Río Abajo

JIMI HENDRIX

Pablo Cingolani

Jimi Hendrix fue el símbolo de una época irrepetible y donde el valor supremo, por el cual se luchó, se vivió y se murió, era la rebeldía en búsqueda de la libertad. Rebeldía contra el sistema, contra el orden establecido, contra el poder dominante, su cultura, su modo de ver el mundo, su hipocresía. Libertad para los cuerpos y para las mentes, libertad espiritual y expresiva, libertad como camino, libertad como sinónimo de vida. Si alguien encarnó esos valores y esos sentimientos, desde el lado más salvaje y más sensible, desde el arte y la actitud, desde la belleza como ideal y meta, ese fue el más grande guitarrista de todos los tiempos, ese fue, sin dudas, Jimi Hendrix.

El mundo estallaba, explotaba, se incendiaba: Vietnam, Argelia, África Negra, Cuba, Nicaragua, Italia, París, Córdoba, Santiago, Panamá: el planeta entero estaba convulsionado por la energía de una generación que desechaba los valores convencionales impuestos por la burguesía, empoderada y empachada tras el auge económico producto del fin de la Segunda Guerra Mundial. El mundo estaba en llamas, y él igual.

Hendrix era como el Che Guevara pero en vez de un fusil, empuñaba una Fender Stratocaster, y su guerrilla sigue golpeando. Su música eran puñados de picante arena sobre el rostro de los necios, eran aguijones lacerando la podrida carne de los poderosos, era viento y tormenta que barrían el desencanto, que te hacían soñar despierto. Hendrix era Rimbaud, era Vallejo, era poesía + electricidad, era robarle a los dueños del mundo su tesoro para derramarlo sobre la gente vuelto rock and roll, vuelto alegría creadora, vuelto felicidad.

En Latinoamérica, los yanquis no sabían cómo parar la ola libertaria, y lanzaban sus alianzas para el progreso y sus cuerpos de paz y sus agentes de la CIA y sus dictaduras para detenerla; pero el mundo bullía, hervía, danzaba y nosotros también: la efervescencia latía en cada esquina, en cada selva, en cada barricada, y la música de ese impulso ascendente pero a la vez horizontal, la música de ese afán de liberación y de justicia, la música de ese terremoto cultural, social y político, la música que define los contornos y la esencia de ese tiempo, es la que interpretaba él, es la música de ese afroamericano universal y artista inmortal que se llamó Jimi Hendrix. Escuchen sí no a Wara setentoso, a Los Jaivas o a Arco Iris, a Pappo o a Divididos, escuchen a Caetano, a Barão Vermelho, a tantos otros y tan nuestros donde la huella chamánica del guitarrista dejó su marca, donde el tajo que abrió Hendrix en la música popular fue alborada, hallazgo y encuentro, porque esa ruptura estética y existencial contra todo lo complaciente y domesticado, agregó tanta intensidad al arte que no alcanza una vida o dos para agradecerlo.

Su música fue la música que había nacido en África, en el África de la magia y de los espíritus del bosque, y que había cruzado el océano a la fuerza en los barcos donde trajeron a sus ancestros cautivos y encadenados para esclavizarlos en América, su música era la que se arraigó y nutrió en los campos de cultivo de algodón, en el trabajo duro, durísimo, en la injusticia y en la humillación, en el dolor y la tragedia, pero también en la esperanza y en las ansias de libertad, también en la fe y en el amor al prójimo, aunque se lo padezca, aunque te martirice.

Fue por eso que esa música, que fusionaba desgarro con redención de la manera más pura, se conoció como blues (lamento) y conquistó el corazón abierto y sensible de la mitad de la humanidad: porque latía tan fuerte como la respiración del planeta, porque era un grito de paz en medio de la guerra, porque era un lazo de comunión y fraternidad entre todos los hombres sencillos y buenos, entre todos los que luchaban, entre todos los que querían creer, confiar, crear.

Y Jimi Hendrix, con su guitarra ritual, con su guitarra mágica, con su guitarra que parecía una extensión eléctrica de su cuerpo ya que estaba enchufada a su corazón, elevó la música, esa música, hasta las estrellas, hasta los confines del universo, hasta las soledades más espantosas del cosmos, para que nos acompañe siempre, nos guíe siempre, nos inspire hasta la eternidad.

Jimi Hendrix fue el héroe musical, existencial, creativo de toda esa épica que envolvió a los sesentas, fue el lado luminoso de la parte más maravillosa de la condición humana: aquella que transmite fe y la energía más sublime de todas, aquella que se empeña, que no se rinde, en su potencial y posibilidades humanas, definitivamente humanas.
Por eso Jimi Hendrix conmueve, por eso electriza, por eso uno nunca se cansa de escucharlo, porque así haya muerto hace tanto tiempo, así esas grabaciones se hayan hecho con una tecnología que hoy causaría gracia, la música de Jimi conserva, en estado original, toda su frescura, toda su belleza, toda su aspereza, todo su magnetismo, toda su luz, porque, desde la médula hasta la piel, era música auténtica, y por eso, por ser autentica, se vuelve inolvidable, única, irremplazable, sigue vigente, nunca muere, está más viva que nunca.

Algunos se preguntaran porqué escribo sobre Jimi Hendrix. Les respondo, para que no se inquieten, que escribo sobre el gran Jimi por un simple pero poderoso motivo: en un mundo donde los valores caben adentro de un centro comercial, de la pantalla del televisor o de estas maquinas donde me leen o cualquier otro de los aparatitos de abolición de la creatividad, la fuerza imposible que desataba Hendrix con cada una de sus composiciones y en cada una de sus presentaciones, la colosal y volcánica expresividad de su arte y su avasallante sensibilidad personal, desmienten ese horizonte de robots y píldoras al cual quieren condenarnos.

Rebeldía, arte, libertad: todos llevamos un Jimi Hendrix adentro; sólo se trata de sentir eso que late, sólo se trata de sentir eso y nada más. Hey Joe, Hey Jimi: gratitud por siempre y un abrazo púrpura hasta tu morada celestial.
 
