Surazo

República de Potosí

Juan José Toro Montoya

Hace un par de años, cuando en esta columna nos referíamos al origen potosino de algunas manifestaciones culturales —como el charango, la diablada y la Virgen de Copacabana—, no faltaron quienes criticaron esas afirmaciones calificándolas de “chauvinistas” y algunos llegaron a decir que eran un exceso de regionalismo. “Exageran: ahora resulta que todo es de Potosí”, se quejó un colega del diario Correo del Sur de Sucre, la capital constitucional del país.

Claro que no todo lo boliviano viene de Potosí, ya que eso sí sería una exageración, pero hay que admitir que la importancia que tuvieron sus minas de plata, no solo para América sino para el mundo entero, la convirtieron en el referente histórico inevitable del periodo colonial.

Tan grande fue su fama que el libro más importante del idioma español, Don Quijote de la Mancha, la incluye como el ejemplo de algo de excesivo valor (de ahí viene la frase “¡vale un Potosí!”).

Tanta y tan importante fue su producción de plata que, por lo menos en el siglo XVI, era el equivalente a la Nueva York de nuestra época. No es de extrañar, entonces, que Potosí haya sido la meta de personas de la más diversa condición social. Hasta allí acudían aventureros en busca de plata, religiosos en busca de almas, comerciantes con los más variados productos y artistas en todas las ramas. Francisco Tito Yupanqui, el artífice de la Virgen de Copacabana, vivió en el Potosí colonial y allí esculpió esa imagen.

El intenso trajín de la mítica ciudad está reflejado en la novela “Potosí 1600” del escritor Ramón Rocha Monrroy. Para escribirla, el autor investigó la época y quedó anonadado por todo lo que encontró, tanto que en las fiestas patrias recién pasadas, me dijo que, si se hubiera obrado con justicia histórica, nuestro país no debió llamarse Bolivia sino Potosí, República de Potosí.

Y el justificativo para ello no es precisamente histórico sino económico. Si todavía quedaba alguna duda, la National Geographic reconoció su importancia al publicar que “los precedentes del hallazgo en aquella región de la mina de Potosí, la más importante explotación de plata de todas las épocas, se hallan en tiempos prehispánicos, pero fue en 1545 cuando se descubrió la veta del Cerro Rico, que hizo la fortuna de Potosí. A 4.000 metros de altura y sobre una meseta desolada, desprovista de recursos agrícolas, la Villa Imperial —título con el que fue reconocida— aumentó su población de unos 12.000 habitantes a 160.000 en el año 1610”.

 

La plata potosina sostuvo a casi todas las monarquías de su época ya que no solo España se beneficiaba de ella. Sin un yacimiento similar al potosino en sus colonias, las coronas de Inglaterra y Holanda contrataron en secreto los servicios que piratas que, escudándose en patentes de corsos, asaltaban los galeones españoles en alta mar y se robaban la plata que compartían con sus contratistas a cambio de impunidad para gozar sus fortunas. Así, el metal que salía del Cerro Rico se expandió por el planeta, incluso a través de las monedas acuñadas en Potosí —precursoras del dólar—, y se convirtió en el motor de arranque para la revolución industrial.

El director de la Casa de Moneda, Vladimir Cruz, dice que, en el caso de Sudamérica, la plata potosina logró cambiar la matriz económica de la agricultura a la producción capitalista.

Incluso Simón Bolívar reconoció la importancia de la ciudad, su nombre y renombre, al rechazar la propuesta de que la Villa Imperial sea rebautizada con su apellido. Finalmente, se lo utilizó para nombrar a la nueva república.

 

  

 

 

 

(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.

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Erratas

Juan José Toro Montoya

Partamos de una verdad irrefutable: las redes sociales, particularmente Facebook, están haciendo pedazos al idioma. Los crímenes, de lesa ortografía, son diarios y cometidos a vista y paciencia de todos, con una impunidad pocas veces vista en la historia de la humanidad.

Los seres humanos fuimos lo suficientemente inteligentes para crear internet, donde pusimos una realidad virtual que está a la vista de todos —que no existe materialmente pero está—, pero no somos capaces de introducir filtros que sancionen los errores ortográficos en las redes sociales.

¿Que cuál es el problema? La aparición continua de palabras mal escritas en la internet, y que estas sea vistas repetidamente por las personas, particularmente los niños, provoca un obligado mal aprendizaje sobre su escritura. Así, si la palabra “coraje” es vista repetidamente con “g”, la mente aprenderá, solo por repetición, que su escritura correcta es “corage”. Por tanto, la ortografía está en crisis total y eso sí que da coraje.

