Río Abajo

OREN POR NEPAL

Pablo Cingolani

Así de dura es la realidad: es evidente que no es lo mismo un sismo devastador en Chile o en Haití que el reciente y apocalíptico terremoto en Nepal.

Nepal es una pequeña y flamante república, nacida al calor de una guerra “popular y prolongada” ganada por guerrilleros maoístas contra el ejército de una monarquía podrida, de algunos siglos de historia, que cayó sin pena ni gloria, en medio de la apatía de los medios globales. Katmandú, la capital de la que oficialmente se llama la República Federal Democrática de Nepal, es una de las ciudades más contaminadas del mundo, la pobreza abrumaba al país, antes y ahora más aún con la devastación de este mega sismo que lo partió en dos como si la naturaleza le hubiera dado un hachazo.

A pesar de ello, Nepal, ubicada en el corazón de los Himalayas,  posee una condición singular: es el único país de importancia –los otros dos son Sikkim y Bután, reinos enclaves perdidos en las montañas- situado entre los dos más grandes colosos del mundo actual.

Limita por el sur con la India, la potencia científica-tecnológica que más inquieta a Occidente. Limita por el norte con la China, la potencia económica-financiera que más nos irrita.

Nepal está en el centro del macizo montañoso más grande del orbe y está en el centro del centro del nuevo mundo del siglo XXI, en el centro del centro de uno de los centros duros, histórica y geopolíticamente hablando, del planeta Tierra. Los otros dos son el Atlántico Norte y la Rusia blanca.

Pero hay más. Nepal se ubica también en el centro de un imaginario muy arraigado en la cultura occidental. Oren por Nepal, la consigna que se masificó por twitter a raíz de la devastación sufrida, no es una casualidad. Sucede que en la cosmovisión occidental, dominante en el mundo entero, Nepal (con su vecino Tíbet, invadido por China en 1959) es uno, sino el más relevante, de los centros “místicos” del planeta, centro de esa espiritualidad funcional al poder más despótico y arrasador que los humanos conocemos.

Cuna del budismo y el hinduismo más puro, a sus pagodas y monjes, Nepal sumó, desde el principio, dos ingredientes “salvajes” que lo dotaron de un aura mágica, un destino manifiesto y de revelaciones para los occidentales: las drogas libres y el monte Everest, el más alto del mundo.

Los hippies pusieron a Nepal en el mapa de la modernidad. En la década del 60 del siglo pasado, se popularizó la llamada “ruta de los hippies”, una especie de recobrada ruta de la seda, y como nuevos Marco Polo (y nuevos Gurdieff), miles de jóvenes norteamericanos y europeos se lanzaron como moscas desde Turquía, atravesando el Irán del Sha –la URSS era territorio hostil- para llegar a tres destinos emblemáticos: Afganistán, Nepal e India.

Afganistán era el destino de los más osados. Allí, en Kabul, su capital, la heroína más fina y potente del universo, se vendía en las calles, sin problemas. Eso fue así hasta que los soviéticos invadieron esta tierra de pastores guerreros, y luego los rabiosos talibanes los echaron y luego para terminar de vedar el acceso a los occidentales o volverlo poco práctico por lo peligroso, vino Bin Laden, el ataque del 11S y la guerra.

A la India fueron los mismísimos Beatles, peregrinando detrás del Gurú Majarashi. Detrás de Los Beatles, fueron otra manada de músicos y artistas y millones de jóvenes, hippies y no tan hippies, ya que la India, de los tres, era el destino más suave, el que más comodidades y ventajas ofrecía a la mentalidad y actitud de los occidentales. Aún sigue siendo eso: la modalidad más sensata de sumergirse en el mundo de la espiritualidad (y el hedonismo) oriental.

Si Afganistán era el epicentro mundial de la heroína, Nepal lo fue de la marihuana, una planta que crecía libremente en todos los valles monzónicos de los Himalayas. Nepal, como Afganistán, estaba aislado, en medio de las montañas. Era fácil perderse allí, y algo de eso quedó reflejado en clásicos musicales de la época como el memorable Cry baby de la malograda Janis Joplin.

Pero los hippies pasaron, muchos, muchísimos murieron producto de las epidemias de droga que los asolaban, y otros muchos, muchísimos más, se cortaron el pelo y se pusieron a hacer plata, dinero, mucho dinero. Como los chinos y los hindúes. Muchos de ellos, de los ex hippies, de los nuevos yuppies y ramas anexas de la fauna empresarial que nace en los 80 y se multiplica hasta hoy, volvieron a poner de moda a Nepal pero esta vez por su otro magnético emblema: el monte Everest.

La escalada comercial y turística del monte Everest –de casi escalofriantes 9000 metros de altura- se convirtió no sólo en moda, sino en una de las manifestaciones más claras de la insania que perfora y blinda a los nuevos ricos del mundo. Subir al Everest, como sea, así sea llevado en andas por los sherpas, con el único objetivo de tomarse la famosa foto en el lugar más alto del mundo, se convirtió en uno de los anhelos más estimulantes para los CEOs del nuevo orden económico mundial. Uno de ellos, ya se informó, ha fallecido a causa de la súper avalancha que cayó sobre el campamento base.

Coronar la cumbre del Everest se convirtió en sinónimo de audacia –el mismo ingrediente indispensable para hacer negocios que podían devastar países enteros-, prestigio y gloria. Llegar a la cima de la montaña más alta se correspondía con las otras cimas alcanzadas en la lógica de los bisnes y la altura de los egos de quienes encaraban una faena que, antes, era sólo para un puñado de seres, heroicos y poéticos algunos de ellos, como Mallory, a quien no pienso juzgar o no juzgar aquí.

El mercado encontró la veta. No hace falta que seas ni tan osado ni tan lirico: vos ponés las rupias, yo te llevo. Pagar medio millón de dólares por una expedición, no era problema. Ellos tenían el dinero, se les caía de los bolsillos, y sobre todo los nepalíes, los primos pobres de los hindúes, estaban dispuestos a todo, con tal de quedarse con esas divisas frescas. Fueron los sherpas, los guías nativos para concretar la temeraria ascensión, los que más se opusieron a cualquier tipo de regulación que desincentivara el negocio del Everest. Tenían un argumento convincente: si se van los turistas, nos moriremos de hambre. Es el eterno drama que promueve el capitalismo: desestructura modos de vida tradicionales, corrompe y contamina a las personas creando necesidades ficticias, luego: tú no sabes vivir de otra manera si los muy cínicos no te tiran una moneda, ni se acuestan con tu hija, si no te vomitan en la puerta de tu casa que ahora tiene un cartel delante que dice: BAR. Así y todo, se sabe, los sherpas se llevan una ínfima parte del negocio global: la gran tajada es para los operadores turísticos que están en Nueva York o en Sydney.

