Opinion

Cronistas
Surazo
Juan José Toro Montoya
Miércoles, 25 Octubre, 2017 - 11:58

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Si los archivistas son los guardianes de la memoria, los cronistas son los encargados de almacenarla.

En esencia, un cronista es una persona que recopila hechos, pasados o presentes, y luego los escribe; es decir, los traduce a un código preestablecido que luego es traducido por quienes lo conocen, los lectores.

La primera crónica fue la literaria, que consistía en la recopilación de hechos históricos o importantes narrados en orden cronológico. Así, cumplía las funciones que ahora tiene la historiografía.

Cuando surgió el periodismo, sus cultores se valieron de la crónica literaria que, de esa forma, devino en periodística. Aún ahora existe polémica sobre si ambas son una o tienen diferencias.

El debate no está zanjado pero, por lo menos, se fijó ciertos límites. Así, la crónica periodística debe tratar siempre de hechos reales mientras que la literaria también puede hacerlo pero tiene la posibilidad de recurrir a la ficción. En otras palabras, la crónica literaria puede tratar de hechos reales o ficticios, o mezclar ambos, pero la periodística solo debe ocuparse de la realidad.

Si aún ahora hay confusión, esta era mayor en el pasado. Así se explica que muchos de los hechos narrados por cronistas medievales incluyan sucesos fantásticos o simplemente leyendas en sus textos.

En el caso de nuestro continente, pocos son los que podrían considerarse rigurosamente históricos. Desde la relación atribuida a Juan de Sámano y Francisco López de Xerez hasta los últimos cronistas postoledanos, la imaginación y fantasía aparecen en los textos que, pese a ello, son considerados fuente válida para los historiadores actuales.

Potosí es la única ciudad del territorio hoy boliviano que cuenta con un cronista propio, Bartolomé Arsanz de Orsúa y Vela.

Durante 30 años, Arsanz escribió lo que él consideraba la historia de Potosí, desde el inca Huana Capaj hasta que la muerte decide pasarle factura. Su principal biógrafo, Mariano Baptista Gumucio, afirma que nació en la Villa Imperial en 1776 y se casó en La Plata, hoy Sucre, con una mujer 15 años mayor que él.

Su crónica es tan importante que Carlos Medinaceli le dio la categoría de poema nacional, Baptista la llama “el libro fundacional de Bolivia” y Ramón Rocha Monroy dice que “somos el país de Arsanz”.

Don Mariano señala que “dentro de la más moderna crítica historiográfica y literaria es Leonardo García Pabón quien reivindica a Arsanz como precursor de la patria criolla boliviana. Para Arsanz —dice este autor— ‘Potosí es casi la primera aparición del ser humano sobre la tierra. Así como es señalado y nombrado por primera vez por una voz divina que lo destina a los españoles, la ciudad de Potosí debe ser originada, nombrada, definida, construida por una voz narrativa. Antes del texto de Arsanz, se diría que no existía Potosí, ni Charcas, ni la posibilidad de imaginar Bolivia’”.

Pero mientras las crónicas coloniales son consideradas referentes de la historia en otros países, los bolivianos hemos agarrado nuestro “poema nacional” y le quitamos su rango de fuente histórica para llevarla al terreno de la literatura. La incluimos entre las novelas fundamentales de Bolivia y, de esa manera, la rodeamos de un tufo a ficción que cada vez parece más difícil de quitar.

Arsanz no se merece eso. No tanto por gratitud a un hombre que es más apreciado en el exterior que en nuestro propio país como por la necesidad de revalidar la única crónica colonial boliviana, deberíamos recuperar a la “Historia de la Villa Imperial de Potosí…” como fuente historiográfica.    

  

 

 

 

(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.