Los gurús de la internet nos dicen que no se puede hacer nada y, mientras eso pasa en la nube, más abajo, en Bolivia, un servidor público es castigado por haber escrito “Viceprecidencia”, con tres “c”, en un formulario de la Biblioteca y Archivo Histórico de la Asamblea Legislativa Plurinacional.

¿Una vergüenza? ¡Desde luego! El formulario estaba destinado al registro de investigadores así que se expuso a personas de todo el mundo. Una denuncia, precisamente por internet, puso el error al descubierto y el responsable deberá purgar una sanción equivalente al castigo que sufre Bart Simpson cada vez que se inicia un capítulo de su teleserie. Ya se ha escrito sobre el tema y yo no pretendo seguir echando leña al asunto.

Empero, tal vez sea necesario aclarar que, más que un error, aquello fue una errata; es decir, una “equivocación material cometida en lo impreso o manuscrito” (Diccionario de la Real Academia Española dixit).

Pese a que se trata de impresos, que permiten una revisión detallada de los textos, las erratas son más frecuentes de lo deseado debido a un fenómeno muy común de la atención humana. Tras casi 20 años trabajando en la edición de periódicos, en Correo del Sur primero y El Potosí después, sé que, en efecto, las erratas se deslizan pese a las revisiones más concienzudas. Eso se explica porque, con frecuencia, el cerebro deja de percibir objetos conjuntamente; es decir, uno ve palabras sin percibir los errores que estas tienen debido a una desconexión temporal con los niveles de conciencia. Eso se debe, generalmente, al cansancio y exceso de trabajo.

En una actitud de hidalguía que lo enaltece, el jefe del archivo y biblioteca del Congreso admitió su porción de responsabilidad en esa errata y pidió disculpas públicamente.

Creo, sin embargo, que, más allá de lo burda o fascista que pudo haber sido la sanción —pues así la definieron los intelectuales—, era necesario que se haya aplicado ya que el error no fue cometido en una cuenta personal de Facebook o en el periódico mural de algún establecimiento educativo sino en un documento oficial del Estado boliviano.

Los documentos oficiales son el rostro de un Estado y, por razones más que obvias, este debe presentarse de la mejor forma posible. Eso incluye evitar los errores o erratas, como en este caso.

Fue horrible ver “Viceprecidencia”, con tres “c”, en un documento oficial pero el responsable ya ha sido castigado.

¿Se imaginan lo horrible que es ver, diariamente, horrores ortográficos en las redes? Lamentablemente, nada ni nadie los sanciona.

 

  

 

 

 

(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.

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Nimiedades

Juan José Toro Montoya

La primera acepción de “nimiedad” es “pequeñez, insignificancia”. Se utilizó la semana pasada, cuando se habló del reclamo de los potosinos por el hecho de que la Alcaldía de La Paz declaró a la salteña como patrimonio de ese municipio. “Se ocupan de nimiedades”, dijeron, torcieron la nariz y se dedicaron a asuntos que, para ellos, son más importantes.

Puede ser que haya nimiedades que ocupen el tiempo de los columnistas, particularmente de quien escribe estas líneas, pero la gastronomía no es una de ellas.

Aunque sea definida simplemente como el “arte de preparar una buena comida”, la gastronomía es, más bien, el estudio de la relación del ser humano con su alimentación y su medio ambiente. Eso significa que, si de comida se trata, se estudia no solo su historia y sus efectos en sus respectivas sociedades sino también los procesos en torno a los alimentos que se emplean y la forma de cocinarlos.

Es por eso que la Unesco ha incluido en su lista del patrimonio cultural inmaterial a platos como el washoku, de Japón; el lavash, que aparece hasta en seis países; o el mástique de Quíos, Grecia.

Para declarar patrimonio a un alimento, se toma en cuenta su carácter representativo y si es tradicional, contemporáneo y viviente a un mismo tiempo. Se incluye, también, la historia, los procesos de producción, la práctica y el arte de prepararlo.

Cuando se habla de la representatividad, es preciso identificar el origen del alimento ya que se puede dar casos como el del lavash, que es el mismo pan plano en Armenia, Azerbaiyán, Irán, Kazajstán, Kirguistán y Turquía, o algunos tan específicos como el mastiha o mástique que es una resina extraída de una especie de Pistacia Lentiscus que solo se produce en la isla griega de Quíos. Como se ve, no solo se menciona al país sino al lugar donde se originó el alimento.