Fue así que el Everest, otrora montaña sagrada para budistas e hinduistas, se volvió un gigantesco basurero y un inverosímil cementerio, ya que con el auge de la escalada comercial, se multiplicaron las muertes por accidentes de manera dramática. Como siempre, los primeros relatos de lo que empezaba a suceder en el Everest, escandalizaban y causaban noticia. Luego, como todo en este mundo despiadado e híper veloz, se normalizó. Ya pocos hablan de los cadáveres que nadie recoge de los hielos, ni de las toneladas de porquerías que dejan atrás los nuevos montañistas, a los cuales el misticismo y la espiritualidad de la montaña les importan un carajo.

Cuando los continentes empezaron a separarse de sus núcleos originales, lo que hoy conocemos como el Subcontinente Indio (la India propiamente dicha, Pakistán, Bangladesh y una parte de Nepal) era parte de la Antártida, y setenta millones de años atrás, se desprendió de ella y empezó a mover en dirección a Asia, a lo que hoy es el Tíbet y el resto del centro del continente.

Cuarenta millones de años atrás, ese pedazo de la Antártida terminó de atravesar el océano y colisionó con Asia pero deslizándose por debajo de sus orillas. Este cataclismo colosal, fue lo que alzó a los macizos montañosos más alto de todo el orbe: el Himalaya y el Karakorum, donde está el K2, la segunda montaña más elevada después del Everest.

Esta colisión alucinante nunca ha cesado de producirse, la India sigue avanzando hacia el corazón de Asia y en el centro del centro de ese avance, de esa colisión permanente, de esa violencia geológica perpetua, está Nepal.

De allí, el terremoto que acaba de devastarlo, y que seguirán produciéndose, como en la costa del Pacífico americano, otro de los sitios del mundo donde la geología sigue viva.

Signo de los tiempos, los primeros testimonios de la catástrofe no vinieron de las miles de víctimas de Katmandú –que son pobres y mueren como siempre, desolados y olvidados, con sismos o sin sismos-, sino que vinieron de los escaladores, de los cientos, miles, que se hallaban al momento del terremoto ascendiendo o esperando ascender al Everest.

Las descripciones de las avalanchas de nieve y hielo que se precipitaron montaña abajo producto del movimiento descontrolado de la corteza terrestre son apocalípticas, estremecedoras. Algunos hablaron de “un mensaje de la montaña”, de que la montaña “no quiere ser subida”.

Cuando arreciaron las muertes por efecto de la mercantilización de la subida al Everest, se armó un tibio debate entre los defensores de la pureza de la escalada y los otros, los que insistían que eso, subir a la montaña más alta del mundo, era simplemente un negocio. Vos pagabas, vos subías.

Lo más atrevido que se animaron a proponer los puristas fue que se prohibiera el uso de oxigeno extra, y que ello desanimaría a la mayoría. A nadie se le ocurrió reflexionar sobre el hecho mismo de sí la cumbre de la Diosa Madre del Mundo[1] debía seguir siendo profanada. Desde ya, no sólo no se aprobó ninguna prohibición, sino que, hoy por hoy, la trepada se ha estandarizado, y con unos 80 mil dólares, pagas, subes y te tomas la bendita foto. 60.000 personas intentan hacer cumbre por año, unas 700.000 pululan temporalmente el campamento base, cuyo camino de aproximación, se ha poblado de cibercafés y de cantinas. La deforestación del lugar es evidente. El motivo: los turistas quieren bañarse y los arboles proveen la leña que sirve para calentarles el agua.

Hasta hoy que escribo este texto, se ha informado que 18 escaladores había muerto en el Everest, producto de los deslizamientos de hielo. Otras fuentes ya hablan de más de 200 escaladores y turistas desaparecidos. Oren por ellos y por todas las victimas desconocidas del terremoto. Oren por Nepal. Oren también para que la locura de ese mundo post industrial, que está empeñado en terminar la tarea de desacralizar y desencantar la Tierra, amaine o cese, se esfume o se pierda, caiga dentro de una grieta, y se olvide para siempre.

Río Abajo, 27 de abril de 2015

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ESTRELLANDO AVIONES

Pablo Cingolani

La película se llama El vuelo y la protagoniza Denzel Washington.

Como en Hombre en llamas, el bueno de Denzel hace de borracho: en ésta, hace de borracho guardaespaldas de la hija de un narco mexicano; en la otra, hace de borracho piloto de avión, héroe y villano en ambas.

El vuelo la dirige Zemeckis, como Petersen o como el desaforado  de Emmerich, todos cultores del cine catástrofe versión siglo XXI. A veces, hay que agarrarse de la butaca o donde se pueda, si tenés el estomago para ver sus películas.
Pero El vuelo, ahora que están de moda las noticias de desastres aéreos, es una película con final feliz, redentor, pedagógico digamos. Para ellos, siempre a favor de ellos.

El tipo, el piloto de la película, vive a pura conga: sexo, drogas y alcohol y dale salí de la cama y vestite que me tengo que ir al aeropuerto.

Arriba, a once mil metros de altura, el avión –ese invento contra natura de los hombres, desafiando a los pájaros y a los dioses- sufre un desperfecto técnico y empieza a caer en picada.

Denzel, el piloto ficticio, necesitó una cosa para estabilizar a la máquina, necesitaba estabilizarse el mismo y lo logra a puro trago: le empuja, dentro del ave de metal, unas botellitas de vodka que luego serán la prueba para su condena judicial.

El avión se salva, se salvan los pasajeros, pero el piloto no. Es un borracho, y un borracho no puede ser salvado, nunca. Héroe y villano: la doble moral del sistema, el modelo ético que impone la penetración cultural. Todos somos malos: nosotros, solamente nosotros, decimos quiénes son y cómo deben ser los buenos. Eso es Hollywood, algo más potente, dados estos tiempos de auge tecnológico, que la CIA o la NSA, tan promocionada vía Snowden.

Piloto ebrio a la cárcel, así su destreza en el vuelo, salvase vidas: la industria aeronáutica, esa que nos atormenta cada vez más con precios por las nubes, incomodidades evidentes y controles insensatos desde que unos aviones se estrellaron contra unas torres símbolo de la ciudad de Nueva York y el imperialismo que las rodeaba, debe salvarse. Sólo ella. Sólo ellos. Como sea.

El caso Lubitz, no lo duden, alguna vez volverá a pasar pero esta vez como película. Y el film, salvará a Santa Lufthansa, la empresa de aviación civil alemana que colaboró con los nazis, reparaba sus aviones militares y, cobrando por ello, usaba mano de obra forzada (esclava)  para esas tareas. Los nazis de Hitler perdieron la guerra, pero ellos no. No van a perder, no están perdiendo con toda esa novela neurótica del copiloto loco, el tal Lubitz.