Río Abajo, 7 de junio de 2013

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LA COCA EN APOLO

Pablo Cingolani

Era el año 2000 y lo recuerdo sólo por su apodo: el “Tusto”. Cuando lo conocí, era una persona mayor pero siempre había sido un hombre pequeño, menudo. Y de seguro, su carácter había sido también siempre así: alegre, dicharachero, vivaz. Por eso, nos pasábamos horas y horas conversando. El me contaba del Vilunto, el misterioso cerro que coronaba el lugar donde moraba, me narraba historias de la selva que nos rodeaba: curas que se desquiciaban por muchachas bellas como la flor del lapacho, tesoros y campanas escondidas, almas en pena, patrones despiadados, nazis fugados. Cuando platicábamos, nunca faltaba la que, según el Tusto, era “la mejor coca del mundo”: la coca producida en su Santa Cruz del Valle Ameno, un pueblo de ensueño, al que ya le cantó el insigne Nazario Pardo Valle, y que queda próximo, tan cerca a paso de jinete, de la hoy convulsionada Apolo, la capital de la provincia Franz Tamayo, en el norte del Departamento de La Paz, antes conocida por un nombre –que aunque también ajeno- le era más propio: Caupolicán.

Digo que siempre hubo coca en Apolo y digo para seguir diciendo que antes incluso de llamarse Caupolicán, la región tenía otro nombre, este sí, casi propio: se llamaba Apolobamba, el valle de Apolo, al cual se accedía bajando desde la cordillera del mismo nombre, una macizo de montañas imponentes, donde se halla Pelechuco, la cabecera de la otra sección provincial, y que con Apolo son como dos hermanos, unidos por geografía y por la historia, aunque a veces no se quieran mucho. Se llamaba Apolobamba, y digo que era un topónimo casi propio, por ser el más antiguo que se recuerde, pero en realidad, vino del Cusco, vino con los quechuas, vino con los Incas, que tras muchos intentos, lograron asentarse y convivir con los habitantes originarios: los Lecos y los Aguachiles, entre otros.

¿Cómo se empezó a forjar la fama cocalera del valle de Apolo y sus alrededores? No lo sabemos con certeza. Pero, de seguro, algo tuvieron que ver los Kallawayas, intermediarios entre los pueblos de las tierras bajas y los pueblos de las tierras altas, y quienes guiaron las expediciones incas hasta la tierra de los Lecos. Los Kallawayas eran expertos herbolarios y no es desatinado decir que ellos pudieron haber sido los domesticadores de la planta, una especie eminentemente tropical, al menos en las estribaciones selváticas de la Amazonía Sur, que ellos frecuentaban en sus viajes chamánicos para recoger sus vegetales curativos.

Guamán Poma cuenta la historia a su manera, y más bonita y más terrible, según la óptica de cada quien. Habla del sexto Inca, del Inca Roca, el Inca Jaguar, el Inca-Uturuncu, amigo de los chunchos e introductor de la coca en los Andes. Antes, ahora menos, chunchos refería a los pueblos de la selva (el Antisuyu) como los pueblos que habitaban originalmente en el valle de Apolo.

Inca Roca, según el cronista más famoso de las Indias, era un hombre fuerte, corpulento, que hablaba con voz potente, y que era un “putaniero” (sic). Todo un personaje. El secreto de su conquista/amistad con los selváticos fueron dos: el don de convertirse en tigre, en uturuncu: todo un saber y una metáfora que llega hasta el presente, y el tener muchos hijos y casta con las nativas, con las que residía la mitad del año, ya que iba y venía desde el Cusco. Dice Guamán Poma, “este dicho Inca comenzó a comer coca y la prendió en los Andes y así le enseñó a otros indios de este reino”.

Un historiador francés, amante de Bolivia, llamado Thierry Saignes, estudió el tema con bastante acuciosidad, probando que mitmaq (Migrantes forzados) chachapoyas (Norte del Perú) fueron trasladados por los incas para encargarse de los cultivos de coca hasta el valle de Apolobamba. Debajo del Cusco, estaba Carabaya, donde se situaban las minas de oro del Inca. Si trazamos una línea horizontal entre Carabaya y la selva, allí, en el medio del trayecto, se encuentra Apolo. Eso lo prueban también todos los caminos construidos esas épocas, antes de la llegada de los europeos. La importancia asignada a la producción de coca en este lugar, y la fama de su calidad (que vía Nazario Pardo y mi amigo el Tusto llegan hasta el presente), hacen sospechar que Apolobamba albergaba también cocales del Inca, o sea cocales sagrados.

A propósito, Thierry Saignes propone una etimología, que no tiene nada que ver con dioses griegos, para el topónimo Apolobamba: "conferido a la cordillera ubicada entre los ríos Suches y Tuichi”. Afirma en un hermoso trabajo titulado Hacia una geografía histórica de Bolivia y publicado en 1993 que “el nombre ulo designa los gusanos que comían las hojas de coca y podemos preguntarnos si "Apu-ulo" no sería "el señor de los gusanos" cuya importancia para esta región dedicada al cultivo de la coca, es vital".

Como se advierte, hay toda una historia, una tradición y hasta una leyenda que rodean y enraízan a la coca con Apolo. El actual conflicto que se vive en la región entre cocaleros y erradicadores de coca abreva en dos problemas ajenos a ese pasado y externos a la realidad apoleña: la llegada de ingentes cantidades de nuevos mitmaq pero esta vez forzados por la codicia, y la ligazón de esa explosiva presencia con el negocio del narcotráfico que asola y violenta a Apolo (y al Parque Madidi, del cual es parte de su zona de influencia), proveniente desde el Perú.

El que quiera leer más sobre el tema, consulte mi libro Aislados, especialmente entre las páginas 43 y 101, ingresando aquí: http://es.scribd.com/doc/120009439/Aislados-Cingolani

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LAS FARC

Pablo Cingolani

Sobre las FARC, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, la más antigua guerrilla americana, se ha dicho de todo, y todo lo malo, todo lo malísimo, todo lo peor, todo lo muy peor, y todo porque no andaban negociando la paz sino haciendo la guerra.

Ahora que los titulares de los periódicos cuentan del primer gran acuerdo logrado en La Habana entre los representantes guerrilleros y los del gobierno de Juan Manuel Santos, los combatientes pasan a ser buenos, buenitos, políticamente correctos y destacados en la prensa. En fin, así es la vida y también la guerra, o sea la política por otros medios.

Lo que me interesa desde aquí es aportar a este proceso —que ojalá repare todo el daño causado a las víctimas del despojo de tierras y del desplazamiento forzado ocasionado por el accionar atroz de los grupos paramilitares por décadas—, con la luz de cierta historia intima, la de un colombiano que vino al mundo como Pedro Antonio Marín, pero que fue mejor conocido por su nombre de guerra,  Manuel Marulanda Vélez, y mucho más aún, por su mítico y famoso apodo: Tirofijo.

Tirofijo era, como diría ese verso de Bertold Bretch, uno de los imprescindibles, esos hombres que no luchan un día o un año, sino que luchan —ha luchado— toda la vida. Y eso es lo que fue, en esencia, el colombiano: un luchador, un guerrero, un combatiente.

