Surazo

INÚTILES

Juan José Toro Montoya

Hace algunos años, cuando a los potosinos ni se nos pasaba por la cabeza que un día tendríamos que soportar una huelga de 19 días, le pregunté a un dirigente por qué repetíamos las mismas medidas de presión y no se optaba por otras que afecten realmente al Gobierno y su respuesta fue tan sincera como espontánea: “no sabemos hacer otra cosa”.

No recuerdo en qué circunstancias le hice le pregunta. Eso sí, era en días previos a algún conflicto con el Gobierno de entonces (ni siquiera sé cuál era) porque el comité cívico ya estaba preparando presiones como huelgas y bloqueos de caminos.

Se dice que la primera huelga se realizó en un tiempo tan remoto como el año 1152 antes de Cristo. El escenario habría sido Egipto donde unos 60 artesanos que trabajaban en el Valle de los Reyes se negaron a trabajar porque no habían recibido su salario alimenticio.

De entonces al presente, la huelga no ha evolucionado aunque sí ha pasado a formar parte de los derechos laborales. La Organización Internacional del Trabajo la reconoce como uno de los medios legítimos del que disponen los trabajadores para la promoción y defensa de sus intereses económicos y sociales.

En términos generales, la huelga es la suspensión colectiva de la actividad laboral. Suele ser efectiva cuando se la ejecuta en una empresa privada, ya que esta es la directamente afectada por la medida, pero también puede ejecutársela en todo un país. Es entonces cuando se denomina huelga general.

Pero como muchos patrones y/o gobernantes no se doblegan ni siquiera con una huelga, los trabajadores encontraron otros métodos para hacerse escuchar. Uno de ellos es el bloqueo de caminos; es decir, el cierre temporal de vías de transporte terrestre.

Ahora bien, tanto la huelga como el bloqueo de caminos son medidas excepcionales que sólo se asumen cuando instancias previas han sido agotadas. En otras palabras, vienen a ser los últimos recursos de persuasión, aplicables sólo cuando los demás han fallado. 

Sin embargo, en Bolivia estamos tan malacostumbrados a las soluciones por el desastre que la huelga y el bloqueo no son las últimas medidas que asumen los trabajadores sino más bien las primeras.

Al declarar la huelga y el bloqueo, los dirigentes no debaten suficientemente sobre la efectividad de esas medidas. ¿Realmente se afecta al Gobierno? Es cierto que su imagen se deteriora pero, al final, tanto los gobernantes como sus funcionarios siguen trabajando. El bloqueo, por otra parte, tampoco les afecta porque ellos generalmente viajan por avión y utilizando recursos estatales. En cambio, una huelga daña directamente al aparato productivo nacional y merma el crecimiento económico del Estado. Los bloqueos de caminos no sólo son inconstitucionales, por cuanto afectan al libre tránsito de las personas, sino que también son criminales cuando evitan que enfermos de gravedad lleguen a su destino, como ya ocurrió en varias oportunidades.

Aunque siempre dañinos, los más inútiles son los paros y bloqueos locales, porque sólo castigan a la región en la que se ejecutan, pero, pese a ello, los dirigentes siguen usando esas medidas. ¿Es que no es posible idear algún otro tipo de medida de presión, una que no afecte al ciudadano común sino directamente al patrón o al gobernante? Lancé esa pregunta hace algunos años, cuando a los potosinos ni se nos pasaba por la cabeza que un día tendríamos que soportar una huelga de 19 días, y la respuesta del dirigente interrogado fue tan sincera como espontánea: “no sabemos hacer otra cosa”.

Desde entonces sé que las huelgas y bloqueos no se hacen en Bolivia por reivindicaciones sociales sino porque los dirigentes son tan inútiles que no son capaces de idear otro tipo de medidas.

(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.

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DEL PERIODISMO SUS FALLAS (III Y FINAL)

Juan José Toro Montoya

El escaso estudio de su pasado y hasta de sus figuras históricas no es la principal falla del periodismo boliviano.
Para la mayoría de la sociedad boliviana, la defensa que los periodistas hacen de ese instrumento legal es una actitud destinada a cubrir sus actos con un manto de impunidad. Falso. La Ley de Imprenta no sólo es el resultado de un largo proceso histórico sino que, más allá de proteger a los periodistas, garantiza que el público esté bien informado sobre la conducta de sus autoridades y el manejo de los bienes y recursos estatales. ¿Cómo?... mediante el secreto de la fuente.