Un botón para la soberbia: acabo de escuchar una noticia que decía que el presidente de Lufthansa declaró que el caso del kamikaze alemán que trabajaba en su empresa y le estrelló un avión en una montaña de los Alpes, era un caso aislado, ya que sus pilotos “son los mejores del mundo”. Eso mismo decía Adolfo Hitler de todo lo que fuera teutón, ario, bávaro: somos los mejores, somos superiores.

El cinismo y la inmoralidad del presidente de Lufthansa, asquean. Ojalá subleven, pero eso es mucho pedir.

Un Charly García alemán podría escribir un nuevo hit musical, una variación del clásico Demoliendo Hoteles. La letra diría así: yo trabajaba en Lufthansa/ y odiaba a la humanidad… hoy paso el tiempo/ estrellando aviones…

El  norte del mundo está, cada vez,  más desquiciado y desquiciante. No nos contagiemos.

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HA MUERTO PINO DANIELE

Pablo Cingolani

Pino Daniele supo combinar la “forza” musical y existencial napolitana —si, del mismo Nápoles de Diego, del Nápoli milagroso de Maradona— con el blues y el jazz del mundo contemporáneo y así, marcó una época, desde el sur, desde el menospreciado sur peninsular —el sur pobre y “mafioso” frente al pretendido norte industrial y “decente” de los poderosos como Berlusconi—, en la música y el arte de Italia —sí, de la misma Italia de Leonardo, Miguel Ángel, Verdi, el Dante, Leopardi y Pasolini, entre tantos otros genios creativos. Pino Daniele acaba de morir, a sus escasos 59 años.
 
Pino supo dejar una marca propia en la música popular del siglo XX no sólo en Italia sino también en nuestros corazones. Al menos en el corazón de Jorge Lucero —mi amigo, quien me avisó de la partida de Pino vía correo electrónico desde Argentina— y el mío, mi propio corazón.
 
Pino supo, como Javier Martínez o Spinetta o Los Jaivas o Wara, traducir con actitud y lenguaje propio el aluvión musical más profundamente poético de toda la historia humana: la música de los negros esclavos del Mississippi  que siempre fue el blues del desgarro por África, y luego fue jazz y su hijo más querido: el rock and roll.
 
Y nosotros, con Lucero, cuando éramos tremendamente changos, escuchábamos esas músicas todo el santo día, no escuchábamos en realidad, vivíamos dentro de ella, de esas músicas y de tantas otras como Piazzola o Steely Dan, como Caetano o Ney Matogrosso o como Atahualpa Yupanqui o la Suna Rocha, porque todo era música.
 
A esa edad, nuestra vida era música, la vida era magia: ese es el derecho fundamental que deberían tener todos los jóvenes. No a un empleo como antídoto, no a estudiar en vano, sino a la vida como cura, a la vida como música, como expresividad, como creación de belleza y de vida, que es lo mismo.
 
Pino Daniele fue parte de esa misma secuencia de la película, fue parte de ese momento trascendental de la vida, ese momento, digo trascendental, porque es un momento de parto, de manifestación de la voluntad, de alumbramiento: es cuando decidís (o empezás a decidir y a sentir) qué cosa querés y que cosa no querés de la vida. Nosotros, así lo sentíamos y así también lo peleamos: queríamos música, música para toda la vida, rock and roll desde ya pero también todas las otras músicas; Pino, el que ha partido, incluido.
 
Opción preferencial por la diversidad. Elección conciente de la libertad como manera de relacionarse con el mundo. Fe, profunda fe, en el hallazgo, en el encuentro, en la búsqueda. Pasión por el camino donde se descubre la diversidad, donde se afirma la libertad, donde se prueba y se fortalece la fe.
 
La fórmula se probó exitosa: las circunstancias nos han separado con Jorge —yo vivo en Bolivia, el está allá— pero las decisiones de/vidas y la música nos han unido siempre —one Lord, one life, un dios, una vida, aullaría Bono, y se sabe: cuando elegís un camino propio, como el que eligió Pino, cuando vas por ese camino, y seguís derechito aunque te asustés, aunque dudés, como diría Sixto Palavecino, siempre, siempre pero siempre te alumbra lo más fundamental de todo, lo más sensible y lo más decisivo: te ilumina el destino.
 
El destino es siempre padre, madre, hermano mayor, cerro guía, apacheta, abuelo, abuela, pueblo, continente, amigo, el destino es amigo de todos los que se animen a encararlo.
 
Han querido enfrentar a destino y libertad, pero quienes lo han intentado son hombres de hondo egoísmo, son intelectuales en suma. Destino siempre se conjuga y se conjugará siempre con libertad si existe fe de por medio, si existe pasión como cauce y si existe amor como combustible vital y como consecuencia de la marcha, de la travesía permanente que es la vida. Eso es así pero sólo es así si la fe, la pasión y el amor son genuinos.
 
Genuino, no trucho, genuino, es decir honesto, genuino, valga la insistencia: real, gozosamente real, como lo fue el difunto Pino, o Jimi Hendrix o Roberto Godofredo Arlt.
 
Frente al fallecimiento de un ser inspirador —un ser que nos electrizó con su música, un ser que supo hacer arte combinando lo local con lo universal sin volverse comercial, sin seguir estereotipos marcados por el mercado global del espectáculo, es decir por el mismo y puto imperialismo de siempre—, uno se conmueve.
 
Uno se conmueve porque quien murió, no sólo es un músico del carajo que nos hizo felices tantas veces —toda una vida, toda una toma de decisión acerca de lo que es o debe ser la vida—, uno se conmueve porque el que se fue a las estrellas es un compañero del camino, es un hermano en el desierto y en el oasis, es un hombre que te acompañó en tu derrotero para llegar a ser eso mismo: uno en el mundo, uno con el mundo, uno –incluso- más allá del mundo, porque es bueno que se remarque: todos morimos, todos vamos a morir y ese mas allá, insondable y próximo, cercano e irremediablemente doloroso, también es cuestión de fe, de actitud, de pasión por vivir y por vivirlo, cuando te llegue la hora.
 
Esto que escribo, si lo pensás bien, te libera de una de las cadenas de este mundo aborrecible dominado por el capitalismo: no tener dinero. Lo que verdaderamente no hay que tener en este mundo desalmado es una sola cosa: no hay que tener miedo.
 
No hay que tener miedo de vivir y de vivirlo, no hay que tener miedo a la música, a los árboles, a la lluvia, a la pareja, al amanecer que siempre te sonríe. Cuidado que algún día, tengas dinero, e igual te olvides de vivir, igual te olvides de la magia.
 
Decía otro compañero que ya murió hace un tiempo, un compañero que se llamaba Federico (Moura) Nietzsche: no hay porque arrojar lejos de uno al héroe que todos llevamos dentro. Más o menos así, más o menos de eso se trata la fe, se trata la pasión y se trata el amor (de eso también se trataba algo que llamábamos con humildad y compromiso, militancia).
 
