Río Abajo

GENOCIDIO Y AISLAMIENTO

Pablo Cingolani

Un siglo atrás, José Santos Machicado anotaba en un cuento titulado Tres días en el bosque: “No es admisible que los Toromonas se hubiesen abstenido de lanzar los alaridos y gritos que tienen de costumbre, al tomar una presa o sorprender al enemigo, y que esos gritos no llegaran a tan corta distancia del pueblo”.[1] La densidad de imágenes que transmite este párrafo pinta toda la mentalidad de una época: cuando el positivismo imperaba en las cabezas, los fusiles “winchesters” estaban siempre al alcance de la mano y una ambición sin freno por obtener riquezas sacudía la selva amazónica: los años del auge capitalista por la extracción del caucho (1880-1914).

Hay toda una visión romántica e idealista sobre este periodo tan dramático y, a la vez, poco indagado de la historia contemporánea que signó a las regiones boscosas de varios países sudamericanos.

Si bien puede ser comprobable la influencia que tuvo la extracción de hevea en la integración territorial de los larvarios estados-naciones recostados en el espinazo andino —que, como contrapartida, también precipitó la consolidación del coloso brasileño—, esto no puede ni debería opacar el enorme y terrible costo social que dicha actividad económica trajo aparejado.

En defensa de la dignidad de los sobrevivientes y de sus herederos actuales y en homenaje a la memoria de quienes fueron masacrados por acción violenta o por la misma extenuación en las labores a la que fueron sometidos y condenados, hay que afirmar que lo que hubo en la Amazonía continental a finales del siglo XIX y principios del siglo XX fue, lisa y llanamente, un genocidio.

Los nombres de esos “pioneros” e “industriales” que recuerdan provincias, poblados, billetes y monumentos no son más que el testimonio de una grave omisión histórica: la del reconocimiento pleno de las culturas de la Amazonía que habitaban originalmente esos territorios y la revisión de esa lectura del pasado que no es más que la perpetuación de los agravios sufridos. En la Amazonía continental —cuya economía sigue siendo, en gran medida, feudal o de factoría— persiste un colonialismo interno vergonzoso de parte de grupos oligárquicos y/o empresariales.

Pando —ex Presidente de Bolivia— escribió en su Viaje a la región de la goma elástica (1894), todo un credo: “No es empresa fácil el de atacarlos en sus caseríos y perseguirlos en el bosque, y sólo con el auxilio de perros, la pericia de hombres habituados al monte (...) se puede sorprenderlos y dominarlos (...)”. El uso de canes nos remite a la conquista española del Caribe y de los Andes y el terror que causaban entre los naturales y los vejámenes que se cometieron con ellos. Pura y dura cacería de indios.

El libro también incluye menciones de las “hazañas” que protagonizaban algunos personajes: “El señor Mouton, cuya intrepidez se ha puesto otras veces a prueba (...) logró alcanzar y sorprender a los salvajes (Guarayos) cuya tribu exterminó casi totalmente, pues fueron sólo dos niños que consiguieron huir”.

Muchos extranjeros —en medio de ese clima donde la ley dominante era la del más fuerte— destacaron por su sadismo. En 1914, el naturalista sueco Erland Nordenskiöld recogió historias terribles. Un francés había tomado niños prisioneros de una aldea indígena. Acampó con su gente en alguna orilla del curso alto del río Madidi. "Los niños chillaban y no se los podía hacer callar. Por miedo a que los chillidos atrajesen a los indios, tomó a los niños por las piernas, uno tras otro y les reventó la cabeza contra el suelo".  Luego agrega: "A lo largo de las barracas gomeras del río Beni hay varios chama que fueron vendidos por los cazadores de esclavos". Chama y Guarayo son dos denominaciones para la misma etnia: los Ese Ejja.

La ideología que acometió el genocidio resulta infamante de sólo anotarla: “El salvaje es una fiera que cuando se enoja acomete sin distinción y a la fiera hay que darle caza (2[2]) lo propio acontece en el río Madera con las tribus de Parintintines y Caripunas, todos los años suceden ataques, obligando a los industriales a perseguirlos y abatirlos heroicamente”. Esto está escrito en La Gaceta del Norte, el periódico fundado por Vaca Diez, y está fechado en su barraca Orton, el año de 1888, en pleno auge de esa orgía despiadada y opresiva que tan bien recuerda a ese Congo de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, un libro clásico que retrata el horror vivido por los pueblos del África Negra frente a la misma pesadilla: la irrupción del capitalismo en las selvas.