Gracias al denominado secreto de imprenta, establecido en los artículos 8 y 9 de la referida ley, cualquier persona que desee denunciar ilegalidades o actos irregulares puede hacerlo ante la prensa sin temor a sufrir represalias. Si se anulara ese mecanismo, la ilegalidad crecería debido a que ya no estaría sujeta a denuncia pública. Debido a ello, el secreto de la fuente no es una garantía para el periodista sino para la sociedad en general.

Por la importancia de esa y otras instituciones, los periodistas defienden la Ley de Imprenta pero, al hacerlo, muchas veces incurren en el anacronismo de no permitir que se toque ni siquiera una de sus letras.

Desde que la Ley de Imprenta fue promulgada al presente ya pasan más de 88 años. Dinámico como es por su naturaleza, el periodismo ha cambiado mucho desde entonces así que es necesario actualizar su ley. El primer problema es que los periodistas no quieren que se la toque porque saben que, si lo permitieran, los políticos promulgarían una a su medida. La solución, entonces, es que sean los propios periodistas quienes elaboren un proyecto de ley para presentarlo al Órgano Legislativo.

Eso no es lo único que se debe cambiar.

Una verdad que no parece comprenderse es que en Bolivia no se puede pedir un buen periodismo cuando el periodismo no se enseña en las universidades. Las carreras que existen en relación a esta actividad humana no son de periodismo sino de Ciencias de la Comunicación debido a que todas estas se basaron en el modelo de la Universidad Católica San Pablo.

Cuando la Católica abrió la carrera de Comunicación Social, lo que estaba haciendo es aplicar el Inter Mirifica, uno de los nueve decretos conciliares aprobados en el Concilio Vaticano II, que señalaba que “todos los hijos de la Iglesia, de común acuerdo, tienen que procurar que los medios de comunicación social, sin ninguna demora y con el máximo empeño, se utilicen eficazmente en las múltiples obras de apostolado, según lo exijan las circunstancias de tiempo y lugar, anticipándose así a las iniciativas perjudiciales”. Para ponerlo claro, el Inter Mirifica recomendaba que la Iglesia maneje los medios masivos y, para ello, era preciso que también forme periodistas. Empero, a tono con el decreto, no abrió una carrera de periodismo sino de “comunicación social” en la que, más que informadores profesionales, se forma a cientistas sociales con capacidades no sólo para el periodismo sino para otras áreas de la actividad humana.

Por tanto, en Bolivia no hay más periodistas profesionales que los que consiguieron un título en provisión nacional conforme a decreto. Los demás son licenciados en Ciencias de la Comunicación que, o bien pueden ser periodistas o bien relacionistas públicos y hasta diplomáticos.

Conscientes de esta falla, algunas universidades privadas ya abrieron carreras de periodismo pero, como aún no tienen titulados, no se puede opinar sobre sus resultados.

Sobre la base de esa experiencia, es imperioso transformar las carreras de Ciencias de la Comunicación o, si se quiere evitar problemas, se debe abrir carreras de periodismo con el fin de que las futuras generaciones de periodistas no adolezcan de las fallas que ya podemos notar en las actuales.

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(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.

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DEL PERIODISMO SUS FALLAS II

Juan José Toro Montoya

¿Por qué se declaró al 10 de Mayo como Día del Periodista Boliviano?

Hay dos apuntes históricos al respecto: el fusilamiento de Cirilo Barragán y Néstor Galindo, ordenado por Mariano Melgarejo en 1865; y la creación de la Caja Nacional de Jubilados, Pensionados y Montepíos de periodistas, en 1938.
Parecería que el establecimiento de dicha caja, mediante decreto supremo promulgado por Germán Busch, es un acontecimiento de relativa importancia —más aún si se toma en cuenta que esa entidad aseguradora desapareció en el tiempo— pero la verdad es que fue el corolario de una larga lucha de los periodistas que pasó, entre otras cosas, por la defensa de la libertad de expresión, la partida de varios de ellos a la Guerra del Chaco y el reconocimiento de la personería jurídica de la Asociación de Periodistas de La Paz.

No obstante, los fusilamientos también merecen ser revisados.

Sobre Galindo, es preciso apuntar que, aunque publicó la “Revista de Cochabamba”, su actividad fue particularmente literaria. Pese a ello, es Armando Alonso Piñeiro quien lo ubica junto a Barragán en su “Enciclopedia de Periodismo”.
Más ligado al periodismo era Barragán quien, según Ronald Grebe, fue el primer periodista en ser fusilado por ejercer el oficio. El dato todavía está pendiente de confirmación debido a que 1865 ya es un año bastante avanzado en una historia del periodismo boliviano que no comenzó con la República sino que tiene antecedentes muy anteriores.

Para empezar, ¿está históricamente definido quién fue el primer periodista del territorio que hoy es Bolivia?

