 

 

 

  

 

 

 

(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.

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