Ante esta situación desesperante, las tribus de la Amazonía buscaron refugio al interior de los bosques, alejándose de los grandes ríos por donde penetraban los invasores, escapando de una muerte segura y buscando asegurar su libertad, su independencia y su modo de vida tradicional.

El mismo Nordenskiöld planteó ya el dilema ético del contacto con la "civilización" en esos años de desprecio absoluto por el otro.

Sucedió que un indio chama llegó en busca de su hijo que estaba trabajando en Cavinas, cerca a la desembocadura del ya mencionado río Madidi. Pensando en el niño, y si el padre haría mejor en retornarlo con él, anotó: "En las barracas gomeras será un peón más, tendrá que trabajar toda su vida para otros a cambio de un sueldo minúsculo y para tener comida y ropa. Aprenderá a emborracharse. En la selva a veces hay hambre y a veces abundancia. Nunca se sentirá a salvo de los blancos y quizás tampoco de otros indios. Tal vez tenga que vivir como un animal acosado, pero será dueño de sí mismo”. Frente a las dos opciones, Nordenskiöld se contesta sin vueltas: "Si yo fuera el chama, me llevaría al niño".

La profecía del sueco, se cumplió, con amplitud: la aculturación sufrida por las etnias amazónicas a lo largo de todo el siglo XX es, tal vez, es la forma más triste de desaparición: en el silencio y la soledad de una cultura dominante que los niega.

El aislamiento salvó a pocos pueblos indígenas de la muerte violenta o de la asimilación invisible pero implacable. Ellos, los que fugaron y se aislaron, viven hasta hoy, ocultos en señalados lugares de la floresta. El mundo —o mejor: el mundo representado por la ONU y contados gobiernos, como el nuestro— aprobaron leyes, resoluciones y medidas para protegerlos, para que los últimos pueblos indígenas en estado de aislamiento, no desaparezcan. Pero, son sólo algunos los que se han enterado. Pocos los que comprenden. Y son muchos menos aún, los que sienten la hondura de este drama humano.

 

 

 


[1] Tomado de Cuentos Bolivianos, B. Herder, Friburgo de Brisgovia, Alemania, 1908. En el pequeño y delicado volumen, se aclara que el Sr. Herder es “librero-editor pontificio”. Esta joya bibliográfica que rescata la pluma precisa de ese anti liberal rabioso que fue José Santos Machicado, me fue cedido por Fernando Arispe.

[2] Las citas de Pando y La Gaceta del Norte han sido tomadas de: María del Pilar Gamarra Téllez: Orígenes históricos de la goma elástica en Bolivia. La colonización de la Amazonía y el primer auge gomero, 1870- 1910. En: Historia, UMSA,  La Paz, 1990, No. 20

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GUAQUI

Pablo Cingolani

Permítaseme evocar a Guaqui.
Los argentinos, desde chiquitos, tenemos incrustado en el disco duro mental ese nombre: Guaqui. La batalla librada allí, en 1811, frenó el empuje de la revolución radical que subía desde el sur, desde la Buenos Aires agitada por Moreno, Belgrano, Castelli, Monteagudo, por la línea dura de los rebeldes, por los más decididos a avanzar, seguir peleando, incendiar Lima.

Guaqui es Castelli y su batalla inmortal en el corazón del Tawantinsuyu: el 20 de enero, sus tropas, mayoritariamente indias y afroamericanas, son destrozadas por el godo Goyeneche, frente al lago, y cerca de la raya histórica que marcó siempre el río Desaguadero, el que había abierto Tunupa, con su fuerza de titán.

Castelli se replegará hasta Oruro, amparado por los indios. El 25 de mayo de 1811, a un año del grito de libertad en el Plata, dos del de Chuquisaca, lo celebrará no lejos de allí: en la cuna de la civilización de los Andes, en la sagrada Tiwanaku. La w'aka se conmovió; las piedras se sacudieron: allí, cuenta Wankar, “delante del Consejo de Amautas y Mamacunas jura `restaurar el Incario´”. (1)

La revolución es un sueño eterno, tituló Andrés Rivera su novela ―magistral― sobre el “orador de la revolución”, sobre Juan José Castelli, quien morirá, solo, pobre y olvidado ―vaya la paradoja―, atacado por un fatal tumor a su lengua. Ramiro Reynaga lo describió así, con osadía y con el corazón: “Busca a los qheswaymaras armados para aliarse con ellos. Es un criollo extraño. Habla con franqueza de los ´derechos de los indios´”.