En la lógica simplista que estudia la historia del periodismo boliviano desde la introducción de la imprenta, se nombra a Vicente Pazos Kanki y Manuel Aniceto Padilla. El papel del primero en las luchas independentistas es notable, dado que se relacionó con Mariano Moreno y fundó el “Telégrafo de las Floridas” en el tiempo en el que ese territorio fue una república independiente, pero el del segundo es verdaderamente cuestionable. Aunque técnicamente periodista, Padilla fue colaboracionista con el imperio británico debido a que estaba a cargo de la traducción al español de los textos de “The Southern Star”, el primer periódico bilingüe de América, que se editó durante la segunda invasión inglesa.

Mariano Baptista Gumucio considera que el primer periodista boliviano fue Bartolomé Arsanz de Orsúa y Vela debido a que “registra el pasado potosino año por año, pues al margen de sus lecturas interminables solía frecuentar los tambos a los que llegaban los viajeros para pedirles noticias de otras ciudades y provincias…”.

Entonces, resulta difícil determinar quién fue el primero que registró los hechos actuales y los legó a la posteridad.
Igual de complejo es determinar quién merece el mayor homenaje cuando de periodismo se trata ya que, a lo largo de una historia que es más extensa de lo que se cree, muchos son los que sacrificaron sus vidas en procura de conseguir que la información sea transmitida.

Si se confirmara el dato de Barragán, no sólo su muerte sino su vida merece ser estudiada con mayor profundidad y detenimiento. Entretanto, yo todavía sostengo que uno de los periodistas que mayor reconocimiento merece fue Luis Espinal quien murió no sólo por ejercer el periodismo sino por confrontar directamente las injusticias, así estén revestidas de dictadura, y por decir una verdad que era suicida en los tiempos en que la bota militar se campeaba oronda por nuestra Patria.

Por ello, creo que el 22 de Marzo es una fecha que los periodistas deberíamos conmemorar con la misma importancia que el 10 de Mayo.     
  
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(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.

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IMPUESTOS

Juan José Toro Montoya

El Estado es la casa común y, como toda casa, necesita dinero para mantenerse. Esa es la explicación más simple para la existencia de los impuestos o tributos que no son otra cosa que los pagos que hacemos los habitantes de la casa común para mantenerla.

Si las cosas fueran así de sencillas, ningún país tendría problemas con los impuestos pero, dada la naturaleza de cada uno de ellos, existen lógicas variantes.

Pero más allá de esas diferencias, existen normas generales que, por lo mismo, son aplicables a todos y una de ellas es la universalidad del tributo; es decir, la obligación que tenemos todos los estantes y habitantes de un país de pagar impuestos.

¿Cómo se justifica esa universalidad? Mi ex catedrático de Derecho Tributario, Carlos Araníbar, me lo recordó así: todos somos deudores del Estado y pagamos nuestra deuda a través de los impuestos. ¿Y qué pasa si alguien no paga impuestos? La respuesta es igual de sencilla: es un evasor.

Sí. Hasta aquí todo parece claro pero, como en todo, otra cosa es con guitarra… o con calculadora.
El caso de Bolivia es particular. Como en la mayoría de los países, el pago de impuestos es diferenciado pero no en función a los ingresos que percibe cada habitante sino al capital declarado. La diferencia en el capital y un elemento más, la condición socioeconómica, dio origen al régimen tributario simplificado; es decir, una categoría especial en la que sus beneficiarios —porque son tales— están exentos de obligaciones que son comunes a los demás contribuyentes, incluida la de emitir factura o nota fiscal.

La trampita está, precisamente, en ese régimen. Aquel que quiera liberarse de ciertas obligaciones tributarias se refugia en aquel y buenas noches los pastores.

Surge, entonces, una desigualdad pues unos pagan impuestos de una forma y otros de otra. ¿Atenta esto contra la universalidad del tributo? Para responder a esa pregunta, primero hay que entender que, por una parte, están los impuestos propiamente dichos, aquellos que debemos pagar todos, y, por otra, está el impuesto al consumo, que en nuestro país está definido como el IVA, aquel que se paga cuando se realiza cualquier tipo de transacción.
Los que no pagan impuestos confunden las cosas. Creen que al pagar el IVA ya están cumpliendo sus obligaciones tributarias y eso no es cierto. Lo que tiene que hacer, al margen del IVA, es pagar su aporte o cuota estatal en función a sus ingresos.

El detalle es que todas estas cuestiones básicas colapsan en Bolivia y entran en crisis debido a un detalle importante: no tenemos cultura tributaria. Debido a esa incultura, la mayoría de los contribuyentes busca la manera de pagar lo menos posible y esa es la explicación por la que el régimen tributario simplificado subsiste hasta nuestros días pese a que cuando se puso en vigencia se estableció que tenía carácter transitorio.