Buen viaje y eternamente, querido Pino. Parafraseando a los Stones: era sólo tú música, era sólo tu audacia, pero me gusta, claro que me gusta!

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ADIÓS LAGO POOPÓ

Pablo Cingolani

El barro lo atrapó. Mientras miles de tentáculos invisibles lo jalan hacia abajo, mientras se hunde, se va hundiendo sin pausa y sin remedio, el hombre confía, el hombre se confía: voy a salir, se dice para adentro, en medio de la soledad total que lo rodea, aunque él la conoce bien: es su soledad.
 
Diez mil pasos lo separan de la orilla. Diez mil pasos lo separan de tierra firme y el lugar donde el barro salino y movedizo se lo traga, se lo está tragando. El hombre se recrimina: ¿por qué carajo tomé este atajo?
 
La historia es memorable. Un hombre, un comunario de Llapallapani, un Uru, un pescador dice la noticia[1] aunque debería decir un ex pescador, navega el lago Poopó en una barca improvisada de calamina y madera. Va en busca de sus herramientas (¿de labranza?). Cuando quiere regresar, toma un desvío, y ¡zas! se friega y se enfanga y queda atrapado a diez kilómetros de la orilla. El motivo, según explicó el corregidor Quispe, fue que “al medio [del lago] se ha acabado el agua”.
 
La historia es dura, sufrida. El hombre se llama Eulogio Ríos (¡qué ironía!) e intentó librarse del barro por sus propios medios pero la salinidad de las aguas, le dañó los pies. Se quedó solo, sin comida y sin poder moverse en medio de la soledad total que lo rodeaba. Su propia soledad, la soledad de su pueblo, la soledad de un mundo que no sabe o no quiere entender que el mundo de los Urus está muriendo, está desapareciendo.
 
La historia es paradójica: un Uru de cinco mil años de domar las aguas y las alturas se queda atrapado (y casi muere) por que en las alturas, el agua se está acabando, ya no es agua: es barro. Lo más paradójico de todo es que a este hombre, a Eulogio, lo salvan un (su) teléfono celular y un helicóptero (no suyo, del gobierno). Me alegro por él, por el Eulogio, por su esposa y sus siete hijos que lo esperaban desesperados en Llapallapani. No me alegro por la tecnología, no puedo alegrarme.
 
La historia es triste, es tristísima. El lago Poopó se está secando y se está muriendo. Muerte por cinc. Muerte por cadmio. Muerte por contaminación minera. Muerte por cambio climático. A fines del año pasado, hubo tanta mortandad de peces y de aves, que ya huele a lo que los estudios científicos predicen: muerte anunciada, apocalipsis lacustre, adiós lago Poopó, nuestro propio Mar de Aral.
 
El celular sirvió para que Eulogio se comunicase y salvase su vida. Pero, ¿cómo hace el lago Poopó para comunicar que se está extinguiendo, que se está agotando, que ya no puede más? ¿A quién disca, con quien habla?
 
El helicóptero sirvió para ayudar a un Eulogio con arnés provisto por los bomberos de Oruro a salir de la trampa mortal donde había caído. ¿Quién ayuda al Lago Poopó?  ¿Quién lo rescata de su agonía?
 
Mi corazón me dicta una verdad terrible: no hay arnés, no hay bomberos, no hay ni siquiera esperanza.

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UN BLUES POR ERNESTO LOYOLA

Pablo Cingolani

Esos años de bohemia inclemente, conocí a Ernesto Loyola.

Ernesto era una máquina sensible de tocar la guitarra con buen gusto, con sofisticación, con una elegancia extrema. Tantas noches en el bar Matheus, justo al lado de la embajada peruana.

Ernesto era peruano del Perú, y no sé, ni me acuerdo porqué había recalado aquí. Ni yo me acuerdo porqué. Nuestros caminos se cruzaron el 89, el 90, por ahí, esos años de casi el fin de la bohemia, aquí, en La Paz.

Ernesto tocaba de todo, y lo hacía todo bien, pero sobre todo le metía al jazz, mucho jazz, y blues.
No me acuerdo bien pero su leyenda decía que venía de California, de Berkley, de zapar con los grandes.
Era nuestro pequeño gran Jeff Beck.

Llegaba la noche del jueves y no fallaba: Ernesto Loyola ponía la música, vos te procurabas whisky o lo que sea, y lo ibas a escuchar, y no fallaba, te juro por Dios, que no fallaba.

Estabas en el medio de un hueco del altiplano, colgado del cielo, y escuchabas la santa música negra de los santos negros, interpretada por Loyola, que era mulato, costeño, un músico de sangre, un místico de la guitarra, y te elevabas más, te elevabas.

Y la vida se sentía mejor, se sentía más suave, porque había esa química que ni te cuento.
Y la noche se acababa siempre pronto porque con los blues del Ernesto, la noche se arrechaba y se volvía día.
Y amanecías con tanto jazz en las venas, que te sentías tan fuerte como el Illimani y sabías, como sabía Ernesto, que volar era cuestión de elección, de amor, no sólo asunto de aves o de aviones.

Anoté amor: Ernesto era eso: un amor desmedido por la música.
Eras feliz escuchándolo porque lo sentías así: el era un tipo feliz cuando tocaba sus blues.

Una vez, nos juntamos todos en una casa.
A puro día, la cara limpia, sin resacas.
Y Ernesto se puso a hacer un cebiche que hasta hoy lo recuerdo, hasta hoy lo recordé cuando me desperté, como presintiendo algo. Porque hoy me enteré que Ernesto Loyola, simplemente, se había ido, partido, se fue del mundo de los vivos.

Tantos amigos que están partiendo, mi Dios.

Tanta tristeza.

Comimos ese cebiche bien regado de vinos tintos y Ernesto se puso a tocar valsecitos, música de su Perú. Después, escuchamos dos casetes que había portado el Bati en su mochila, recién salidos, fresquitos: New York de Lou Reed y el primer disco de los Cowboy Junkies.

Uno podía sentir que éramos invencibles.

Que el arte nos embellecía la vida, nos curaba la vida, que no había manera de desmentirnos.
Pero lo mataron a Roby, y volvimos a entender que la vida, la puta vida, también seguía siendo dolor, y tristeza y ese vacío que te dejan los muertos.

Como el que siento ahora por vos, querido Ernesto.
(El mismo que sigo sintiendo por vos, Ricardo)

Ernesto Loyola me llenó de música y se lo agradeceré siempre. Ernesto Loyola me alegró la vida y eso nunca se lo podré devolver salvo en gratitud, salvo en virtud, salvo en saber que su recuerdo seguirá vivo, al menos para mí, al menos dentro mío.

Que en Paz Descanses, mi hermano, al lado de Jimi Hendrix y de todos los músicos apasionados, como vos supiste ser.