En el caso de la salteña, esta es una empanada que, como tal, tiene origen árabe. Los españoles la trajeron a América en tiempos coloniales pero en una ciudad, Potosí, se la transformó en el bocadillo rápido que es hoy; es decir, cocinado con un solo disco de masa y con la característica del caldo y el picante que tiene ahora. Los investigadores especifican que la transformación se atribuye a la esposa del capitán castellano Francisco Flores, doña Leonor de Guzmán, quien, en su afán por combatir el frío de Potosí, alteró la empanada como se ha dicho. Bartolomé Arsanz de Orsúa y Vela ubica estos sucesos alrededor de 1585. Años después, en 1776, doña Maria Josepha de Escurrechea y Ondusgoytia incluye a esa empanada con el nombre de “pastel en fuente” en un recetario que fue recientemente rescatado por Beatriz Rossells.

El denominativo de “salteña” proviene del gentilicio de Salta y es republicano. Antonio Paredes Candia lo atribuye, junto al origen mismo de la empanada, a la familia de Juana Manuela Gorriti que emigró a Bolivia en 1831. El autor de “Crítica de la sazón pura”, Ramón Rocha Monroy, pone en duda la versión ya que la receta de la empanada de Juana Manuela no se parece a la boliviana. El historiador Walter Zavala dice que el bocadillo se llamó “salteña” desde 1832, cuando doña Corina Pueyrredón, oriunda de Salta, comenzó a vender las empanadas de caldo en la Villa Imperial. Pero su origen es anterior, muy anterior…

Ese es apenas un esbozo de la historia de esta empanada boliviana que, como se ve, tuvo su origen en Potosí.

Y su historia no es una nimiedad sino que, por su representatividad y tradición, merece formar parte de la oferta de una ciudad que, como Potosí, necesita del turismo para subsistir al margen de la minería.

 

 

 

 

(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.

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“Laris”

Juan José Toro Montoya

“Lari” es una palabra que significa zorro o zorra en idioma quechua así que es sinónimo de “atuq”. Por alguna razón que desconozco, comenzó a utilizarse también para referirse al pertinaz, a aquel que no quiere entender razones.

Hoy en día se dice “lari” a aquel que no entiende, una persona a la que le explicas las cosas, de buena o mala manera, pero, aunque te oye, en realidad no escucha. El pertinaz es el obstinado, el terco, el “lari” que se mantiene firme en su opinión, dictamen o posición aunque le demuestres que está equivocado.

Hay “laris” en Potosí, donde ya se ha demostrado que esa ciudad no fue fundada el 1 de Abril de 1545 porque lo que ocurrió en esa fecha fue la posesión del Cerro Rico. Pese a ello, todavía hay “laris”, la mayoría maestros, que insisten en manejar ese hecho como “fundación de Potosí”.

Hay “laris” en Sucre, donde ya se ha demostrado, documentación mediante, que la Juana Azurduy que nació el 12 de julio de 1780 no fue la esposa de Manuel Asencio Padilla, la heroína de la independencia, sino una homónima. Además de los irrefutables documentos al respecto, existen publicaciones como la reciente “Juana Asurdui de Padilla (1780-1862). La historia detrás de la leyenda”, de Norberto Benjamín Torres, que no solo demuestra el error sino que identifica a la verdadera Juana, una que habría nacido en enero de 1870 y cuyo apellido era Asurdui, con “s” e “i”. Mas aún, ese libro refiere que dos potosinos, Joaquín Gantier y Valentín Manzano, mantuvieron el mito del 12 de julio aún a sabiendas del equívoco. Pese a ello, todavía hay “laris” en Sucre que insisten en festejar esa fecha como la del onomástico de la mayor figura femenina de nuestra historia.

Hay “laris” en La Paz, donde a unos ediles se les ocurrió declarar patrimonio de esa ciudad a varias comidas, incluidas algunas que tienen origen en otras ciudades, y así se adueñaron de la salteña, la empanada que, en su historia y presentación boliviana, nació en Potosí, alrededor de 1650, y ya figuraba como un alimento potosino en el libro de cocina de doña María Josefa de Escurrechea y Ondusgoytia, condesa de Otavi y marquesa de Cayara, publicado en 1776.

El hecho que se muestra como apropiación indebida de patrimonio cultural ya ha sido rechazado oficialmente en Potosí por el alcalde, Williams Cervantes, que reivindicó el origen de la salteña en una conferencia de prensa. Los “laris” paceños que motivaron la polémica no atienden argumentos, no escucharon razones y se mantienen firmes en su error. Son, definitivamente, los “laris” que se apegan más a la definición.