Cuando el Estado toca el asunto de los impuestos, los afectados saltan, bloquean calles y carreteras, se declaran en estado de emergencia y anuncian que llevarán sus acciones “hasta las últimas consecuencias”. Más aún, llegan a extremos como en Potosí donde los cooperativistas mineros llegaron a incendiar el edificio de impuestos cuando se intentó introducir modificaciones al IVA diferenciado que paga ese sector.

Todos vivimos en la casa común pero no nos da la gana de aportar para su mantenimiento. ¡Y todavía tenemos el cinismo de exigir servicios y prestaciones!  

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ESPAÑA, NI MADRE NI PADRE

Juan José Toro Montoya

La conquista española no fue como nos la contaron.
Esa afirmación, contenida y desarrollada en los dos últimos artículos de esta columna motivó más de una reacción y una cantidad considerable de mensajes al correo electrónico, ya sea manifestando indignación o bien pidiendo que amplíe el tema.

Quizás mi error fue no aclarar que, al lanzar esa afirmación, no pretendía justificar la conquista española ni mucho menos.

Lo que hizo España al apoderarse de territorios que no eran suyos fue una invasión. Al invadir territorio americano, los españoles impusieron la ley del vencedor y ello trajo consigo un régimen opresivo que fue resistido desde sus inicios hasta que los invadidos consiguieron expulsarlos, siglos después.

El primer acto de resistencia —o, si se quiere, “el primer grito libertario”—del que se tiene antecedentes es el alzamiento del cacique Guaroa, que se sublevó contra el capitán Diego Velásquez de Cuéllar en 1515, en territorio del actual Santo Domingo. En lo que hace a Bolivia, el antecedente más remoto —aunque no el más exacto desde el punto de vista geográfico— es la rebelión de Manco Inca en 1536. También llamado Manco Capaj II, Manco Inca Yupanqui fue coronado Sapa Inca por los españoles quienes lo utilizaron como un títere mientras proseguían la conquista del Perú. Tras asumir conciencia de su situación, se alzó contra los europeos y se instaló en Vilcabamba desde donde lanzó una guerra de reconquista que sus hijos mantuvieron hasta 1572.

Repito esos antecedentes —ya los mencioné un par de veces en esta misma columna— porque son necesarios para la siguiente afirmación: si bien es cierto que la conquista española no fue como nos la contaron, también es pertinente señalar que, debido al carácter altamente opresivo de su invasión y posterior colonización, su presencia fue motivo de permanente resistencia por parte de los americanos.

El proceso por la independencia no comenzó el 25 de Mayo de 1809 —recuérdese que se insiste en llamar “primer grito libertario” a esa gesta— sino prácticamente desde la llegada misma de los españoles y sólo terminó cuando estos abandonaron el continente, derrotados por una guerra en la que pesaron los sucesos políticos y cambios que ocurrieron en la península a inicios del siglo XIX.

Sí. La conquista española no fue como nos la contaron porque los españoles no arrasaron poblados desde los cimientos ni liquidaron civilizaciones enteras, como ocurrió en Norteamérica, pero, sin importar los caminos que tomaron, el resultado fue el mismo: se apoderaron de tierras que no eran suyas y, de una u otra forma, sometieron a sus legítimos dueños.

Lo que apunté en mis anteriores artículos es que la conducta de los indios no fue uniforme. Unos se opusieron a los conquistadores durante años —la resistencia de Vilcabamba duró más de medio siglo— pero otros, particularmente los indios nobles que tenían privilegios durante el incario, pactaron con los españoles y hasta se esforzaron por asimilarse a su cultura.

Por tanto, España no fue la madre que sus hijos intentaron grabar en la mente de los invadidos ni mucho menos el padre que se ocupa del bienestar de sus hijos, no fue “la España grandiosa, / (que) con hado benigno / aquí plantó el signo / de la redención” (como reza el himno cruceño).   

España fue una invasora que se apoderó de tierras que no eran suyas, una ladrona que se llevó riquezas que no le pertenecían y una tirana que oprimió a los pueblos conquistados hasta que estos se liberaron para entregarse a sus propios demonios.

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INDIOS PRIVILEGIADOS

Juan José Toro Montoya

Como la mayoría de los bolivianos y peruanos, yo era un admirador del incario, aquella forma de gobierno que se estableció en un extenso territorio conocido como Tawantinsuyu y cuyas normas morales eran repetidas en las escuelas y colegios como paradigma de la sociedad perfecta.