En Guaqui, en su altipampa, en su silencio, en la serenidad del lago Titicaca que está ahí resguardando sus ecos, es posible todavía hoy sentir los gritos y el fragor de esa batalla escamoteada, de esa derrota que se ocultó, no por vergüenza ―los dominadores carecen de ella―, sino para no trasmitir el recuerdo de un día donde las armas, las manos que las empuñaban y la causa fueron todas juntas y eran las correctas.

* * *
En Waki, desde tiempos inmemoriales, se veneraba al rayo, Illapa, el fecundador, dios poderoso como pocos en los Andes. En la iglesia católica de Guaqui, se impuso el culto a Santiago Apóstol, el matamoros, santo guerrero, a caballo, como São João. Tata Santiago, Illapa transfigurado y renacido,  es la fe y la esperanza del pueblo andino, allí donde se encuentre. No hay otro Tata; salvo el Dios transplantado desde el Sinaí. Cada 25 de julio, un yatiri (un chamán) puede invocarlo así:
 
“Dr. San Agustín médico que estás a medio cielo
Señor de Saya
Santiago de España, Señor Santiago de Lampati
San Bartolomé de Chitulwayu
Señora Milagrosa La Merced de La Pampa de Tuli
Señora Asunta de Tawapalca
Señor de Exaltación de Obrajes
Señora Limpia Concepción de Sopocachi
Señora de La Paz de la Ciudad de La Paz
Señor Justo Corazón de Qallampaya
Señora Asunta de La Villa
Señor Santiago de la cuesta de K'ili K'ili
Señor de Las Nieves de Vino Tinto
Señora de Exaltación de Qañawiri
Señora de Exaltación de Sorat'a
Señora Santa Lucía de Jank'u Laymi
Señor San Pedro de Jachacachi
Señora de Exaltación de Warina
Señor San Miguel de Pucarani
Señora Santa Rosa de La Pampa de Ikiyaka
(Nu…) de Q'urupata
Señora Natividad de Qapaqasi
(Nu…) de Pumamaya
Señora Natividad de Wilaqi
Señora Copacabana de Copacabana
Señor Santiago de España milagroso de Waki.” (2)
 
Como un lazo, la oración convoca a las fuerzas del cielo y de la tierra y de los ancestros de una orilla y de la otra de las aguas forjadoras, Umasuyu y Urcusuyu, el lago que se ensancha buscando Tiquina, Huata, Carabuco… el desierto que comienza allí, Guaqui como encrucijada, dando inicio a la ruta de los Machacas, la travesía hacia el centro del Jacha Suyu Paqajaki, la ciudad de piedra, Sajama.
La fiesta es sublevación latente. Estalla la devoción: los bailarines son guerreros que danzan. Allí estarán siempre el Freddy, el Ramiro Quispe, el Poli Torrez, morenos de ley, bailando, guaqueños de siempre, bailando; allí estarán, en la celebración del poder del rayo; allí estarán la memoria de Castelli y sus soldados, la tropa india que buscaba el renacer del Inkarrí y la verdadera liberación de América, allí estarán.
Cada vez paso por Guaqui: es la segunda ch'alla, después de la apacheta de Lloco Lloco. Vamos camino a Puno, the long-long way to Sandia, a los montes de Carabaya desde donde peregrinó Tunupa, vamos rumbo al abrazo con el Juvenal que está siempre allí esperándonos, vamos, nos abrazamos y luego nos sumergimos en la selva amazónica. Es inverosímil, pero a causa de los límites burocráticos, damos ese inmenso rodeo. Pero son mis propias encrucijadas. Por algo también será que debemos pasar siempre por Guaqui. Por algo será.

 
Notas
(1) Wankar (Ramiro Reynaga Burgoa): Tawantinsuyu. Cinco siglos de guerra qheswaymara contra España. , Mink'a, Chukiapu, Kollasuyu, 1978.
(2) Invocación de Tata Antonio, ch'akamani de Waki. En Tomás Huanta: El yatiri en la comunidad aymara. CADA, La Paz, 1989. Tomado de Ramón Rocha Monroy: Tata Santiago. El apóstol rayo. Fundación II Centenario-Xunta de Galicia, La Paz, 2001.