Algunos dicen que este es un tema de escasa relevancia porque en Potosí existen asuntos más urgentes. No es cierto. La salteña boliviana forma parte de una lista de las mejores comidas callejeras que fue elaborada por la prestigiosa guía Lonely Planet junto a otros alimentos como la pizza italiana, los churros españoles o los perros calientes o “hot dogs” estadounidenses. Se trata, entonces, de un detalle elemental para el turismo que será lo único que salve a Potosí de cualquier posible debacle de su minería.

Potosí no puede seguir dependiendo de la minería porque es extractiva y destructora del medio ambiente. ¿Cómo logrará afianzar su turismo si es que no ofrece, entre otras cosas, una gastronomía peculiar de la zona? Cuando presente a la salteña como bocadillo típico de la región, no faltará quien diga que es de La Paz porque así fue oficialmente declarada. Entonces, estamos en presencia de un robo o, mínimamente, una apropiación indebida y solo los “laris” no lo ven de esa forma.

 

 

(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.

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Humanitario

Juan José Toro Montoya

La mayoría de la población boliviana recibió con beneplácito la decisión del presidente Evo Morales de devolver a su país a los carabineros chilenos detenidos cerca de la frontera.

Y es que la decisión fue atinada, humanitaria y, sobre todo, un buen golpe diplomático en la accidentada relación bilateral con Chile de los últimos años.

Solo quienes tienen interés manifiesto en perjudicar la imagen del jefe de Estado protestaron por la injerencia en la justicia que representó tal decisión. Y es que, beneplácito aparte, hay que aceptar nomás que, de haberse aplicado la ley, lo correcto era que los carabineros hayan sido puestos a disposición de la justicia ordinaria para que su caso siga el trámite respectivo.

Que el presidente lo haya evitado se ve, por lo menos en teoría, como una abierta injerencia del Órgano Ejecutivo sobre el Judicial. Sin embargo, los puristas en materia judicial tendrían que recordar que la doctrina incluye a dos figuras, la amnistía y el indulto, como vías rápidas al perdón de los delitos. Se trata de dos facultades que las legislaciones conceden al Poder Ejecutivo o al Legislativo. La primera opera antes del juicio, como sería el caso de los carabineros, y la segunda cuando ya existe una pena.

Si se toma en cuenta el interés superior, que es el que debe primar siempre en materia judicial, existían abundantes razones, muchas, incluso, de Estado, para que proceda la amnistía que determinó el presidente al decidir que los carabineros sean devueltos a sus países.

Algunos dirán que fue un golpe de efecto, y tendrán razón, pero deberán admitir que fue muy bueno.

Intereses políticos y diplomáticos aparte, el gobierno tendrá que admitir que, cuando toma una buena decisión, y más aún si con esta se atiende razones humanitarias, como el clamor de la madre de uno de los carabineros, tiene el respaldo mayoritario de la ciudadanía.

Corresponde, entonces, que la misma sabiduría, serenidad y, sobre todo, humanidad, sea aplicada en otros casos, particularmente los vinculados a la política interna.

El MAS no puede negar que en los más de 11 años que permanece en el poder ha observado una actitud más bien intolerante con quienes no piensan como sus militantes. El pensar distinto, o el libre pensar, se han convertido en acciones punibles ya que se utiliza la maquinaria judicial para perseguir adversarios e inclusive encarcelarlos.

En el caso de la prensa, se ha optado por la asfixia para rendir a quienes todavía mantienen una línea editorial distinta a la que se dicta desde el Ministerio de Comunicación. Los contratos estatales se distribuyen conforme a esa lógica así que muchos medios han visto sus ingresos recortados. Hay periodistas que, ante la posibilidad de ser procesados por una justicia proclive al MAS, optaron por cruzar la frontera.

Es necesario recordar que en el país existen muchos detenidos por razones más políticas que jurídicas y, debido a ello, muchos hogares están sin padre porque deben visitarlo en una cárcel. Al mismo tiempo, otros debieron salir del país por considerar que aquí no tienen las garantías necesarias para afrontar un debido proceso (en este punto no incluimos a quienes huyeron por otros motivos, como Gonzalo Sánchez de Lozada y sus exministros).

Utilizando la amnistía, e incluso el indulto, el gobierno podría propiciar un reencuentro de las familias que se vieron fraccionadas por juicios, encarcelamientos o fugas. Así no solo habría una madre agradecida, una chilena, sino muchas bolivianas.

La ciudadanía también respaldaría que el criterio humanitario se aplique a esos casos.

