Opinion

La ley
Surazo
Juan José Toro Montoya
Martes, 29 Agosto, 2017 - 19:03

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No se puede poner al pueblo por encima de la ley por la sencilla razón de que una ley debe ser la expresión del pueblo.

La aclaración viene a propósito de las confusas palabras del presidente del Estado en el acto de entrega de personería jurídica a la Asociación de Mujeres Asambleístas Departamentales. “Por encima de la ley están las reivindicaciones sociales, la ley hay que acomodar al pueblo”, dijo pero luego complementó al señalar que la ley se debe “acomodar al pueblo, a la necesidad del pueblo y no es que la ley va a estar por encima. Una vez aprobada (la norma) hay que respetar, hay que aplicar la ley”.

Las afirmaciones del jefe de Estado confirman su incomodidad con la camisa de fuerza que el ordenamiento legal es para los gobernantes. Aparentemente, él quisiera hacer las cosas a su manera o, como lo dijo, a la mejor conveniencia del pueblo.

Después de tanto tiempo en el poder, algún abogado, o por lo menos alguien de su entorno, debería de haberle dicho que la doctrina jurídica enseña que la ley debería ser fiel expresión de la voluntad popular. Después de todo, para eso existen los sistemas democráticos que incluyen a los parlamentos en su andamiaje institucional.

Para llegar a ese punto, al del parlamentarismo, fue necesaria una larga evolución histórica e incluso sociológica.

El antecedente más remoto de la imposición de normas es el de los textos de Fu Hi, el primero de los cinco emperadores mitológicos de China, que se estima fue escrito alrededor de 2.400 años antes de Cristo. “Entonces llegó Fu Hi y miró hacia arriba y contempló lo que había en los cielos y miró hacia abajo y contempló lo que ocurría en la Tierra. Unió al hombre con la mujer, reguló los cinco cambios y estableció las leyes de la humanidad”, dice una parte de esos textos que son una de las tres fuentes del I Ching, el libro oracular que incluía normas morales.

Todavía en tiempos de la Ley de las XII tablas del imperio romano, en una época tan tardía como el 410 a. de C., la gente creía que las leyes eran la voluntad de los dioses. Por eso existía una división entre el “ius”, que era el derecho humano, y el “fas” o derecho divino.

La función de las leyes era poner orden al caos de las sociedades tribales. La voluntad o intereses de unos colisionaban con los de otros así que había que poner normas. Para que la gente las obedeciera, se utilizó sus creencias o supersticiones. Era más fácil decir que una norma era una orden divina que un recurso para evitar controversias.

Desde luego, el sistema también sirvió para justificar autocracias. Por eso es que la mayoría de las monarquías se justificaban señalando que los emperadores, reyes, zares, shogunes, incas, etc. eran descendientes de los dioses. En nuestro caso, Pachakuti, que se proclamaba hijo del sol, fue quien expandió su imperio, creando el Tawantinsuyo, y emitió normas para gobernarlo.

El parlamentarismo vino con los enciclopedistas y el sistema de contrapesos. Para evitar que un gobernante incurra en excesos, se creó otros dos tipos de autoridad, el Poder Legislativo, que hace las leyes, y el Judicial, que las aplica. El Ejecutivo debe hacerlas cumplir.

Para que el sistema funcione, es necesario que el Poder Legislativo esté integrado por representantes del pueblo que generalmente son elegidos por voto popular.

En los últimos años, la mayoría del Poder Legislativo boliviano, ahora llamado Órgano Legislativo, está integrado por representantes del partido en función de gobierno. Son ellos quienes deberían hacer leyes que expresen la voluntad popular. El Ejecutivo debe hacerlas cumplir.

  

 

 

 

(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.