Mi desencanto fue progresivo pero no por eso menos traumatizante. No puedo precisar cuándo comenzó —quizás fue cuando encontré incoherencias como el proclamado equilibrio entre runas (hombres) y warmis (mujeres) y la poligamia de los incas— pero sí sé que se refrendó cuando leí estas líneas que eran el resumen del primer capítulo de un libro de Liborio Justo: “El Tahuantinsuyu: un horrendo régimen de esclavitud en beneficio, gloria y esplendor de una minúscula casta dominante”.

El descubrimiento de cuál fue, en realidad, la forma de gobierno practicada por los incas comprobó que, en efecto, la lectura hace luz en las tinieblas y permite que uno tome conciencia sobre su realidad en incluso sobre su pasado. Quizás por eso, fue un inca, un gobernante del Tawantinsuyu, quien ordenó la desaparición de la escritura mucho antes de la llegada de los españoles.

La lectura que más me abrió los ojos fue la del Memorial de Charcas, el documento colonial sobre el que escribí la semana pasada y cuya mención motivó la curiosidad de muchos de mis lectores, tanta que recibí varios mails pidiéndome que amplíe el tema.

Lo que no pueden entender los consultantes es cómo fue que hubo indios que, como revela el referido documento, tenían privilegios en una sociedad colonialista en la que se supone que sólo había esclavos y esclavizadores. La respuesta es que, en realidad, la sociedad colonial española fue opresiva en todos los sentidos de la palabra pero no esclavista.

Cuando llegaron los españoles, encontraron un Estado, el Tawantinsuyu, dividido por una guerra civil protagonizada por dos hermanos, Waskar y Ataw Wallpa, pero también encontraron varias sociedades o culturas que estaban sometidas por el incanato ya que habían sido asimiladas mediante conquistas militares.

Como bien apunta Justo, la sociedad incaica era elitista puesto que la mayor parte del producto del trabajo de la tierra se destinaba a mantener al inca, a su familia —generalmente numerosa por efecto de la poligamia— y a la nobleza.

La nobleza incaica siguió siendo tal aún después de la llegada de los españoles. Muchos de ellos, como los mencionados en el Memorial de Charcas, pactaron con los conquistadores a cambio de mantener sus privilegios. Los indios nobles debían pagar tributo, como lo hacían durante el incario, pero no estaban sometidos a los conquistadores europeos. Es más, existen muchos y célebres casos de matrimonios entre nobles españoles e indios como, por ejemplo, el de la hija de Sayri Tupaj, Beatriz Clara Coya, con Martín García Óñez de Loyola, rico descendiente del fundador de la Orden de la Compañía de jesús, San Ignacio de Loyola.

Por tanto, había diferentes tipos de indios y los pertenecientes a la nobleza eran los privilegiados. Sus hijos se educaban en establecimientos especiales denominados colegios de caciques e incluso uno de esos fue fundado por Carlos IV, en 1792, en la mismísima España.

Cuando los españoles incumplían los compromisos que habían adquirido con los nobles indios, estos reaccionaban de diversa manera, a veces dirigiendo quejas directas al rey, como el Memorial de Charcas, o bien promoviendo sublevaciones.

A propósito, una de las figuras del indigenismo, José Gabriel Condorcanqui, era un noble indio descendiente de Tupaj Amaru I y, por ello, cuando se sublevó, tomó el nombre de su antepasado. Gustavo Adolfo Otero escribió lo siguiente sobre ese hecho: “Inglaterra habría estimulado esta rebelión, inclusive por medios de organizaciones de tipo masónico”.
 
(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.

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EL MEMORIAL DE CHARCAS

Juan José Toro Montoya

Al hablar en la sesión en homenaje a los 468 años de la posesión del Cerro Rico de Potosí, el vicepresidente del Estado, Álvaro García Linera, se refirió al Memorial de Charcas, un documento colonial que se encuentra en el Archivo General de Indias (Sevilla, España) y contiene abundante información desconocida sobre el pasado del territorio que hoy es Bolivia.

La referencia a este documento demuestra, una vez más, que el vicepresidente es un hombre letrado con un nivel de lectura muy por encima del promedio de la gente, tanto que es un ejemplo vivo de que la cultura está en los libros y no precisamente en las arrugas de nuestros abuelos. Y es que el Memorial de Charcas no es precisamente una lectura que se puede encontrar en cualquier biblioteca. El documento original es un manuscrito que está en el legajo 45 de la sección Audiencia de Charcas del archivo sevillano. Está catalogado bajo el año 1600 pero en realidad corresponde a 1582. Fue encontrado por el investigador peruano Waldemar Espinoza Soriano quien lo estudió a profundidad y escribió sobre el tema.