 

 

 

 

(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.

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Identidad cultural

Juan José Toro Montoya

La Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia eligió el domingo a un Comité Ejecutivo Nacional que está encabezado por Jacinto Herrera, un representante de las tierras bajas del oriente.

Herrera es un migrante que se estableció en Santa Cruz hace varios años. Cuando se le pregunta con qué nación o pueblo indígena se identifica, él señala que es quechua pero, si se le pide precisiones, solo llega a decir que es de Chuquisaca, de la región del río Pilcomayo.

El derecho a la autoidentificación cultural está consagrado en el primer parágrafo del artículo 21 de la Constitución Política del Estado. Para gozar de él, es suficiente proclamar la pertenencia a una de las culturas, etnias, naciones o pueblos indígenas originarios reconocidos por la legislación boliviana. Ya está incluido en las cédulas de identidad y es optativo. Si una persona lo desea, puede incluir su identidad cultural de una lista que forma parte de la base de datos del Servicio General de Identificación Personal.

Pese a las facilidades que existen para esa autoidentificación, la cantidad de personas que dicen pertenecer a uno de esos grupos ha bajado de un 62 por ciento en 2001 a solo el 42 por ciento en 2012. Por tanto, el de Herrera no es un caso aislado.

Es que antes las cosas eran más simples: a uno le daban a elegir entre indígena, mestizo y blanco y eso era todo. Hoy, en cambio, en el marco de un Estado pluricultural, se ha reconocido a más de 40 pueblos originarios e indígenas y la autoidentificación es más complicada.

El pueblo más numeroso es el quechua, con 1.281.116 personas reconocidas como tales en el censo de 2012. En segundo lugar está el aimara con 1.191.352 y en un lejano tercer lugar está el guaraní, con 58.990.

El asunto sigue pareciendo simple si no se incorpora el hecho de que quechua, aimara y guaraní fueron inicialmente idiomas que, por asociación de ideas, pasaron a designar etnias como karanqa, kolla y chiriguano.

Los karanqa o carangas son una de las muchas naciones que florecieron al sur de lo que hoy es Bolivia, al igual que charkas, chichas, chuis, qara qaras, lipez, chayantas, pukwatas y otros. Antes de que los incas les impusieran el quechua, hablaban pukina e incluso otro idioma que los investigadores no terminan de estudiar. Recientemente se reveló que el idioma de los chichas era el kunza.

El aymara era el idioma de la etnia kolla que también tuvo su momento de expansión militar y, de esa manera, se extendió incluso hasta el norte de Chile. El origen de los kollas está en la región lacustre del Lago Titicaca.

El guaraní también era conocido como chiriguano y, además de esa etnia, era hablado por isoseños, guarayus, sirionós, yukis, guarasugvé y otras naciones del chaco boliviano.

En la amazonia, que abarca también a la región oriental de Bolivia, están los araonas, ayoreos, baures, canichanas, mosetenes, movimas, mojeños, sirionós, tacanas, yuquis, yuracarés y un largo etcétera, todos con idiomas propios.

El quechua o qhishwa era la lengua de la etnia inqa que se extendió desde el Cuzco a lo que después fue el Tawantinsuyo mediante conquistas militares. Fue, entonces, el idioma que el conquistador inca impuso a los habitantes de los territorios sometidos. Eso pone en duda su condición de “originario” en la región de los andes bolivianos.

Como se ve, no se trata simplemente de autoproclamarse quechua, aymara o guaraní por vivir en determinado territorio porque en la amazonia, el chaco y los andes vivieron, y en muchos casos siguen viviendo, otros pueblos originarios con una historia y hasta idiomas diferentes.

 

 

 

 

(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.

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Balón

Juan José Toro Montoya

No. El mundo no es un balón.

Los deportes son buenos. Los deportes son necesarios. Los deportes son parte importante en la formación integral del ser humano pero no reemplazan a las demás.

Hay varios deportes pero solo algunos sobresalen. Ese es el caso del fútbol que, justicieramente, es considerado el más popular, por lo menos en nuestro hemisferio.

El fútbol despierta pasiones y, gracias a eso, mueve millones. Habrá que recordar que hace poco estalló un megaescándalo de corrupción en la FIFA y varias de sus federaciones, incluida la boliviana. Por eso no es raro que, en un mundo copado por las redes sociales, se pueda ver diariamente discusiones sobre partidos y clubes que muchas veces llegan al rango de debate.

