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Retomo mi columna después de dos semanas. La semana pasada les fallé a mis cuatro lectores por primera vez en más de diez años por una razón que me avergüenza pero debo confesar: estoy en Estados Unidos y perdí mi pasaporte.
Quienes viajan con alguna frecuencia al exterior saben lo terrible que es eso… sin pasaporte es imposible salir de los países que exigen ese documento y Estados Unidos es uno de ellos. De hecho, cada vez que comentaba a alguien lo ocurrido, ponía cara de sincera pena y lanzaba una mirada de “pobrecito” o “estás jodido”.
Todo ocurrió por una falla en el taxi que nos llevó a mi hija y a mí desde un hotel de Miami Beach al puerto de West Palm Beach. Una vez allí, el gadget del celular de la taxista no pudo leer la tarjeta de crédito y no había forma de pagarle los casi 200 dólares que registró el taxímetro. Luego de fracasar en un par de cajeros automáticos, le entregué todo el efectivo que llevaba y, presionado por la hora, saqué las maletas del baúl y corrí hasta los mostradores del puerto. Sólo allí reparé en que, por la prisa, había dejado en el taxi el maletín en el que estaban mi laptop y los pasaportes. Todo lo demás es largo y muy penoso de contar. Cargando nuestras maletas, mi hija y yo volvimos al hotel usando todo el transporte barato posible. De esa triste manera, ella conoció el tren y el metrorail.
Las siguientes horas fueron de angustia total. En el viaje al puerto, la taxista no se había mostrado muy amable así que las únicas referencias que teníamos de ella eran su nacionalidad, brasileña, y que se llamaba Wanda.
Meses antes, en Bolivia, mi hija había olvidado su celular en un taxi y jamás lo recuperó. ¿Nos devolverían un maletín en el que, entre otras cosas, había una laptop con monitor de 14 pulgadas?
La respuesta la tuvimos al día siguiente, cuando Wanda reapareció en el mismo parqueo en el que abordamos su taxi con el maletín en la mano y un rostro que acompañaba sus palabras: “No pude dormir toda la noche de la preocupación”.
Alguien del hotel me recomendó escribir sobre mi experiencia, para que la gente sepa que hay gente honesta en Estados Unidos, pero yo deseché la idea porque me daba vergüenza. No quería que mis cuatro lectores sepan lo descuidado que fui nada menos que estando en un país extraño, a cargo de mi hija de 15 años.
Pero, mientras transcurrían los días, cambié de opinión. Ya en Orlando, comprobé el tratamiento que los medios le dieron a la reasunción del presidente Obama: todos se ocuparon del tema y la mayoría le dedicó espacios especiales. El detalle es que todas fueron adhesiones voluntarias y ningún medio necesitó una ley que le obligue a tomar cadena de lo que hacía el jefe de Estado. ¿La explicación?: la mayoría respeta y quiere a su presidente.
Más abajo del mapa, en Bolivia, la noticia dominante era la violación de una mujer en la Asamblea Legislativa de Chuquisaca. Yo lo supe por las agencias bolivianas y el internet y lo callé pero cuando salió en alguna red estadounidense, en un flash de escasos 30 segundos, sentí morirme de vergüenza porque no pude evitar las diferencias entre un país en el que la gente devuelve lo que no es suyo y el mío, uno en el que una violación no es afrontada como es debido.
Encontré diferencias que jamás quise ver antes de este viaje y ninguna estaba relacionada con la riqueza económica de los países sino la humana. Comprobé, con mucha pena, que los bolivianos somos pobres económicamente debido a que todavía no logramos superar nuestra pobreza espiritual. Quizás las cosas cambien el día en que todos entendamos esa dolorosa verdad…
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