Tirofijo, desde que empezó su brega —que no fue otra que afanarse por la justicia social para el campo colombiano y por la liberación nacional de su patria— usó de manera recurrente una misma metáfora: la montaña.

Decía: una montaña inmensa, un montaña enorme, un montañón, se alzaba entre los “enmontados” —los proto guerrilleros de las FARC— y la gente de la ciudad, del poder, del gobierno, que no entendía, no sabía o no quería entender o no quería saber lo que pasaba en la Colombia rural. Y ese aseguraba Tirofijo, era el enemigo, el peor enemigo, el enemigo principal. Esa incomprensión, ese aislamiento, esa indiferencia, era peor que el ejército, “es peor que aguantar hambre una semana seguida”-—confesaba. “Nuestras voces no se escuchan… no es una distancia de tierras y de ríos, de obstáculos naturales, no: es la montaña atravesada”, esa montaña que separaba mentalmente a la ciudad del campo.

“La ilusión —aclaraba Tirofijo— era derribar esa montaña con la frescura de la imaginación y la acción de las palabras”. Echado de su tierra, desplazado, lejos de su cedral y de sus ceibas, quería junto con los enmontados, volver al Valle, al lugar donde nació. Contaba e insistía: para eso se necesitaba “una imaginación rompedora de montañas”. Según él, esas palabras, eran “cosas de pensar cuando se piensa”. Como nadie los escuchaba, eligieron el fusil para hacerse oír, cosas de actuar cuando se actúa diremos parafraseándolo y cada uno juzgará si lo lograron.

La montaña de prejuicios y la imaginación sanadora: siento en las palabras de Tirofijo todo ese amor infinito que cualquier campesino tiene por el bien más preciado, su tierra, pero también todo su dolor, toda su tristeza y también su grito, su reclamo, a ese mundo urbano, cómodo y presuntuoso, que siempre le dio la espalda a los campesinos y nunca le dio las gracias por algo tan básico: la comida que comemos todos, la comida que —para todos— la producen ellos.

Será por eso, será porque así el poder quiere evitarse el surgimiento de nuevos enmontados y nuevas guerrillas campesinas, que ahora lo que busca es acabar con esa realidad que signó la historia del mundo por algunos milenios: el agro negocio no quiere más campesinos, quiere que desaparezcan, quiere reemplazarlos por máquinas. Frente a esta situación que nos avasalla, siento la magia de esa apelación a la imaginación que hacía el campesino rebelde y uno piensa: ¿dónde quedó, dónde se ha ido, toda esa poesía?

En sus comienzos de alzado, Tirofijo no se enfrentó contra las corporaciones que intentan monopolizar la producción de los alimentos —uno de los jinetes del apocalipsis que asolan este mundo de hoy— sino contra los conservadores que durante ese periodo de la historia de Colombia que se llamó La Violencia, una guerra de exterminio no declarada que se inició tras el magnicidio de Jorge Eliecer Gaitán y la revuelta popular conocida como El Bogotazo, buscaban acabar con los liberales, como el joven Pedro Antonio Marín y sus enmontados.

Sobre esa terrible circunstancia, Tirofijo tuvo también bellas palabras. Evocó: “En esos tiempos nos dijimos, por muchos que sean los liberales muertos, los conservadores no son capaces de matarlos a todos, imposible acometer semejante ambición, tendrían que matar al país matando uno a uno a sus hombres. Se necesitarían muchas tumbas para enterrar un país…”.

Cuando le preguntaron porque quería volver a su terruño, tras tanta muerte, tras tanto padecimiento, tras tanto escarmiento insensato, el campesino que se volvió soldado, el soldado que se volvió comandante, el comandante que se volvió una leyenda, expresó que quería retornar, “no para hacer de las huellas un hueco lleno de recuerdos y mucho dolor. Más bien para aprender de las pisadas…”.

Alguien que expresa tanta hondura y tanta noble belleza en el desgarro a curar, en las heridas a cicatrizar, no hace más que conmoverme mientras releo la biografía que sobre él escribió Manuel Alape, de donde saqué todas las citas que incluyo en este texto. Que haya paz en Colombia, y que sea igual de honrosa como la memoria de Pedro Antonio Marín, más conocido como Manuel Marulanda Vélez, y más conocido aún como el inmortal Tirofijo.

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BOLIVIA Y ARGENTINA EL 25 DE MAYO

Pablo Cingolani

Hay una historia estampada en libros, forjada en monumentos, sancionada en fechas. Es la historia oficial, es la historia que se enseña en las escuelas, es la historia que forma parte de una tradición que nadie sabe si es buena, si es útil, si es justa, o para qué evocarla o cómo se enlaza con nuestras vidas. Es una historia lejana, alejada, esquemática, aburrida, inerte, que no despierta pasión, no promueve adhesión, no provoca identificación. En la realidad-real, uno vive el día a día, y lo cotidiano es tan complejo o duro o insensible que no queda lugar para otra cosa.

Sin embargo, uno vive la historia, la padece o la encarna, no sólo la propia, sino la historia colectiva, la historia de todos, la historia de los pueblos. Entonces, si vamos recorriendo  a cada rato nuestra historia, ¿por qué la sentimos ajena, por qué no la honramos, por qué no nos conmueve?

Sufrimos una especie de contaminación anímica y espiritual. De un lado, es imposible amar al bronce —frío, mudo, inconmovible. A la vez, en forma “desigual y combinada”, también nos bombardean, acosan, perturban, con algo peor que nuestra tradición histórica, nos atacan con la historia de aquellos que siempre han buscado dominarnos, dividirnos, explotarnos. Todas las películas que nos enchufan desde Hollywood son eso.

Entonces, entre una historia propia pero negada, mal contada, escamoteada y una historia impropia que nos buscan inocular sutilmente pero a la fuerza para lavarnos la cabeza y robarnos el alma, ¿qué nos queda?
Pues nos queda insistir, recrudecer, arreciar en la misma tarea pendiente de siempre: bajar la historia del pedestal a las masas, revisarla de manera permanente, incansable, reivindicando la historia de los de abajo, de los pobres, de los humildes —la de aquellos que la historia oficial y la historia de afuera jura que carecen de historia y a los cuales trató siempre como chusma, como bandidos, como incorregibles— y tratar de que esa historia vuelva a hacerse carne, piel, entrañas, corazón y sueños en sus herederos, en sus continuadores, en sus nuevos protagonistas del presente.
Dijo, alguna vez, Jenaro Flores, en un acto en el medio del altiplano: “Debemos estar orgullosos de lo que somos (…) porque nuestra revolución nacional debe vestirse de ch´ulu, poncho, martillo, taladro y machete”. Sentenció: “No necesitamos héroes prestados”.