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88 MIL CONTRA 2

Pablo Cingolani

Listo: Francia ya lavó la afrenta que dos de sus propios ciudadanos le habían lanzado, sin saber que Francia es Francia y que Francia siempre tiene que ganar, así sea 88 mil contra 2.  ¡Qué machos, che! ¡Qué bien que la democracia francesa se defienda, matando a los que habían matado, en un combate parejito: 88 mil contra 2. Eso habla muy bien de la seguridad nacional y la defensa francesa y de cómo, ahora sí, ya no van a repetir los “errores” que cometieron en Vietnam, en Argelia, en cada sitio del mundo donde el colonialismo francés hubiera querido que las cosas fueran como fueron ahora: 88 mil contra 2. Eso sí que es igualdad, como se proclamó en 1789.

La verdad es que repugna el bombardeo mediático sobre el caso de estos muchachos de la revista satírica, su muerte violenta y su consecuencia: la persecución y muerte de sus ejecutores. Si a vos te dicen que tu madre es una puta, tal vez pensás que el que te lo dice está loco, y lo dejás pasar. Si te lo dice dos veces, lo mismo. ¿Y si te lo dice en tu cara noventa veces, mil veces? ¿Qué hacés? ¿Vas a los tribunales a denunciarlo por calumnias e infamias? Creo muy sinceramente que eso está haciendo Occidente contra los islámicos, creo que eso le estamos haciendo a los hermanos islámicos: diciéndoles una y otra vez en su cara que son basura, que son una mierda, que les vamos a volver a romper el culo como se lo rompimos –quién sino los maestros franceses- en la batalla de Poitiers. 

Algo habrá que hacer para promover la tolerancia y el respeto entre culturas y religiones pero orinándonos de risa de lo que ellos, los islámicos, consideran sagrado, está claro que lo único que conseguimos en seguir abonando el ejercicio brutal de los dominadores globales: hoy es Francia, la gloriosa Francia de la victoria ideal: 88 mil contra 2, hasta ayer eran los yanquis que invadieron Afganistán, que invadieron Irak, que invadieron Libia para que el humor “libre” siga encontrando ilusos que lo justifiquen. ¡Viva Francia, carajo! ¡Qué hermosa lección de justicia! ¡88 mil contra 2! ¡Cómo no pudieron en Argelia, cómo no lo lograron en Vietnam!

Pablo Cingolani
Río Abajo- Bolivia, 9 de enero de 2015

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FLORA Y FAUNA: LA VIZCACHA

Pablo Cingolani

Si vas por las cordilleras, si se te sumerges en sus soledades, allí estará ella: vigía deslumbrante cuando el sol la abraza y la dora y ella brilla como un extraño diamante extraviado entre las peñas.

Si vas por esos páramos, el cóndor te invade con su soberbia sombra y algo te inquieta, algo te perturba; en cambio ella te apacigua, desvanece tu cansancio, descansa tus ojos de tanta imponencia.

La vizcacha es un ser amable: combina su estar zen que te desintoxica el alma con un aura circense. Cuando la vizcacha se mueve, se inicia el espectáculo. El mundo se mueve con ella, el mundo se mueve detrás de ella.
 
* * *
 
Vivo rodeado de vizcachas. Animales elusivos, si los hay. Animales que provocan admiración, una emoción genuina, una magia vertical tan atrapante que te eleva con ella: contemplar a una vizcacha trepando un risco es algo que maravilla y desafía toda lógica.

Las vizcachas son seres cargados de una elasticidad que abruma: provocan verdadero gusto verlas saltar, verlas desafiar el aire, suplantar el vacío, llenar toda la escena con su plástica esencial, su velocidad de vértigo, su presencia decidida.

Habitante de las rocas, las oquedades y los abismos, la vizcacha me causa tal simpatía que siempre anhelo encontrarla. Sucede siempre de improviso, cuando amanece, cuando atardece, y las veo en su quietud o en su ascensión perfecta, y no dejo de celebrarlas y proclamarlas monarcas de su reino mimético, sus dominios de piedra.
La gente asusta a las vizcachas y por eso, cada vez se ven menos. Pero yo se que están y siempre hay ocasión para comprobarlo.

Extraño diseño el del animalito, como si el día de su creación el dios cordillerano que las crió tuviese algún capricho o anduviese en pedo: tiene algo de canguro, algo de liebre, algo de ardilla, algo de ave, algo indescifrable. Algo que sólo puede definirse como vizcacha.
 
* * *
 
El lugar donde vivo es una inmensa vizcachera: cada hueco puede estar amparando a una. En los abruptos barrancos que caen al frente de la casa, no habita nadie humano, no hay nada más que arenisca y alguna acacia, retamas y líquenes y peñascos donde se posan halcones. Y aunque no las veo –o las veo muy de vez en cuando- sé que hay cientos de vizcachas morando desde aquí hasta abajo, hasta el río.

Las vizcachas son mis vecinas. Suelo dejar caer por ahí apios, lechugas y zanahorias: tal vez se antojan, tal vez se lo coman los pájaros o las hormigas. No importa: si quiero creer que alguna vizcacha se deleita con un puerro o cebolla verde, pues lo creo y eso me hace feliz.

La vizcacha es un regalo divino. Disfruto más viéndolas correr a ellas que a Usain Bolt. Es obvio: la gracia, la destreza, el don, el ejercicio del don por parte de ella es mucho más pleno e impactante que ver afanarse a seis afiebrados siguiendo una línea, buscando cortar primero una cinta.

Los atletas, muchacho, reciben aplausos y medallas por ello. La televisión los glorifica. La vizcacha es un bicho olvidado, menospreciado, carente del magnetismo que tienen los atletas profesionales y otros animales.

Sin embargo, y a pesar de todo, hay algo conmovedor en extremo en ese ser y estar de la vizcacha. Hay algo que la vuelve singular, que la convierte en una prueba sublime de la diversidad y la belleza del mundo.

Los saltos de la vizcacha son imposibles, están fuera de toda clasificación, lejos de cualquier comparación. Esa virtud se vuelve guía. Si vas por las cordilleras, si caminas los valles, busca a la vizcacha. Contemplarla tomando el sol te restituye la serenidad inicial, el intenso silencio de la esfinge que acaba aboliendo el dolor y las penas. Verla trepando te convence de que todo es posible. ¡El mundo es tuyo, vizcacha querida! Verla trepar te alienta y te consuela. Vuelves a respirar, sonríes y sigues tu marcha. ¿Qué mejor recompensa puedes pedirle a la vida?

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LA IMAGEN DEL MUNDO (SIGLO XIII)

Pablo Cingolani

Esta es la historia de un monje y de un mapa. La historia es así: un monje dibuja un  mapa, un mapa del mundo. Lo traza, lo va trazando con paciencia infinita y humor que conmueve, tensando en la tela cada uno de los relatos que los viajeros, que acuden hasta él, vienen a narrarle.