Curiosamente, pese a toda la información que posee, este documento no fue suficientemente divulgado ni en Perú ni en Bolivia, los dos países directamente involucrados con su contenido.

Al mencionar el “Memorial…”, García Linera cuestionó la historia oficial sobre el descubrimiento de la plata del Cerro Rico y el valor que la legendaria montaña tuvo para la Europa de la época. En ese punto también tiene razón ya que, hasta ahora, los maestros de historia siguen repitiendo la risible historia de un pastorcito que extravió una llama para explicar el descubrimiento de las riquezas del cerro.
Lo que no dijo el vicepresidente es que el documento es una prueba —plena, por su autenticidad— de que la conquista española no fue como nos la contaron.

El Memorial de Charcas es el nombre que se da a un escrito que fue redactado por un ex oidor de la Real Audiencia de Charcas, Manuel Barros de San Millán, para ser presentado al entonces rey de España, Felipe II de Austria, por encargo de los caciques de Charkas, Qaraqara, Chuis y Chichas.

Los caciques de esas cuatro naciones eran descendientes directos —nietos, en su mayoría— de las autoridades originarias que gobernaban en esta parte de América cuando llegaron los españoles. El memorial es una queja por el incumplimiento de España a los compromisos que habían asumido con esas autoridades. Antes de detallar sus quejas, los caciques desarrollan los antecedentes de su petitorio y ahí encontramos la historia de Coisara y Moroco, gobernantes originarios de Charkas y Qaraqara que, tras una breve resistencia, no sólo se rindieron ante los españoles sino que pactaron con ellos a cambio de mantener sus privilegios y los de sus descendientes. Coisara llegó al extremo de acompañar a Pedro de Valdivia a la conquista de Chile y su tarea era persuadir a otros gobernantes indios que se sometan a la corona.

Como se puede ver, el “Memorial…” es un documento sorprendente pues está lleno de revelaciones y quizás una de las razones por las que no fue difundido es que echaría abajo la historia negra de la conquista, aquella que explotaron los indigenistas con el propósito de sublimar un imperio, el de los incas, que, según señalan documentos fidedignos, no era precisamente como nos lo pintaron.
Según ha expresado repetidamente, el gobierno del presidente Evo Morales quiere descolonizar nuestro país y reivindica la cultura de los incas en contraposición a la de los “qaras” Sería bueno que lo haga sin recurrir a mentiras milenarias.   

 

El autor es Premio Nacional en Historia del Periodismo.

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OLIGARCAS

Juan José Toro Montoya

Una de las facetas más risibles del Gobierno es su enorme desconocimiento de la historia o, peor aún, el manejo tergiversado que hace de ella.
El presidente, por ejemplo, llegó a afirmar que los incas combatieron contra los romanos y, durante el dilatado conflicto orureño por el nombre de su aeropuerto, algunos asambleístas hicieron el ridículo al intentar descalificar a Juan Mendoza.

Confieso que hasta antes del conflicto yo no sabía nada sobre Mendoza (aprendí algo sobre él gracias a lo que se publicó en los medios) pero, cuando intentaban desprestigiarlo, los asambleístas orureños no sólo parecían conocerlo a profundidad sino que, en su afán de justificar el cambio del nombre, parecía verdaderas autoridades en el tema.

A tono con anteriores conflictos, el adjetivo que más utilizaron fue el de “oligarca”. Según ellos, Mendoza pertenecía a una clase privilegiada que explotaba a los humildes en Oruro así que era válido retirar su nombre del aeropuerto para reemplazarlo por el de Evo Morales.

Precisamente “oligarca” es uno de los términos más frecuentes en el vocabulario masista. Se lo usa generalmente para referirse a las élites orientales, particularmente cruceñas, y, quizás por su excesivo empleo, casi se ha convertido en sinónimo de “camba”.
¿Será justo llamar “oligarcas” a los habitantes del oriente boliviano? Según el Diccionario de la Real Academia Española, “oligarca” es “cada uno de los individuos que componen una oligarquía” y, a su vez, “oligarquía” es “gobierno de pocos” o una “forma de gobierno en la cual el poder supremo es ejercido por un reducido grupo de personas que pertenecen a una misma clase social”.
Es probable que Santa Cruz haya estado gobernada por una oligarquía hasta hace poco pero, como todos sabemos, el asalto al hotel “Las Américas”, hace ya casi tres años, fue el inicio de su desmantelamiento.

Los que no todos saben es que el imperio incaico, que el MAS considera un modelo a seguir, fue una oligarquía muy distante de la utopía socialista sublimada por Franz Tamayo.