Es impactante lo que dos o tres oraciones pueden expresar. Sacuden las palabras de Jenaro porque apuntan al centro y a la medula de ese anhelo que planteamos, y hay que ser muy interesado o muy necio para no entender el  significado de las mismas, su hondura y su arraigo.

En torno a esa historia de poncho y martillo, alguien, anónimo, o sea todos, en un encuentro poético musical andino realizado en Arica-Chile en 1989 (y que Xavier Albó y Félix Laime tuvieron a bien recopilar y publicar), escribió “Son las manos de mis antepasados las que construyeron andenes para cultivos, escuelas, iglesias y grandes ciudades. Sobre sus hombros cargaron piedras para construir caminos, cárceles, acueductos, puentes sobre ríos, pueblos. A millones entraron vivos a las minas, para salir convertidos en oro; oro y azogue. Ya nunca regresaron a sus tierras para poder acariciar a sus nietos”.

Son dos expresiones de lo mismo: historia viva, vital, vivificante. De esta mirada, de esta historia hecha cuerpo, hecha materia, hecha sustantivo, hecha lucha, es de donde deben surgir los héroes, los mártires, los líderes: ese es el fermento, esa es la raíz, ese es la huella donde nos vamos a auto reconocer, nos vamos a sentir orgullosos, nos vamos a sentir plenos, con un pasado que nos avala y defiende y con un futuro que se construye sobre esas mismas convicciones y sentimientos.

Sin dogmatismos o intelectualizaciones inconducentes que nos fosilicen, esta es la esencia del fenómeno cultural-político que expresa Evo, o al menos así lo entendemos. Vamos por un camino que debería ser irreversible. Si se tuerce, hay que volver a encauzarlo, porque no hay otro destino si no queremos peregrinar a ciegas en el vacío.
Entonces, en esta dirección, una fecha simbólica como es el 25 de mayo que une, que entrama, las historias oficiales de lo que hoy son dos países (dos fronteras, dos aduanas, dos oficinas de migraciones y otros pares de unas cuantas y absurdas y repetidas cuestiones), tendría que servir de poderosa plataforma para pensar y sentir todo esto.

En el plano de lo emotivo —donde la condición humana se expresa sin atenuantes, en su cualidad más pura—, el derecho a reconocernos en una historia plural, colectiva, compartida, popular, libertaria, debiese ser considerado el derecho primordial, el raigal, el constituyente, la madre de todos los derechos.

Es tiempo de dejar a un lado la visión fatalista de que la historia la escriben sólo los que ganan, que puede que haya sido así. Es tiempo de escribir nuestra propia historia, revisarla hasta el final desde esas voces que están ahí, que siempre lo estuvieron, pero que fueron silenciadas por los grandes relatos canónicos, por los libros gruesos y que nadie lee, por esa ideología de los que no quieren al pueblo.

De esa vertiente, insisto, saldrán las hazañas y los héroes genuinos, los más propios, los que nos identifiquen. Pienso en Tomás Katari —y es sólo un ejemplo. Un hombre que caminó solitario, pero decidido y valiente, desde Chayanta, desde el norte potosino, hasta Buenos Aires, hasta la capital administrativa del entonces virreinato rioplatense para reclamar por los derechos de su pueblo. Caminó días, semanas, meses, años. Fue a finales del siglo XVIII. Esa marcha titánica y singular en la crónica escrita, ha sido revivida en millones de ocasiones y a su manera por los anónimos caminantes que migran desde Bolivia a la Argentina a lo largo de todo el siglo XX y ahora nomás, en el siglo que vivimos. Tomas Katari, a su vez, no hacía sino seguir el camino principal, el Qhapac Ñan, la vía que inmemorialmente vinculó a las tierras altas con las tierras bajas.

Con las puntas y el lazo que une nuestro espacio-tiempo, desde la puna a la llanura, desde la montaña a la costa, desde el principio hasta hoy, desde los que iban y venían, subiendo o bajando, y viceversa, en cada caso, e iluminados por uno de los pocos nombres que ha sobrevivido al desprecio y al olvido, podemos, si queremos, escribir otra historia. Ni la de los vencidos, ni la de los vencedores: sólo la nuestra.
 
Río Abajo, 21 de mayo de 2013

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VIDELA

Pablo Cingolani

No voy a celebrar la muerte de este señor pero sí la justicia histórica de que lo haya hecho preso, en una celda de una cárcel argentina. Eso nos honra a todos los que creemos en la libertad, que este señor nos negó a todos, pero de manera particular a nosotros, a los de mi generación. Yo tenía 13 años cuando este traidor encabezó el golpe militar más criminal y vergonzoso de nuestra historia, y uno de los más sangrientos y perversos de toda la historia del mundo.

Ni modo: nos volvimos militantes, demolimos hoteles como grita Charly García, para enfrentarlo, para que se vayan él y todos los milicos y no vuelvan nunca más. Creo con firmeza que hoy, en la Argentina, son mayoría los que creen que Videla y todos los asesinos de uniforme y los civiles pillos que robaban a su sombra son una lacra que tuvimos que padecer, son un cáncer que curamos, son excremento que pusimos en el museo de la basura nacional para que nadie se confunda y sepa lo que es la mierda. Y eso, también nos honra.

Videla fue el símbolo de lo peor de la Argentina, de su peor momento histórico, del peor entreguismo y sometimiento a los poderes internacionales, de la peor falta de humanidad, de lo peor de lo peor. Videla era un símbolo de todo lo que uno puede detestar, puede condenar, puede combatir.

Videla fue el representante de esa Argentina que nunca quisimos y que nunca vamos a querer: la Argentina donde se mataba, se secuestraba, se hacía “desaparecer” a miles y miles de personas. Este señor fue el que dijo que iban a morir todos los que fueran necesarios, y así lo hizo de la manera más cruel e infame. Videla y sus secuaces fueron los que masificaron la figura del “detenido-desaparecido” por primera vez en el mundo.

Videla fue un asesino serial, un carnicero del pueblo, un secuestrador de bebés: alguien a quien no podremos olvidar jamás por sus crímenes aberrantes pero menos vamos a poder perdonarlo. Hasta que uno se muera, lo único que vamos a sentir por él es asco, un asco infinito por lo que hizo, por lo que fue capaz de hacer. Y la única manera en la que lo recordaremos, fue como siempre lo nombramos: como el hijo de puta que fue, y que lo fue hasta el final, incluso provocando con soberbia a los gobiernos democráticos.