Las discusiones y los debates son buenos porque permiten confrontar ideas diferentes sobre un mismo tema. Por ello, no es malo que haya discusiones y debates sobre fútbol. Lo malo es cuando las discusiones y debates solo son sobre fútbol.

No. El mundo no es un balón.

El mundo es todo aquello que concierne al ser humano y eso abarca una infinidad de temas. Van desde asuntos vitales, como el agua que ya escasea en la mayoría de los países del planeta, hasta los problemas que tienen cada uno de los países con sus respectivos sistemas políticos.

Lo ideal es que esos asuntos sean discutidos y debatidos con el propósito de encontrar soluciones pero los espacios para ello generalmente están copados por las discusiones y debates sobre fútbol.

Así, mientras el agua se va convirtiendo en un artículo de lujo para los ciudadanos, muchos de estos ciudadanos emplean su tiempo en discutir sobre el resultado de tal o cual partido, los errores del director técnico o la habilidad de tal o cual futbolista.

Los errores de los gobernantes pasan a segundo plano. Si los ejecutivos de una empresa estatal se enriquecen mediante jugosos contratos, pocos son los que reclaman por eso ya que muchos están discutiendo sobre el partido, los goles, el resultado…

Y no es que se quiera privar a los aficionados al fútbol de su derecho a polemizar sobre el tema que les dé la gana pero la verdad es que, mientras ellos debaten sobre partidos, jugadores y clubes, los gobernantes se llenan los bolsillos.

Entonces, discutir solo sobre fútbol, y no ocuparse de otros temas, tiene el mismo efecto que alguna vez tuvo el famoso circo romano: distraer al pueblo para que no se ocupe de los temas verdaderamente importantes.

Los gobernantes de Roma, ya sea reyes, dictadores o emperadores, crearon las distracciones que el pueblo presenciaba en masa mientras, a sus espaldas, se disponía arbitrariamente de los recursos que pertenecían a todos. Hubo tal variedad que se pasó de las representaciones de batallas navales —una innovación de Julio César cuando tenía 30 años y apenas era un “edil curul”— a los combates de gladiadores y sacrificio de los cristianos.

Actualmente existen varios circos modernos, desde las distracciones promovidas por gobiernos dictatoriales hasta las telenovelas que las amas de casa consumen sollozantes olvidándose que afuera, en las calles, existen problemas reales, distintos a los de los protagonistas de sus culebrones.

Y en la arena de esos nuevos circos están los futbolistas que firman jugosos contratos, los dirigentes que se embolsillan buenas cantidades sin saber patear un balón y los aficionados, aquellos que le dan duro a la discusión sobre fútbol que puede ocupar gran parte de su tiempo y hacer que se olviden de otros temas igualmente importantes.

 

 

 

 

 

 

 

 

(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.

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Mujeres machistas

Juan José Toro Montoya

Uno de los muchos obstáculos en el camino hacia una verdadera igualdad de género es la existencia de mujeres que pueden llegar a ser más machistas que los hombres.

Si hay igualdad, esta no solo debería traducirse en las leyes sino en los hechos y actitudes. Los sueldos deberían ser los mismos, igual que los derechos y obligaciones.

Si un hombre puede salir a parrandear, la mujer debería tener la misma posibilidad sin que eso le represente críticas de la sociedad, de sus vecinos y hasta de su familia.

Hasta hace poco, parrandear era actividad propia del varón. Mientras las mujeres se quedaban en casa, los hombres se emborrachaban y divertían con otras mujeres que, por participar en esas actividades, eran consideradas “de mala vida”. Hoy las cosas se han nivelado. Las mujeres también parrandean pero el hacerlo les representa críticas. Ellas hacen “mala vida”, los hombres no. Típica hipocresía de una sociedad machista. Si los hombres pueden, ¿por qué no las mujeres? ¿Dónde está entonces, la igualdad de género?  

Escribo esto a propósito de un hecho que conocí y en el que no puedo intervenir porque involucra a mayores de edad que, por eso mismo, pueden obrar por sí mismos y sin mediación de intermediarios.

Una muchacha de 24 años llegó tarde a su casa y con unos vinos de más (especifico la bebida porque me consta que no consumió otra). No estuvo en una parranda sino en una parrillada que comenzó al promediar el mediodía. Encima de la carne vinieron los vinitos, que generalmente son el complemento de este tipo de reuniones, y todo prosiguió con normalidad hasta que llegó la noche y todos se fueron a sus casas. Cuando la muchacha llegó donde sus padres eran las diez de la noche así que, sin siquiera preguntarle dónde ni con quiénes estuvo, ellos la golpearon al igual que a su acompañante (que, aclaro, no era yo). El hecho no hubiera pasado de la anécdota sin la intervención de dos personas, el exnovio, al que los padres convocaron por razones desconocidas, y una señora de la tercera edad que no tiene parentesco con la joven. La golpiza fue propinada entre todos y, posteriormente, la muchacha fue echada de su casa.