Era oligarquía porque el gobierno estaba a cargo de unos pocos, el inca y su familia, que, además, acaparaban no sólo los privilegios sino el producto del trabajo. En “Bolivia: la revolución derrotada”, el argentino Liborio Justo apunta que “las tierras del ayllu, bajo el Imperio de los Incas, estaban divididas en tres partes: una cuyo producto se destinaba al Sol, es decir, al culto; otra al Inca, y la tercera se dejaba para usufructo de la misma comunidad. Los miembros del ayllu, o ‘hatunruna’, tenían la obligación de cultivar la totalidad de esas tierras. Así era como la masa de la población sostenía con su trabajo a la casta dominante, personificada por el Inca, la cual, aunque desempeñaba labores de administración, se hallaba exenta de todo trabajo productivo y estaba constituida por los ‘orejones’ (llamados así por los españoles por la deliberada deformación que practicaban en sus orejas, lo cual era un signo distintivo como clase); los curacas o caciques, y los sacerdotes”.

El sometimiento del pueblo llano hacia su gobernante, el inca, era tal que no sólo Justo sino otros autores, como William Prescott, no dudan en calificarla como “esclavitud”. Por ello, el autor argentino incluso llega a introducir este resumen en la carátula de la primera parte de su libro, titulada “El Tahuantinsuyo”: “un horrendo régimen de esclavitud en beneficio, gloria y esplendor de una minúscula casta dominante”.

Los incas era, entonces, verdaderos oligarcas y existen pocos motivos para admirar su forma de gobierno que, además, se implantó mediante fórmulas como la desaparición de la escritura y la elaboración de una historia a gusto de ellos.
¿Será que el MAS admira el Tawantinsuyo por lo poco que sabe de él o, por el contrario, sabe bastante y su propósito es emularlo para ejercitar un gobierno autocrático como el de los incas?

 

 

El autor es Premio Nacional en Historia del Periodismo.

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ORURO Y LOS NOMBRES

Juan José Toro Montoya

El bloqueo en Oruro causó múltiples protestas en Potosí debido a que el camino entre ambas ciudades es el mismo que utilizamos los habitantes de la Villa Imperial para llegar a La Paz y Cochabamba. Al “protestar contra la protesta”, muchos dijeron que el conflicto de Oruro es un nombre, un formalismo.

¿Será el nombre un formalismo?.. No. En el caso de las personas, el nombre no sólo tiene efectos jurídicos sino que forma parte de la identidad y distingue a un ser humano del resto del grupo social.

Las cosas también llevan nombre pero por razones diferentes a la identidad. Los nombres de las cosas u objetos son importantes cuando se trata de individualizar lugares. Mientras las ciudades eran pequeñas, era fácil ubicar a la única carpintería o herrería pero después, a medida que fueron creciendo y los comercios y oficios se multiplicaban, fue necesario nombrarlos de alguna forma, así sea de facto, para evitar confusiones.

El consagrar lugares a las divinidades forma parte de la espiritualidad de las sociedades. Sitios considerados sagrados, entre ellos los templos, fueron dedicados a tal o cual dios y, en el mundo católico, es común hacerlo en veneración a alguna advocación.

Los dictadores aprovecharon ese carácter espiritual para satisfacer su aspiración personal de trascender más allá de lo normal. Entre los ejemplos más conocidos está el de los faraones egipcios que mandaron edificar gigantescas tumbas en forma de pirámides para su descanso eterno. Algunos incluso personalizaron más su intento al ordenar la construcción de inmensas estatuas suyas.

Un caso extremo de culto a la personalidad fue el del emperador romano Cayo Octavio Turino que cambió su nombre a Augusto (venerable, digno de veneración) y ordenó levantar estatuas suyas en todas las ciudades para que sus gobernados lo adoren.

En el caso de Oruro, existe una historia de cambio de nombres tan antigua como el origen de esa ciudad que, según Ramiro Condarco, se remonta a dos siglos antes de Tiwanaku. Oruro viene de Uru Uru, un nombre que refería la existencia de muchos Urus, los nativos del pueblo indígena más antiguo del continente americano. La conquista española —la verdadera colonización— le cambió el nombre a Paria, cuando fue una encomienda; a San Miguel de Oruro, en sus tiempos de asiento minero, y, a la fundación misma de la ciudad, la llamó Real Villa de San Felipe de Austria.

Pero Oruro no toleró ningún cambio y el Uru Uru original llegó hasta nuestros días, así sea deformado.
Ahora, Oruro no quiere que se cambie el nombre de su aeropuerto porque recuerda al primer piloto boliviano, un hombre que nació en aquella ciudad.  Como no encontré demasiadas referencias sobre Juan Mendoza, no puedo opinar sobre él pero me parece que el intento de descalificación del gobierno, que lo acusa de oligarca (su peyorativo favorito) y colonialista (¿se puede defender un colonialismo que, históricamente, terminó con la Guerra de la Independencia?) es ruin y cobarde.