Videla ni siquiera fue un enemigo digno: no respetó ninguna regla, no tuvo códigos ni honor. Lo que hizo con las criaturas, con los bebés de nuestros compañeros, fue monstruoso. Es imposible tener respeto por alguien como él. Ni piedad. Videla se merece que su nombre siempre sea asociado a la infamia y a la cobardía.

Videla –con el otro mal nacido de Martínez de Hoz, su ministro de economía- fue el culpable de destruir la Argentina, de hundir a los argentinos en una pobreza que desconocían, de saquear sin tregua, de venderla por dos pesos. Por esto, tampoco debe tener perdón, por el daño que le hizo a los más humildes, a los más vulnerables, al conjunto de nuestro pueblo.

No celebraré su final pero si voy a recordar con alegría a todos mis compañeros muertos. Ellos, los que lo dieron todo por una Argentina justa, son los que se merecen nuestro reconocimiento y nuestro fervor. Con ellos, sí celebramos, pero la vida y la libertad que nos legaron con su sangre derramada por todos, a nombre de todos.

Yo quisiera nombrarlos a cada uno de ellos pero voy a hacerlo nombrando sólo a dos: a Santucho y a la Vicky Walsh –ambos murieron enfrentando al ejército de Videla con las armas en la mano.

Nunca se rindieron ni se rendirán jamás porque en la eternidad también los vencimos, los vencemos y los venceremos siempre.

Ellos, se seguirán pudriendo en el horror que nos impusieron. Los nuestros, en la memoria agradecida que les tenemos, en la lucha por la liberación que continúa día a día, en el amor por la causa que compartimos, siguen vivos, siguen con nosotros, tan adentro, que caminan con nosotros, se abrazan con nosotros y nosotros los abrazamos a ellos.

¡Salud, hermanos! ¡Salud, compañeros! Hoy y siempre los recordamos y celebramos con ustedes lo mejor que nos brindaron: el ejemplo, generoso e invencible, que nos dieron.

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RÍOS MONTT, CONDENADO POR GENOCIDIO

Pablo Cingolani

América Latina debe ponerse de pie y aplaudir este acto de justicia y, sobre todo, honrar a las víctimas, no olvidarlas, abrazarlas con la memoria, ahora que, tal vez, puedan encontrar paz allí donde se encuentren.

El hecho es histórico y de repercusiones múltiples para Guatemala pero no sólo para ella: es histórico y esperanzador para todos, para el mundo, para el planeta Tierra, pero sobre todo para América Latina, y especialmente para sus pueblos indígenas y aquellos que son sensibles y/o comprometidos con su causa y con la defensa de sus derechos: Ríos Montt —el militar y dictador que asoló Guatemala en la década de los 70 y 80 del siglo pasado— fue condenado a 80 años de cárcel.

La sentencia es la primera que se dicta por el cargo, liso y llano, de genocidio. La primera que se dicta en el hermano país centroamericano, pero la primera, a la vez, que se sanciona en América, donde generales genocidas conocimos y conocemos muchos.

Ríos Montt y las tropas que él comandaba cometieron genocidio contra el querido pueblo Maya de Guatemala y, entre los delitos aberrantes e inconcebibles que lo prueban están haber ejecutado masacres premedita y alevosamente, asesinar de manera sádica e indisimulada, rociar con gasolina y quemar personas vivas, formar filas para que las tropas violen a las mujeres indígenas y luego las maten, despedazar los cuerpos de sus víctimas, amputar a machetazos brazos y piernas de hombres y mujeres, cortarles las lenguas, orejas y narices, degollar bebés, arrancar los fetos a mujeres en estado de gestación, todo lo cual está absolutamente probado y documentado.

Para que puedan dimensionar el tamaño del horror que se vivió en Guatemala no hace falta sino remitirse al internet y buscar información sobre el genocidio padecido (incluyendo el Informe de la Comisión de Esclarecimiento Histórico de la ONU, presentado en 1999), para enterarse lo que el racismo, la discriminación y la tolerancia y la permisividad social de los no indígenas pueden engendrar: matanzas colectivas y exterminio de comunidades enteras, con la secuela de tierra arrasada; el fuego y la asfixia como instrumentos de tortura, el ahorcamiento y la quema de seres humanos como métodos rápidos de ejecución; el empalamiento, la crucifixición y la mutilación como formas atroces de tortura y también de asesinato;  otras formas de tortura de gran crueldad y larga duración como fueron hoyos, pozos, fosas fecales, reclusión con cadáveres en estado de descomposición; civiles forzados a matar a sus familiares y vecinos; violencia indiscriminada contra la niñez y contra la mujer, violencia sexual contra estas últimas: el listado resulta tan aberrante y escalofriante que cuesta anotarlo. Si esto no fuera suficiente para condenar a Ríos Montt al infierno, también se han reportado casos de antropofagia y coprofagia entre las fuerzas militares a su mando.

Seríamos injustos con la historia si no contextualizáramos todo lo anterior en el marco de la Doctrina de Seguridad Nacional (DSN), que propició el Pentágono y el Departamento de Estado norteamericanos esas décadas de plomo y odio contra los movimientos y gobiernos populares de América Latina.

En la Guatemala de Ríos Montt, tras haber sido aprendida e inoculada en la Escuela de las Américas y otros centros yanquis de formación militar, la DSN fue aplicada en su máximo grado conocido de dureza y crueldad.

“Enemigos interiores” —la esencia de la DSN y el sustento ideológico de una guerra no declarada contra nuestros pueblos— fueron todos los que no estaban con los militares, y especialmente el Pueblo Maya, sólo por el hecho de serlo. Por eso, la táctica de tierra arrasada fue tan utilizada: para que no quede nada, ni la memoria de las comunidades indígenas que buscaban ser desaparecidas de la faz de la tierra, y sus habitantes, aniquilados, eliminados sistemáticamente, uno por uno.

Lo mismo sucedió con aquellos que intentaron resistir: no hubo prisioneros para las tropas de Ríos Montt, así como también eliminaron a defensores de los derechos humanos (incluyendo aquí el asesinato del obispo Juan Gerardi, dos días después que presentara el llamado Informe ReMHi-Recuperación de la Memoria Histórica, de la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala, en 1998, el primer informe hecho sobre el genocidio) y a cualquier clase de opositor político, a través del accionar conjunto de los “escuadrones de la muerte” y la inteligencia militar, otra de las lecciones aprendidas de los yanquis.

Más allá de las heridas abismales que aún no cierran, ni siquiera en la propia sociedad guatemalteca, la condena de Ríos Montt debe ser, como ya dije, aplaudida de pie y celebrada por todos los que creemos en un mundo más justo y más digno.