El monje no sale de su convento, donde está su celda, el comedor donde almuerza con los demás frailes y un huerto donde planta tomates, berros y albahaca. Hay algo más. El convento se levanta en una isla, a orillas de un mar, el Adriático, y cerca de una ciudad, Venecia, que esos días, donde el monje teje y teje su mapa y recibe a sus visitantes, no es sólo una ciudad: es el centro del mundo.

Mejor sería decir: es el centro de un mundo, pero es el nervio de ese mundo que se lanza a los otros mundos, a sus capitales y a sus confines, y desde allí es de donde arriban los viajeros y sus historias, la masa y la levadura con la cual el monje va componiendo su obra, va dibujando su mapa.

Hay algo más aún: hay vino en la isla. La bodega del monasterio no sólo guarda los mejores caldos del ducado, sino que –por esa misma condición ya aludida-, hay toneles que llegan desde el Ródano e incluso desde Iberia y la Grecia: no falta nunca con qué libar. Y el fraile siempre tiene una copa presta para ofrecer al recién llegado, al viajero sediento de contar.

Así era, y esta parte de la historia es fundamental: era así que los que peregrinaban desiertos y mares, ansiosos de compartir, entusiasmados por el vino, se lanzaban de nuevo a la aventura, volvían a navegar los siete océanos, volvían a ver las mezquitas de Ormuz, volvían a padecer las arenas del Gobi, pero lo volvían a hacer en esa danza poética que ocurre cuando bailan juntas la memoria y la embriaguez.

Sucedía entonces que si el mundo era previamente bello, se tornaba más bello aún y más cargado de esplendores y de dichas. Sucedía de tal manera que si las circunstancias eran de por sí terribles o tortuosas, devenían más despiadadas y mas insufribles que nunca. Entonces, la tarea del monje se volvía peligrosa y, hay que decirlo tal cual: casi imposible.

Pensó en quitarles el vino a los capitanes y los caminantes pero luego advirtió que el líquido no solamente lubricaba la verba sino que despejaba el alma y la transmutaba en una más pura y más dispuesta, en un alma despojada y concentrada en el afán de transmitir, de emocionar, de convencer. El vino, en suma, promovía la fe.

El vino liberaba a los visitantes de las ataduras y los rigores y las fatalidades del viaje pero sobre todo de los amarres, las desdichas y los errores de sí mismos y los devolvía a un espacio íntimo –como la celda del monje en la isla adriática- donde lo mejor y lo peor de cada quien podía encontrar un lugar, y reflejarse y brillar u opacarse sin remedio.

Eso lo fue masticando y entendiendo el monje y fue así que un día culminó su mapa y lo envió a su superior que a su vez lo remitiría al Papa, pero lo hizo con una nota (que aún subiste en la sección pública de los Archivos Vaticanos, donde fue que la leí y la copié) y que decía: “S.S., mi reverendísimo Papa de la Cristiandad: envío el mapa que se me encomendó hacer pero debo advertirle que he comprobado que hay tantos mapas como seres humanos que se animen a mirar al mundo”.

El monje había dicho una verdad eterna: los ríos del mundo, las montañas del mundo, las piedras y las pagodas, están ahí pero su efecto, su luz o su terror, dependen de quien las sienta. El monje había hecho este hallazgo: hay un solo mundo pero la imagen del mundo, el sentimiento del mundo, su alegría o su pesar, es infinito.

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TODOS SOMOS REHENES DE LOS YANQUIS

Pablo Cingolani

Lo que ha sucedido con el Presidente Evo Morales en su vuelo de retorno a Bolivia desde Moscú, causa estupor por los componentes específicos de esta nueva tramoya imperialista, pero no puede causar sorpresa porque esas acciones de agresión permanente e injustificada de los Estados Unidos de Norteamérica contra los pueblos del mundo son la norma y no la excepción del proceder de este país, sus fuerzas armadas y sus agencias de inteligencia.

El hecho evidente, en el caso que tuvo por protagonista a Evo, es que ese poder imperialista ya parece no tener límites a la hora de actuar de manera impune, violando todos los tratados internacionales y usando a terceros países como títeres de sus decisiones.

El mensaje que se puede leer entrelíneas del grave incidente que provocaron contra Evo es que no sólo el presidente boliviano fue rehén por más de medio día de los abusos y atropellos que cometen los norteamericanos, sino que, en los hechos, todos somos sus rehenes, la humanidad entera se ha vuelto un rehén de sus políticas de injerencia, que a cada rato, estallan y se descarnan de manera virulenta, con extrema agresividad y un vil menosprecio a todos los valores de convivencia universal, la vida de las personas, los derechos humanos y la soberanía de las naciones.

El desenfreno imperialista parece desbocado y Obama, el presidente más decorativo de la historia norteamericana, funcional al complejo militar-industrial como ningún otro primer mandatario yanqui que recordemos. Que ese poder se ponga tan nervioso y actúe de manera tan inmoral porque uno de sus operadores de inteligencia se les haya dado la vuelta, no sólo muestra descomposición, sino que augura nuevos males, nuevas intervenciones, nuevas calamidades a la humanidad.

Es evidente que desde el 11 de septiembre de 2001, los Estados Unidos de Norteamérica, Yanquilandia, entraron en una época de victimización autoproclamada, y legitimada a coro por todos sus aliados planetarios, que sirvió de plataforma para una impunidad escandalosa y que es impensable predecir cómo terminará.

Su unilateral declaratoria de “guerra contra el terrorismo” –que la llevó a invadir Afganistán, Irak y Libia, con centenares de miles de muertos civiles-, ya no quedan dudas que fue su tapadera llorosa para ir detrás del petróleo, por el cual el capitalismo norteamericano siempre ha inventado guerras (la del Chaco, entre nosotros), ha matado y seguirá matando.

Ahora, dentro de esta vorágine de terror y locura –que algunos insensatos consideran normal dentro de un mundo desmovilizado y narcotizado frente a la prepotencia del más poderoso-, desde adentro de las entrañas del monstruo, es desde donde han surgido las denuncias de espionaje global, la guerra por otros medios.

¿Cuándo y cómo terminará  toda esta demencia impulsada por los yanquis? ¿Cuántos abusos y cuanto más dolor habrá que soportar?

Hoy, 4 de julio, el mundo debería, al menos, reflexionar.

Río Abajo, 4 de julio de 2013

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TODO POR LA PATRIA

Pablo Cingolani

El próximo 20 de junio se conmemorará el 193 aniversario del paso a la inmortalidad de Manuel Belgrano, un hombre que enlaza la historia de Argentina y Bolivia, un hombre que es un espejo indispensable donde mirarnos, de manera especial aquellos que creemos en la Patria Grande. Aquí sigue una crónica —no rigurosa pero sí apasionada— de su vida.