Los abogados encontrarán que en ese hecho se cometió delitos que podrían denunciarse como tales por la víctima mientras que las activistas de los derechos de la mujer coincidirán conmigo al señalar que ese fue un acto de violencia machista.

El principal responsable es el padre pero a él hay que sumar al exnovio, a la madre y a la señora de la tercera edad. Que un “ex” aparezca solo para marcar territorio es bastante común en una sociedad machista así que dejemos a esos dos corrientes ejemplares en su chiquero y concentrémonos en la actitud de las mujeres: ¿Es correcto que una madre admita que su hija sea echada de la casa solo por haber llegado a las diez de la noche, así sea con unos vinos encima? Y, en cuanto a la segunda mujer, ¿qué derecho tenía de golpear a una persona con la que no tiene ningún vínculo jurídico?

Ambas forman parte de esos todavía numerosos grupos de mujeres que no solo aceptan el modelo verticalista de conducta impuesto por los hombres en las sociedades patriarcales sino que lo asumen como propio. Son las mismas que, ya sea por ignorancia o idiosincrasia, reaccionan mal cuando un extraño evita que sus maridos las golpeen (“Mi marido es… puede pegarme”).

Son las que creen que una mujer, por ser tal, debe ser sumisa y recatada mientras el hombre haga lo que le venga en gana.   

Son anacrónicas y, por ello, no dejan que la sociedad avance.

 

 

 

 

 

 

 

(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.

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DEFENSOR

Juan José Toro Montoya

La Defensoría del Pueblo es una institución cuyos orígenes se remontan a mandatos tan antiguos como el de los euthynoi de Atenas, los efloren de Esparta o el Tribunado de la Plebe de Roma.

Los tribunos de la plebe, que son los más conocidos, eran cargos que se crearon expresamente para defender a los plebeyos de los cónsules, senadores y patricios; es decir, de quienes representaban el poder en Roma. El sucesor del Tribunado de la Plebe fue el Defensor Civitatis cuya misión era proteger a los sectores de la población en condiciones económicas, jurídicas y sociales desfavorables; es decir, a los desvalidos frente al poder de los funcionarios o de los poderosos.

Siglos más tarde, a principios del XIX, Suecia creó la figura del Ombudsman como el de “un guardián designado por el Parlamento, con la misión de vigilar la forma en que los jueces y otros funcionarios cumplían las leyes”.

En todos los casos, y en todos países donde existe la figura, el Defensor del Pueblo es un funcionario que debe proteger a los ciudadanos comunes de los abusos de los poderes públicos.

Por eso es que fue un exabrupto que el presidente Evo Morales haya pedido, en mayo de 2010, que Rolando Villena, entonces posesionado como defensor del pueblo, defienda al gobierno porque, en su criterio, “el pueblo está en el gobierno”. No importa el origen popular de un mandatario porque, en el orden natural de las cosas, el pueblo es un conjunto de personas y, como todas esas personas no pueden gobernar a la vez, entonces se otorga a uno o algunos el mandato de gobernar en nombre de todos. Si, en un ejercicio mental forzado, se les asignaría a todos el mandato de gobernar, la horizontalidad haría desaparecer la figura del gobernante. Ergo, el pueblo jamás puede estar en el poder al que solo puede acceder uno de sus representantes.

Tan cuestionables fueron, entonces, las palabras de Morales como las del vicepresidente Álvaro García que criticó al entonces defensor cesante, Waldo Albarracín, por no haber defendido al Estado en momentos críticos.

Y es que ni Albarracín ni Villena tenían que defender al poder —o al Estado, en la curiosa interpretación de García— porque ellos sabían que su función era otra: proteger al ciudadano de a pie, al que no está en el poder. Esa visión es coherente con la Constitución Política del Estado que en sus artículos 218 y siguientes describen las funciones de la Defensoría del Pueblo pero en ninguna parte refieren que debe defender a los gobernantes.

Desgraciadamente, a los políticos bolivianos les importa un pepino el origen, naturaleza y objetivos de una institución tan meritoria porque su único interés es controlarla, como una plaza más.