Quiero para concluir, mencionar a dos guatemaltecos universales, con los cuales quiero abrazarme a través de estas palabras: a Rigoberta Menchú, porque ésta condena histórica es también el fruto de su lucha —ella fue la primera en acusar al sátrapa de genocidio; su propio padre fue quemado vivo por los esbirros de uniforme—, y a Humberto Ak’abal, el Poeta Mayor de los Mayas, que cada palabra que ha escrito busca con belleza la redención —para todos— de tanto dolor y tanta angustia hecha padecer a los pueblos indígenas, por el simple hecho de ser eso: indígenas.
 
Río Abajo, 13 de mayo de 2013

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EFECTO MARIPOSA

Pablo Cingolani

Un indio Ese Eja estornuda: el parlamento albanés y ultra liberal aprueba una ley prohibiendo se venda carne de gato en los restaurantes de Tirana. Un minino negro y blanco vagabundea por el barrio Pazari, se acerca a un puente antiguo sobre el río Lana y ve que alguien, vestido de frac y galera, se arroja a sus aguas: un volcán lanza una colada de lava y piedras en Costa Rica y un cortocircuito que provocó Ronnie quema la casa del mayor productor de marihuana de Arkansas. Una carga de una tonelada y media de cannabis es quemada por unos policías colombianos en la selva del Putumayo: el olor a excremento humano inunda Mumbay; ante la pestilencia, un ginecólogo británico se encierra en la pieza de su hotel, prende el televisor y mira un programa del History Channel sobre una invasión de cucarachas en Timor.
 
La isla timoresa se acerca cada año dos kilómetros y trescientos metros a la costa australiana, nadie sabe si por efecto de los tifones o por el paso crujiente de los súper petroleros, dice una periodista en el noticiero de la mañana en el canal metodista de Dili. Cuando termina de pronunciar la frase, estira la mano tanteando, pero no lo logra y derrama un vaso de agua: un minero chileno, desocupado y borracho, le pega una trompada a un mozo de un bar de Coquimbo que se negó a servirle otra jarra de vino mientras por los parlantes cantaba Violeta Parra. El precio del coñac se dispara en el mercado de Estrasburgo, una banda de heavies holandeses asalta una licorería. Cuando corren por la calle, cargando el etílico botín, a Jan, el guitarrista – toca una Fender Stratocaster, como Jimy Hendrix-, una botella de vodka finlandés se le resbala de los brazos y golpea la cabeza de un perro pekinés que pasaba por ahí: el can aúlla como si la mitad del Everest se le hubiera caído encima: el dueño de una corporación que fabrica pilas de litio empieza a dar un discurso en un hotel de Detroit en torno a las bondades de su producto mientras un homeless es atropellado en la esquina por un carro repartidor de leche y derivados. La leche se derrama como delta y un skater se resbala y cae sobre un puesto de periódicos. Vuela la quinta edición y en la tapa dice, en letras catástrofe: GOLPE MILITAR EN LAOS.
 
Un queso rueda colina abajo en una aldea vasca: una hormiga logra treparse al prodigio y así llega a la playa; el queso se va pudriendo en la arena, la hormiga se sube al yate de unos vegetarianos que inician una navegación sin rumbo, ya que creen que la unión europea estallará en pedazos y en cualquier momento empezará la Tercera Guerra Mundial. La hormiga piensa: “tal vez sea la única que me salve”, aunque luego desconfía porque los del bote ponen proa rumbo a Groenlandia. Quiere convencerse que tal vez el cambio climático mutó Groenlandia en una versión más parecida a alguna de las islas Azores pero no lo logra, se arma de valor, se arroja al mar y la corriente de Cantabria la lleva hasta el Mar de los Sargazos y de allí a Bahamas: con tanto know how adquirido, abre una agencia de viajes de aventuras, prospera y se matrimonia con una avispa y van de luna de miel a visitar a unos primos que viven en Manaus, donde hay tantas hormigas como chinos en China. 
 
Marcio Souza está escribiendo un poema sobre algo que jamás sucedió: el incendio del Teatro de la Opera de su ciudad natal pero se le acaban los cigarrillos y sale a la calle en busca de algo para fumar; hace mucho calor en Manaus y son las cuatro de la madrugada. Todo está cerrado, salvo el Andrómeda, un burdel de mala muerte, cuya luz roja frontal lo guía. Casi resbala por pisar una cáscara de plátano pero eso tampoco sucedió –si hubiera ocurrido, un cuidador del zoológico de Katmandú, en un rapto de locura, hubiese abierto la jaula de los tigres o algún iconoclasta hubiese meado la tumba de Verlaine o el faro del cabo Polonio se hubiese apagado.
 
Souza entró al antro, compró un paquete de Viceroy y cuando se estaba yendo, alguien lo llamó desde una mesa en penumbras. Marcio acudió: era el fantasma de Tabucchi, acompañado, nada más ni nada menos, que por la Dama de Porto Pim. Comieron una pizca de miel verde y bebieron champaña para celebrar el encuentro, unas gotas se derramaron por el mantel de hule y estampado de flores que cubría la mesa del Andrómeda.
 
Una gota, más viajera que las otras, se derramó hasta el piso donde estaba la hormiga vasca con su esposa avispa de las Bahamas celebrando a su vez con sus primos brasileños. Con la gota de champaña derramada, alcanzó para que los insectos se alcen una borrachera de aquellas. Sólo se recordaba una así cuando se terminó de rodar The Naked Jungle y Charlton Heston meó desde el muelle flotante y el Amazonas inundó Marajó más de la cuenta: un tapir terminó asado en una playa de Dakar.
 
Pero la noche de marras, mientras las pequeñitas se tomaban todo, nadie advirtió cuando la Dama de Porto Pim se incorporó, diciéndole a Souza y al fantasma de Tabucchi que iría al baño. La punta de su zapato de gamuza azul destrozó a Joao y a Elder, dos de los primos. La hormiga vasca, entre desconsolada y ebria, dijo: ¡hostias, nos han aplastado la farra!, se echó hacia atrás y cayó al piso, levantando una nubita de polvo de tierra bermeja y ceniza de cigarro: un indio Ese Eja estornuda en el medio de la selva… En Tanzania, llueve.
 
 
Río Abajo, 10 de mayo de 2013

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TARANO, UN HEROE DESCONOCIDO

Pablo Cingolani

La historia siempre será un ámbito de controversia y de combates. Dijo con relación a ella, a propósito de esa pueblada que se llamó “El Cordobazo” en 1969, el escritor y periodista argentino Rodolfo Walsh –asesinado por los militares en 1977- que “nuestras clases dominantes han procurado siempre que los humildes no tengan historia, no tengan doctrina, no tengan héroes ni mártires. Cada lucha debe comenzar de nuevo, separada de las luchas anteriores. La experiencia colectiva se pierde, las lecciones se olvidan.”. El motivo lo explicó así: “La historia aparece así como propiedad privada, cuyos dueños son los dueños de todas las otras cosas”.