Manuel Joaquín del Corazón de Jesús Belgrano nació en el puerto de Santa María de los Buenos Aires el 3 de junio de 1770. Murió en la misma ciudad que lo vio nacer cincuenta años, dieciséis días y siete horas después. Ese día, 20 de junio de 1820, la ciudad se debatía en la anarquía, producto del inicio de las guerras civiles que por más de medio siglo enfrentarían a argentinos contra argentinos, la mayoría de las veces a las autoridades de Buenos Aires con los pueblos del interior. Ese día, 193 años atrás, gobernaban en la capital argentina, tres autoridades diferentes. A nadie le importó que Manuel Joaquín del Corazón de Jesús se muriera. A nadie le importó que Belgrano se muriera, así fuera uno de los adalides de esa libertad que —a diez años de nacida— ya comenzaba a desangrarse…

La vida de Belgrano merece ser contada. A los 24 años fue nombrado Secretario Perpetuo del Consulado en Buenos Aires. Era un cargo muy apetecible para cualquiera que quisiese vivir a la sombra de la añosa burocracia colonial española en América, tomando en cuenta que en el puerto rioplatense predominaba la actividad mercantil, e incluso él mismo Belgrano era hijo de un próspero comerciante de origen genovés. Antes, había estudiado latín y filosofía y se había graduado de abogado en la Universidad de Salamanca. Pero, los tiempos estaban cambiando.

Los ingleses invadieron Buenos Aires en 1806. Las tropas estaban al mando del general Beresford. La capital del Virreynato  se consternó pero no mucho: “eran todos comerciantes españoles —escribió Manuel Joaquín en su Autobiografía— y exceptuando uno que otro, nada sabían más que su comercio monopolista, a saber, comprar por cuatro para vender por ocho con toda seguridad”.

El Virrey había huido al interior. Belgrano propuso a su corporación que ante la ocupación del puerto por tropas extranjeras, la autoridad mayor fuera de la capital y dado que el Consulado era una institución representativa de todo el Virreynato, “debía yo salir con el Archivo y sellos adonde estuviese el Virrey, para establecerlo (al Consulado) donde él, y el comercio del Virreynato resolviese”. Los comerciantes —que “no conoce(n) más Patria, ni más Rey, ni más religión que su propio interés”, según anotó el abogado— acudieron prestos a jurar obediencia a su Majestad Británica y lealtad a la corona inglesa. Belgrano, no. Se negó a pesar de los esfuerzos de Beresford para convencerlo. “Procuré salir de Buenos Aires, casi como fugado, porque el General se había propuesto que yo prestase el juramento, y pasé a vivir en la Capilla de Mercedes”.

Eran los años donde la globalización de la mano del imperialismo inglés tenía una política excluyente: comercio libre. Años después, Belgrano defendería los derechos de los productores de tocuyos de Cochabamba frente a la arremetida imperial de querer vestir con sus casimires de Sheffield a todo el mundo. Esas posiciones son el germen del nacionalismo económico latinoamericano. Luego, empezaría la guerra.

“Una guerra revolucionaria rescata a muchos raros caracteres de la oscuridad, lote común de tantas vidas humildes en las zonas tranquilas de la sociedad”, escribió Joseph Conrad en el primer párrafo de su novela Gaspar Ruiz, cuyo escenario histórico es, precisamente, la Guerra por la Independencia de las colonias españolas de Sud América.

Movimiento colosal por sus alcances territoriales, la guerra anticolonialista sudamericana duró 15 años: Napoleón había invadido España, el recuerdo de las sublevaciones indígenas y su atroz escarmiento, la reciente victoria porteña frente a los británicos y las ideas libertarias de la Revolución Francesa confluyeron para definir los alcances tácticos y estratégicos del enfrentamiento desde el Río de la Plata contra un poder asentado por tres siglos con puño de hierro.
Por todo ello, el grupo inicial de los revolucionarios argentinos entendió una cosa: la guerra era a muerte —no había conciliación posible—, y la guerra era integral y popular: había que liberar a los indios e incorporarlos no sólo a la lucha sino a todos los ámbitos de la vida del país. Hoy, como ayer, siguen siendo ideas revolucionarias.

Belgrano, su primo el también porteño Juan José Castelli y el brigadier Saavedra, el jefe militar del puerto —nacido en la hacienda de Otuyo, Betanzos, Potosí—, fueron los primeros en enterarse de la disolución de la Junta de Sevilla ante el embate de los franceses. Esto precipitó el derrocamiento del Virrey y la formación del primer gobierno propio (y triunfante) de América, el 25 de mayo de 1810.

El 8 de junio, el secretario de Gobierno y Guerra de la llamada Primera Junta, Mariano Moreno (doctorado en San Francisco Xavier de Chuquisaca con una tesis sobre el servicio personal de los indios), dispuso la igualdad jurídica en las fuerzas armadas: “en lo sucesivo no debe haber diferencia entre el militar español y el indio: ambos son iguales y siempre debieron serlo”. Los oficiales indígenas fueron incorporados a los regimientos criollos “con igual opción a los ascensos”.

La división dentro de la Junta era inevitable y siempre ha sido así en los movimientos genuinamente revolucionarios. Moreno era Lenin, Castelli era Trostky, Saavedra era una especie de Stalin: ¿y Belgrano? Manuel Joaquín es, creo, esa rara avis a la que alude Conrad, esas “personas excepcionales” como anota Timothy Mo al final de La redundancia del valor, una novela sobre la resistencia timoresa a la invasión de Indonesia.

“No existen los héroes —sólo personas corrientes a las cuales se les piden cosas extraordinarias en circunstancias terribles”. Belgrano era eso: una persona que por amor, por dignidad y por coraje personal, dio un paso al frente.
Timothy es optimista: “La historia no ha terminado (…) Siempre habrá alguien que dé un paso al frente”. Y así lo hizo: sin órdenes precisas, con poco armamento y con soldados recién reclutados, en agosto de 1810, Belgrano —que no era militar y que nunca lo fue— partió para Paraguay a imponer el orden revolucionario.

La campaña fue desastrosa en lo militar pero fructífera en su legado: en el Reglamento para los Indios de las Misiones, Belgrano proclamó la libertad y la igualdad de los guaraníes de las que fueran las reducciones jesuíticas más importantes de América, a la vez que los habilitaba para ejercer todos los cargos y empleos civiles, políticos, militares y eclesiásticos, algo que recién ahora está comenzando a verificarse en nuestro continente, tras casi dos siglos de lucha contra el racismo y la discriminación de las elites dominantes sudamericanas. Fue otro paso de una revolución que quería ser de verdad.