El presidente se lavó las manos en este lío afirmando que la iniciativa de poner su nombre al aeropuerto de Oruro no fue suya. Si realmente no lo fue, podía resolver fácilmente el entuerto ordenando que se lo quite y así no sólo daría una solución sino una evidente muestra de magnanimidad y grandeza.

Sin embargo, el fondo de todo esto va más allá de un nombre… es un síntoma. El gobierno es intolerante, no admite una verdad que no sea la suya, rechaza el disenso, intenta controlar a la prensa y viola la ley. Si a esas características le sumamos al culto a la persona del gobernante confirmaremos que, para pesar nuestro, cada vez da más señales de dictadura.

(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.

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HERMANO FRANCISCO

Juan José Toro Montoya

Es un nuevo tiempo.
Lo escribo con la convicción que me da haber visto a un pecador arrodillarse y derramar lágrimas.
Estaba solo frente a la computadora. Ya había terminado de revisar un par de libros para escribir sobre los urus, esos que marcharon rumbo a La Paz con el propósito de que el Estado pluricultural evite su desaparición como etnia, cuando, al percatarme de la hora, encendí la televisión y me paralicé al ver el humo blanco saliendo de la chimenea de bronce.

Después vino la espera, una tensa espera que, como apuntó alguien en las redes sociales, parecía más larga que el cónclave mismo pero, al final, la ventana se abrió, el protodiácono Jean Louis Tauran salió al balcón y dio la noticia: el nuevo Papa es Jorge Mario Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires… latinoamericano.

Quedé mudo porque no pude digerir la noticia.
Bergoglio no aparecía entre los favoritos, entre los “papables”, y tampoco estaba en las agoreras predicciones atribuidas a San Malaquías.

Tras la renuncia de Joseph Ratzinger, los escatológicos volvieron a la carga afirmando que las profecías habían vuelto a acertar. Benedicto XVI, a quien San Malaquías supuestamente habría calificado como el penúltimo Papa, y a quien habría identificado como “De gloria olivae” (De la gloria del olivo, en una lejana referencia al día del nacimiento de Ratzinger, Sábado de Gloria, y al oleáceo que representa a la orden de los benedictinos) sería el penúltimo papa y, con el siguiente, llegaría el fin de la Iglesia Católica.

Pero agregaron más: el nuevo Papa sería negro y, de ser italiano, tomaría el nombre de Pedro porque San Malaquías dijo que se llamaría Petrus Romanus II.

No pasó ni lo uno ni lo otro. El nuevo Papa no es negro y, aunque es de raíz italiana —sus padres son de Italia—, nació en Buenos Aires, de donde era Arzobispo, y no eligió el nombre de Pedro sino el de Francisco.
Los escatológicos se quedaron colgados. A ellos sólo les interesa especular sobre las teorías sobre el fin del mundo, o cualquier otro fin, y no se detienen a pensar en las circunstancias que rodean a las tan publicitadas profecías. Las de San Malaquías, por ejemplo, han sido cuestionadas por historiadores e investigadores que ponen en duda que hayan sido escritas por el santo.

El otro detalle es el nombre. Escuchar el de Francisco me estremeció el espinazo. Ningún Papa había elegido antes el nombre del pobrecito de Asís, aquel que hizo voto de pobreza e intentó hablar con los animales, aquel hermano Francisco cuyo ejemplo no puso ser imitado a lo largo de la historia de la Iglesia Católica.
Y cuando Bergoglio salió al balcón, el estremecimiento fue todavía mayor: vestía totalmente de blanco, como lo hacen los Papas, pero no llevaba la tiara papal, ni siquiera el báculo pastoral. Salió vestido de blanco pero igual que todos nosotros, sin símbolos, sin insignias… salió como lo que es: un hombre.

Entonces no pude más. Quizás aproveché que estaba solo y que nadie me estaba mirando. Quizás me dejé llevar por la emoción que percibía en Roma a través de la transmisión televisiva. Quizás me acordé que yo, católico pecador, había roto con el Vaticano tras la elección de Ratzinger. Quizás… no sé… el hecho es que caí de hinojos y, cuando el hermano Francisco I pidió que rezáramos por él, lo hice olvidando la posición que tiene sobre el matrimonio entre personas del mismo sexo. Pesó el hecho de que es argentino, latinoamericano, que habla mi idioma y que, como ninguna persona en este mundo, logró que este pecador se arrodillara, derramara lágrimas y orara…

 

(*) El autor es Premio Nacional en Historia del Periodismo.

 

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