Con esa verdad en el corazón, quisiéramos recordar a Tarano, el gran cacique de los Toromonas, el gran cacique de la selva norte, la que ahora ocupan el departamento de Pando y la provincia Iturralde del departamento de La Paz, y la guerra de guerrillas que libró contra las tropas militares que arribaron desde España y desde el Cusco en la segunda mitad del siglo XVI, comandadas, entre otros, por el adelantado Juan Álvarez de Maldonado.

Fue la primera invasión extranjera en regla a nuestras selvas (1567-1569). Fue la primera resistencia anticolonial a mano armada en la Amazonía.

No sabemos qué rostro tenía Tarano, aunque podemos adivinarlo viendo los rasgos de algún hermano Tacana. Lo cierto es que a los forasteros de armadura y yelmo los sacudió a flechazos. Los mareó peor que un meandro del Manutata (hoy conocido como Río Madre de Dios) y los siguió sacudiendo a flechazos, acaudillando a sus guerreros toromonas y a los aliados Araonas, armando una confederación militar de lengua tacana.

Cosas de hechicería bélica: tras tanto castigo y derrota, las botas de los peninsulares no volvieron a pisar la selva por tres siglos. Los españoles no pudieron fundar ninguna ciudad en esa parte de la Amazonía. Los pueblos de la selva defendieron y conservaron su libertad y su autodeterminación.

Álvarez de Maldonado reconoció en sus memorias que a los flecheros era imposible vencerlos y que fue “una guerra cruel” la que tuvo que enfrentar. Pero fue su culpa por querer conquistarlos e imponerles su dominio.

“La tierra toda estaba alzada”, anotó Maldonado en su relación de los sucesos que tuvo que padecer. La tierra toda estaba alzada: una verdad tan bella, así dicha, que hasta hoy se escuchan sus ecos. El recién llegado nunca pudo entender tanto ardor en la defensa del territorio, ya que siempre creyó que sujetaría a esos pueblos como un resucitado Pizarro.

No fue así, los ataques de los resistentes en defensa de la selva no cesaban al paso de los invasores, los testimonios son muy elocuentes: “estaban emboscados en el monte, hicieron grandísima multitud de flechas de fuego con mechas de algodón encendido, y, como al medio día, de súbito, arremetieron todos los indios al galpón con mucha presteza, y echaron sobre la techumbre muchas flechas ardiendo (…) luego que quemaron el pueblo, se retiraron en buena orden a la montaña, desde donde salían ordinariamente a hacer saltos y poner cerco sobre los españoles”. Toda una guerra de guerrillas que acabó con las intenciones hispanas de lograr asentarse en la zona. Un Vietnam del siglo XVI en medio de la floresta más grande del planeta. Una historia oculta de victoria y de justicia. Una historia de dignidad arrasadora.

Tarano fue un héroe, un líder, un estratega y un guerrero sin par. Se emparenta con los rebeldes de los Andes del siglo XVIII y con los guerrilleros de las “Republiquetas”, aquellos que mantuvieron viva la llama de la Independencia y sin cuyo valor y esfuerzo no hubiera nacido Bolivia en 1825.

Tarano se merece un lugar de honor y gloria no sólo en la historia de la Amazonía, de Bolivia y de la Plurinación, sino también en la historia del continente americano que defendió con coraje y decisión.

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JESÚS URZAGASTI

Pablo Cingolani

Quiero contar una anécdota íntima, personal que pinta otro retrato de Jesús Urzagasti, Poeta y Narrador Mayor, así con mayúsculas, en homenaje a su memoria y su don de gentes.

Acabábamos de llegar a La Paz, y como por arte de magia, afinidad y consecuencia, todo a la vez, conocí a Homero Carvalho, mi primer amigo en la hoyada. Era el año 1987.

Homero, otro escritor apasionado, enseguida se puso en campaña para que quien suscribe, pudiese publicar sus textos, que yo leía en las tardes de bohemia que compartíamos con él, con el “Zeque” Rosso, Marcelo Ardùz, y algunos escritores y poetas más.

Una cosa lleva a la otra: Homero me presentó a don Julio de la Vega (Q.E.P.D.), también un indudable bastión fecundo de las letras bolivianas, y con el cual enseguida simpatizamos. El objetivo de Homero era que, a través de don Julio, pudiese acceder al “tata” Quirós, quien comandaba Presencia Literaria, el suplemento cultural del ya entonces legendario periódico Presencia. Quirós, esos días, era una especie de pontífice de la crítica en Bolivia y contar con su bendición, era un pasaporte a la publicación. Quirós también ya falleció.

Vale. Todo siguió esa ruta crítica elaborada por el “movima” Homero: finalmente, publiqué mi primer texto en Presencia Literaria –fue un pequeño ensayo sobre Ezra Pound.

Luego, mis colaboraciones se volvieron habituales. Y lo mejor de todo: eran pagadas. Y mejor pagadas que en el periódico Hoy, donde también colaboraba, gracias a las gestiones y el apoyo de “Pancho” Otálora, otro gran tipo que tampoco está entre nosotros. En Hoy, pagaban 14 bolivianos por nota. En Presencia, 16. En esa época, para mí y para mí compañera Carolina, jóvenes veinteañeros, nómades y libertarios, ¡dos monedas más eran dos monedas más!
Pero aquí viene la anécdota.

En Presencia, Jesús Urzagasti era el jefe de redacción, el hombre dinámico, el que estaba en todas.
Obviamente, ya nos habían presentado, pero más allá de las formalidades, no tenía relación con él –mis artículos, no recuerdo a quien, pero se los entregaba a otra persona que me recibía en el Edificio Esperanza, en la avenida Mariscal Santa Cruz, donde estaban la redacción y las rotativas.

Resulta que cada vez que publicabas el domingo, el lunes ibas y cobrabas: 16 bolivianos. Firmabas una planilla y listo: ¡a comer! Un lunes voy, y me pagan 32 bolivianos. Yo me sorprendo. Todo el resto de la planilla –donde figuraban algunos de los personajes más conocidos y meritorios de la cultura y el periodismo bolivianos de entonces- cobraba 16 bolivianos (y sepan que todos iban a cobrar, allí estaban sus firmas para certificarlo), pero a mí me estaban pagando 32. Esa vez no dije nada: ¡comeríamos el doble!

