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El bloqueo en Oruro causó múltiples protestas en Potosí debido a que el camino entre ambas ciudades es el mismo que utilizamos los habitantes de la Villa Imperial para llegar a La Paz y Cochabamba. Al “protestar contra la protesta”, muchos dijeron que el conflicto de Oruro es un nombre, un formalismo.
¿Será el nombre un formalismo?.. No. En el caso de las personas, el nombre no sólo tiene efectos jurídicos sino que forma parte de la identidad y distingue a un ser humano del resto del grupo social.
Las cosas también llevan nombre pero por razones diferentes a la identidad. Los nombres de las cosas u objetos son importantes cuando se trata de individualizar lugares. Mientras las ciudades eran pequeñas, era fácil ubicar a la única carpintería o herrería pero después, a medida que fueron creciendo y los comercios y oficios se multiplicaban, fue necesario nombrarlos de alguna forma, así sea de facto, para evitar confusiones.
El consagrar lugares a las divinidades forma parte de la espiritualidad de las sociedades. Sitios considerados sagrados, entre ellos los templos, fueron dedicados a tal o cual dios y, en el mundo católico, es común hacerlo en veneración a alguna advocación.
Los dictadores aprovecharon ese carácter espiritual para satisfacer su aspiración personal de trascender más allá de lo normal. Entre los ejemplos más conocidos está el de los faraones egipcios que mandaron edificar gigantescas tumbas en forma de pirámides para su descanso eterno. Algunos incluso personalizaron más su intento al ordenar la construcción de inmensas estatuas suyas.
Un caso extremo de culto a la personalidad fue el del emperador romano Cayo Octavio Turino que cambió su nombre a Augusto (venerable, digno de veneración) y ordenó levantar estatuas suyas en todas las ciudades para que sus gobernados lo adoren.
En el caso de Oruro, existe una historia de cambio de nombres tan antigua como el origen de esa ciudad que, según Ramiro Condarco, se remonta a dos siglos antes de Tiwanaku. Oruro viene de Uru Uru, un nombre que refería la existencia de muchos Urus, los nativos del pueblo indígena más antiguo del continente americano. La conquista española —la verdadera colonización— le cambió el nombre a Paria, cuando fue una encomienda; a San Miguel de Oruro, en sus tiempos de asiento minero, y, a la fundación misma de la ciudad, la llamó Real Villa de San Felipe de Austria.
Pero Oruro no toleró ningún cambio y el Uru Uru original llegó hasta nuestros días, así sea deformado.
Ahora, Oruro no quiere que se cambie el nombre de su aeropuerto porque recuerda al primer piloto boliviano, un hombre que nació en aquella ciudad. Como no encontré demasiadas referencias sobre Juan Mendoza, no puedo opinar sobre él pero me parece que el intento de descalificación del gobierno, que lo acusa de oligarca (su peyorativo favorito) y colonialista (¿se puede defender un colonialismo que, históricamente, terminó con la Guerra de la Independencia?) es ruin y cobarde.
El presidente se lavó las manos en este lío afirmando que la iniciativa de poner su nombre al aeropuerto de Oruro no fue suya. Si realmente no lo fue, podía resolver fácilmente el entuerto ordenando que se lo quite y así no sólo daría una solución sino una evidente muestra de magnanimidad y grandeza.
Sin embargo, el fondo de todo esto va más allá de un nombre… es un síntoma. El gobierno es intolerante, no admite una verdad que no sea la suya, rechaza el disenso, intenta controlar a la prensa y viola la ley. Si a esas características le sumamos al culto a la persona del gobernante confirmaremos que, para pesar nuestro, cada vez da más señales de dictadura.
(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.
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