El 10 de enero de 1811, Castelli ordenó que cada intendencia designe representantes indígenas “para que, convencidos los naturales del interés que toma el gobierno en la mejora de su suerte y recuperación íntegra de sus derechos imprescriptibles, se esfuercen por su parte a trabajar con celo y firmeza en la grande obra de la felicidad general”. La nueva oligarquía les cobraría de su boca, de su pluma y de su acción cada dichosa y bendita palabra.
La política de los revolucionarios de Mayo, con la excepción de Artigas en la Banda Oriental (actual Uruguay) no tiene parangón en la historia continental del siglo XIX. Ramiro Reynaga, un historiador aymara radical, habla así de Castelli: “Insiste en restaurar el Tawantinsuyu, el “imperio incaico” como lo llaman. Busca a los qheswaymaras armados para aliarse con ellos. Es un criollo extraño. Habla con franqueza de los “derechos de los indios” (Tawantinsuyu, 1972).

El 25 de mayo de 1811, primer aniversario del triunfo libertario, Castelli proclamaría la unión fraternal de los criollos con los indios en la mismísima Tiwanaku.

Era demasiado: los “morenistas” fueron desplazados de la Junta. Belgrano fue enjuiciado por la campaña al Paraguay pero ante el tamaño de la injusticia ningún oficial se presentó a declarar. Al hombre que había donado su sueldo para el fortalecimiento del ejército y sus libros para la Biblioteca Nacional recién fundada (por Moreno), sus hombres (y esa fue otra constante en su vida) siempre lo apreciaron y lo respetaron. Saavedra trató de negociar pero Belgrano no transó un pelo: debieron reponerle su grado militar.

Cuando lo hicieron, el abogado que nunca fue militar siguió prestando servicios a lo que más quería: en 1812, en un acto de dignidad (y considerado como una desobediencia por los burócratas de la capital), dotó a las tropas de un motivo más para luchar hasta vencer o morir: creó la bandera argentina.

En agosto de ese año, los españoles ingresaron por la quebrada de Humahuaca, el corredor geográfico que históricamente ha vinculado a las tierras bajas con las tierras bajas del cono sur continental.

Belgrano, el que nunca fue militar, encabezó una medida extrema que la historia conoce como “el éxodo jujeño”. Tierra arrasada: el pueblo de Jujuy lo acompañó, cargando todo lo que pudieron transportar en caballos y en mulas. El resto, cosechas, casas, muebles, fue incendiado. El gobierno le ordenó bajar hasta Córdoba pero Belgrano volvió a desobedecer. La batalla decisiva fue librada en Tucumán el 24 de septiembre de 1812.

“Se tocó a degüello, lanzaron un grito y se precipitaron sobre la línea enemiga que no pudo resistirlos”, contó Lamadrid, uno de los participantes del combate donde los españoles perdieron quinientos hombres y fueron tomados setecientos prisioneros.

El comandante de las tropas vencedoras —que no era un militar— era sí, generoso: perdonó a los rendidos. Anotó Lamadrid en sus memorias: “No recuerdo si fue el general o el Gobierno Supremo quien acordó un escudo de oro a los jefes y oficiales por esta victoria y de paño a la tropa pero bordado con letras de oro, con esta inscripción: ´La Patria a su defensor en Tucumán´”. Fue el gobierno el que otorgó la medalla. El general, el abogado, el patriota sólo pensaba en una sola cosa: la libertad.

Con esa convicción y ese ímpetu, volvió a vencer a los españoles en Salta, a donde hizo jurar a los prisioneros realistas no volver a tomar más las armas contra los ejércitos y el pueblo de la patria, en vez de fusilarlos a todos. Los españoles, no cumplieron con su palabra. Algunos dicen por esto que era un ingenuo y hasta un imprudente.

Lo que sí, insistimos, era generoso: bajó a Buenos Aires y la Asamblea Constituyente del año XIII lo premió con 40.000 pesos por sus victorias. Belgrano los donó para construir escuelas en Tarija, Jujuy, Salta y Tucumán. Luego regresó a la lucha e ingresó al Alto Perú y esos mismos soldados juramentados, mandados por Pezuela, lo vencieron en Vilcapujio y en Ayohuma. Tuvo que retroceder. En la capilla de Titiri, Macha, Potosí, luego se sabría, había dejado oculta en el altar de su iglesia la primera bandera celeste y blanca para que nunca caiga en poder del enemigo.

Hay toda una versión mezquina y regionalista de ese capítulo glorioso de nuestra historia que fue la guerra continental por la Independencia. De un lado y el otro de las actuales absurdas fronteras sudamericanas, se escriben páginas caprichosas, faltas de esa visión integral que animó a los grandes hombres que condujeron la gesta de la liberación del poder colonial. En realidad, nunca les perdonaron una sola cosa: haber sido pro indios, haber abolido tributos y cargas, haber incluso apoyado la idea de la restauración del Tawantinsuyu. El abogado no se amilanó por la derrota, siguió siendo lo que era: un servidor de la Patria. Fue relevado de la jefatura pero antes tuvo el valor de hacer justicia al otorgar el grado de coronel a otro patriota muy especial, una mujer: Juana Azurduy, Flor del Alto Perú/ no hay otro capitán más valiente como tú.

Hoy, nadie pone en duda que en los campos de Tucumán se aseguró el movimiento por la emancipación que se había iniciado en Buenos Aires en 1810. Selló la libertad que fue proclamada soberanamente, como homenaje y como estrategia, en la ciudad del mismo nombre, el 9 de julio de 1816. Allí estaban también los representantes del Alto Perú y el Acta de la Independencia fue traducida al aymara (por Vicente Pazos Kanki) y el quechua (por el chuquisaqueño Serrano), porque de ellos, de los aymaras y de los quechuas, también era la victoria, aunque la guerra seguiría desangrando a las tierras altas por otros 9 años, y en el fragor de los combates morirían casi todos los comandantes guerrilleros de lo que se llamó la Guerra de las Republiquetas (que fue la que en verdad mantuvo la llama de la libertad encendida en la actual Bolivia), y en Salta, emboscarían y asesinarían a Güemes, otro adalid de la lucha libertaria de los pueblos. Artigas, el gran Artigas, sería acosado por los ardides y las traiciones de los del puerto, y partiría al exilio en Paraguay, perseguido, decepcionado y triste, de donde no regresó jamás a su tierra, donde había impulsado la primera reforma agraria de la historia del mundo.

Belgrano, el abogado, el general, el patriota, murió, como la  Juana, como miles de soldados anónimos que dieron lo mejor de sí en los campos de batalla, solo, pobre y olvidado. Fue un 20 de junio de 1820 en la ciudad que lo vio nacer. Solamente uno de los ocho periódicos que circulaban en el puerto, publicó la infausta noticia. La anarquía reinaba. El 27 y 28 de junio se hicieron los funerales en la iglesia de Santo Domingo, cerca de su casa y “asistieron únicamente sus hermanos, sobrinos y algunos amigos”.

193 años después, la historia no ha terminado. Se llamaba Manuel Belgrano. Sólo la gloria puede ser asociada a su nombre. Sólo la gloria, y la Patria. Nunca lo olviden: en el camino de la liberación, siempre habrá alguien que dé un paso al frente.
 
Río Abajo, 11 de junio de 2013

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