Pero la próxima vez que me pasó lo mismo, ya me intrigó: ¿por qué todos cobraban 16 bolivianos y su servidor dos veces? Me puse en campaña para averiguarlo, y he aquí que luego descubro lo siguiente: Homero y don Julio habían hablado con Jesús de nuestra precaria situación económica, y Urzagasti no tuvo mejor idea que gestionar que me doblen el monto de lo abonado por pago de los textos que me publicaban en el suplemento literario.

Cuando lo supe, obviamente, corrí a agradecerle ese gesto a Jesús Urzagasti. Él, así lo conté siempre a quien me escuchó esta anécdota, no le dio importancia, dijo que no era nada, que no le agradezca nada. Fin de la historia.
Ahora, hermano, que has partido, te vuelvo a agradecer públicamente el gesto y la solidaridad que tuviste y que para mí seguirá siendo algo que me llenó de fuerza, de dicha y de vida, porque son esas acciones y esas personas, como vos fuiste y como bien dice Borges en su poema Los Justos, “las que están salvando al mundo”, las que salvan al mundo. Paz en tu tumba y un abrazo, hasta allí donde te encuentre.

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PARAGUAY

Pablo Cingolani

El periodismo yanqui acuñó esta definición: que si un periodista norteamericano visita una semana Turquía o Nicaragua, a su vuelta, escribe un libro. Que si su estadía dura un mes, escribirá un artículo largo. Que si se queda más tiempo, ya no escribirá nada. Haciendo esta aclaración en torno a la perspectiva y el conocimiento que pueden traer aparejados los viajes a otros países, escribiré algunas impresiones que traje conmigo desde Paraguay, donde permanecí cinco días la semana que pasó.

Primero lo primero: el pueblo paraguayo. Es alegre, extrovertida, amable la gente de Paraguay. Son educados, hospitalarios, conversadores los paraguayos y las paraguayas. A mí me dio verdadero gusto compartir con ellos. Los sentí fuerte, los sentí adentro, los sentí hermanos.

Tuvimos la oportunidad de conocer a personas de Asunción, a hermanos indígenas ayoreos y guaraníes —minorías que sufren aún del racismo y la discriminación de las elites—, y a aquellos que van y vienen a la frontera argentina a comprar y aprovisionarse, ya que en estos días todo es más barato del otro lado del límite impuesto.
En cinco días, nunca vimos un acto de violencia por ningún lado, ni siquiera gritos entre los conductores de carros. Al contrario, vimos gente compartiendo tereré (mate frío) en las plazas y en los buses, conversamos animadamente con varios, nos reímos con todos ellos.

Todo este sentimiento de gratitud que expreso hacia la gente de a pie, el ciudadano común y corriente, el paraguayo o la paraguaya del pueblo, contrastaba con la memoria histórica que había traído conmigo: el recuerdo triste, tristísimo, de esa guerra —se llamó de la Triple Alianza, se libró entre 1865 y 1870— contra este mismo pueblo.
Siempre sentí vergüenza que tipos como Mitre o como Sarmiento —los presidentes que condujeron la contienda— sean también argentinos como quien suscribe, pero nunca sentí tanta vergüenza al compararla con la simpatía natural que me provocaba el pueblo paraguayo, al que ellos, con otros políticos genocidas de Brasil, de Uruguay y de Inglaterra —que movió los hilos por detrás, como en cada conflicto bélico sudamericano del siglo XIX—, quisieron exterminar, quisieron hacer desaparecer, quisieron aniquilar con esa guerra abominable y que nunca nadie debería olvidar.

Gracias a mi memoria también, me acordé del caudillo catamarqueño Felipe Varela que sublevó media Argentina de abajo y de lanza en contra de su participación en esa injusticia aleve y de los trabajadores correntinos de los astilleros que se negaron a construir los botes para que las tropas mercenarias crucen el río Paraná e invadan Paraguay.

Esto restableció mi ánimo de Patria Grande y de volver a darme cuenta lo de siempre: que lo mejor que tenemos nosotros, en este lado del mundo, es nuestro pueblo, son nuestros pueblos, son ellos los que forjan los sentimientos que nos unen y que los mal nacidos como los ya anotados, tratan de negar, tratan de destruir, tratan de que lo olvidemos.

Ellos, buscaban imponer el capitalismo dependiente, atado y entregado al mercado mundial, y no podían soportar una república, y para colmo enclaustrada en el centro continental, que impulsó el proceso de independencia económica más relevante del siglo XIX en toda la antigua América española. Paraguay era un mal ejemplo para las élites que defendían el comercio libre y la penetración de los capitales extranjeros, e intentaron sacrificarlo, en aras de sus mezquinos ideales de civilización y progreso.

Será por eso, porque el ADN del pueblo paraguayo tiene esos componentes, que la elección que se llevó a cabo ayer, no despertaba muchas pasiones entre la gente. Si no fuera por los carteles con la cara de los postulantes —caras de amargos o caras de hipócritas casi todos—, algunos grupitos de colorados que agitaban sus banderas en contadas esquinas y algunos cohetes que sonaban durante el día, uno no se hubiera enterado que en Paraguay había una campaña electoral.

Como que los paraguayos deben saber también que el golpe de estado que le dieron a Lugo fue eso: un golpe de estado al primer presidente que les acarició la esperanza, y que lo que viene ahora es más de lo mismo, y ellos prefieren seguir con sus vidas. No sé: tal vez donde algunos ven apatía e indiferencia política, otros podamos ver un sano desprecio por lo que la política —en el caso paraguayo— se ha convertido, con el retorno de los zombies políticos.

Nos contó un taxista que cuando lo rajaron a Stroessner, pasado el tiempo, circularon carteles que decían algo así: “yo ahora me doy cuenta que vivía bien con él”, en referencia al otrora dueño y patrón del Paraguay. Fue una movida de marketing, que no prendió porque el pueblo no come vidrio. Stroessner se pudrió en Brasil, que asiló al sátrapa, sin poder retornar jamás —como era su deseo manifiesto— al país donde cometió crímenes de lesa humanidad, crímenes horrorosos, y donde debió haber muerto encerrado en una cárcel.

Tal vez, tras lo que acaba de suceder y pasado el tiempo también, eso mismo se vuelva a decir pero esta vez con relación a Lugo. Y tal vez eso, en este caso, no sea una fórmula publicitaria, sino un sentimiento que una, que libere.
El gentil y amable pueblo paraguayo es el que siempre tendrá la palabra. Mientras tanto, seguirán tomando tereré en las plazas y en los micros, alegrándole la vida a todo aquel que valore que una sociedad es, por sobre todas las cosas, un espacio de convivencia, un espacio de respeto e interacción de la diversidad y un espacio esencialmente cultural, propio, con identidad.
 
Río Abajo, 22 de abril de 2013

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