Sánchez de Lozada quiso hacerlo cuando logró que Iván Zegada sea elegido en el Parlamento pese a las críticas de la ciudadanía. Finalmente, la presión social pudo más y el títere renunció al cargo. Pasó apenas en octubre de 2003 pero parece una época muy lejana.

Hoy en día, el defensor del pueblo no tiene rubor en defender al gobierno, admitirlo y hasta jactarse por ello.

Para justificar su actitud, afirma que “en otros países el Defensor del Pueblo inclusive tiene militancia partidaria” pero no refiere en cuáles. Por el contrario, todos los países que introdujeron la figura en sus constituciones las definen como alejadas del poder, con independencia partidaria, y con la tarea de defender los derechos humanos, los del ciudadano de a pie, no los de los gobernantes.

Lo que Goni no pudo conseguir con Iván Zegada lo logró Evo con David Tezanos.

Son, definitivamente, otros tiempos…

 

 

 

 

 

 

 

(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.

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Sobre “ignorantas”

Juan José Toro Montoya

Desde 2009 circula una carta en internet que habría sido supuestamente escrita por “una profesora de lengua de un instituto público” demostrando que es incorrecto llamar “presidenta” a la mujer que gobierna un país o alguna comunidad.

La carta resucitó en los últimos meses con el título “sobre ignorantes e ignorantas: carta de una profesora con acertadísima y lapidaria frase final” y se ha viralizado, no a través de correos electrónicos y blogs, como sucedió en 2009, sino mediante las cada vez más peligrosas redes sociales.

La Fundación del Español Urgente (Fundéu) señala que el escrito "se basa en tres afirmaciones: que el participio activo del verbo ‘ser’ es ‘ente’; que la terminación ‘-nte’ que añadimos a los participios activos procede de ‘ente’ y que esa terminación se toma de ‘ente’ porque significa ‘lo que es’. Y ninguna es verdadera”.

Y ninguna es verdadera porque el participio activo ya no existe. “El único participio que actualmente tienen los verbos españoles es el perfecto”, explica la Fundéu así que el de “ser” no sería “ente” sino “sido”.

El Diccionario de la Real Academia Española (DRAE) define a “ente” como “lo que es, existe o puede existir”, pero desde el punto de vista de la filosofía; señala que su segunda acepción es “entidad” (colectividad considerada como unidad) y, finalmente, significa “sujeto ridículo o extravagante”.

“Ente” es una palabra, puede ser un denominativo pero no es sufijo. El que tiene esa categoría es “-nte” que forma activos deverbales que antes eran llamados participios activos. “Ente” como terminación es la primera conjugación del activo deverbal “-nte”.

Hasta aquí el artículo está bastante complejo, incluso para su autor, y seguramente ya espantó a muchos lectores. Para los que se quedaron simplemente resta decir que los argumentos de la supuesta carta de la profesora de lengua están equivocados. No lo digo yo, que no soy lingüista ni mucho menos, sino la Fundéu.

Además de sus errores, está la sospecha, hasta ahora no desmentida, de que la tal profesora no existe. En la carta que circula ahora no aparece su nombre mientras que en la de 2009 sí había uno, Mercedes Bernard. Hasta ahora, ocho años después, no se ha identificado plenamente a esa persona. En las últimas versiones aparecen unas fotografías como de una mujer de 60 años y, quizás por eso, la supuesta profesora dice que tiene esa edad. El detalle es que en la versión de 2009 afirmaba que tenía 48 años.

Eso sí, hay que reconocer que, con errores y todo, la carta está muy bien escrita. Su construcción gramatical es correcta y no tiene errores ortográficos. Todo indica que el o los autores del escrito poseen una buena formación y una sólida cultura. Lamentablemente, utilizaron sus conocimientos para fabricar una versión convincente de un mal uso del idioma con un objetivo innoble: mantener el uso del masculino incluso para los casos en los que nos referimos a una mujer.

Es un obvio caso de machismo. Para nadie es un secreto que tanto en Europa como en América todavía existen miles, quizás millones de personas, incluidas mujeres, que se sienten incómodas al utilizar el femenino en palabras como médica, ingeniera o concejala.

En el caso de “presidenta”, el dilema está resuelto desde hace más de un siglo porque ya apareció en el DRAE de 1803 con esta definición: “La mujer del presidente o la que manda y preside en alguna comunidad”.

Por tanto, es correcto decir “presidenta” a una mujer que gobierna, como es el caso de Michelle Bachelet. Negarlo no es una cuestión de “ignorantas”, porque esa palabra no existe, sino de ignorantes, ignorantes machistas.

 

 

 

 

 

 

 

 

(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.

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