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AMAZONÍA EN 727

Pablo Cingolani

Acabo de bajar del avión, crucé el valle de luces como un rayo, escribo: hay dos formas habituales de aproximarse/ingresar a la Amazonía (boliviana). Por tierra y por aire. Por tierra, el acceso es un ritual, sin vueltas. Sales de la ciudad que termina desacorazándose de a poco, hilachas de casas, la montaña que se impone hasta que el reino de la piedra es total, colosal, desproporcionado a las medidas humanas —allí empiezas a sumergirte en el rito, cuando las gasolineras, las tiendas donde venden fideos o sándwiches de huevo, la ropa tendida se acaban, irremediablemente se acaban— y llegas, en éxtasis —como evitarlo— a la cumbre del camino, al paso entre los cerros, a la apacheta andina y la challas, le ofrendas tu devoción y tu terror/fascinación original por estar allí, por estar en el centro de la energía del mundo, allí donde todas las fuerzas del cosmos convergen —por una milésima de segundo, un grano de azafrán, un brillito— y te lanzas/ te lanzan hacia abajo, hacia el calor antisuyano, el verde, el caos de la creación permanente, la muerte que te jala sin piedad hasta que ves el río y te calmas. O no: qué importa. No sigo: es toda una sensación de penetración geográfica y vital que te sacudirá siempre mientras corra sangre por tus venas.

Por aire, es otra cosa. El rito se convierte en súbita revelación. Alzas vuelo metalizado, despegas del horror del mundo, eres ave franca, libre, te deslizas en el azul narcótico, y sin que puedas respirarla ya estás encima de los Achachilas, de las cumbres sagradas de los Andes sagrados. El magnetismo te deja sin aliento y mientras buscas recuperarlo, agitando tu trompo interior, sublevados tus ojos, tu cerebro a mil, ya presientes el magma vegetal, el promiscuo escenario de la inmensidad selvática, las montañas que se derraman sin pudor —hembras que arden alucinadas por caricias líquidas— hacia las llanuras, hacia el escenario de los eternos combates de la vida, de la vida que se regenera, de la vida y la muerte celebrándose mutuamente. Tal vez, sea así el túnel por donde me licue cuando sea el momento de hacerlo.

Volé rumbo al Amazonas decenas de veces. Recuerdo algunas que son memorables, de rigor: la vez que bajamos con el “Huallpo” y el Gastón en el 001 y después de sobrevolar Illimanis —horror al vacío de la nave, física pura, fuerzas que se atraen y se repelen, la grieta y el glaciar llamándote, tú que no te abrumas con el milagro de vivirlo—, entrarle por debajo a El Bala, ese tajo imposible que el río Beni le hizo a la sierra: un verdadero bautismo de fuego aéreo, una proeza o una locura, es lo mismo; una de bilis vomitada, rumbo a Santa Ana del Yacuma tras una noche de brujas y acabarnos todo el tequila de La Paz con Pedro —un camarógrafo polaco que llegaba directo desde la masacre de Pekín—; una de noche conversando con los pilotos militares en la intimidad de la soledad de la cabina y de la galaxia: cuando estas definitivamente solo frente a la noche dentro del infinito de esa misma noche a 7000 metros de altura, el avión que se comanda solo y tu miras, miras y miras delante y solo ves estrellas y hablas, hablas para no sentirte solo, tres hombres hablándonos para no sentirnos solos en el cosmos, y hablábamos con los pilotos de la belleza del espacio, de lo inabarcable del espacio, del frío espectral y del silencio absoluto: todo lo que te sigue demostrando que la comunión humana es posible y es imprescindible ante el desasosiego que puede arrastrarte y que te lo procura el propio mundo, las imágenes del mundo, las encrucijadas del mundo.

El otro día fue mi primera vez en Boeing, en un 727, todo un avionazo. La ruta era La Paz- Cobija. Siempre lo repito: cuando crees que lo has visto todo, no has visto nada. Siempre quedan sensaciones por experimentar, siempre queda algo por ver, un lugar que sentir, siempre queda vida por vivirla. Estaba a un lado y arriba de la cumbre del Tuni Condoriri y comenzó el vértigo de las revelaciones en cadena: fui haciendo la ruta mentalmente, activé la cartografía de mi corazón y empecé a alucinar con los hallazgos, me latía el baremo visceral cuando descubrí el río Madidi, una serpiente líquida, abajo a 9000 metros, cuando la nave torció el rumbo al noroeste y fuimos siguiendo los meandros del río Heath. Esto es demasiado, pensé, y me preparé para el impacto: allí debajo estaba el curso del río Madre de Dios, como calcado con papel cebolla: Chivé, la cancha de fútbol a vuelo de ave rock, la Isla de los Monos, el camino hacia el norte, el río Manuripi, el Tahuamanu, Cobija. El encanto del mundo está en cualquier parte —una iluminación la vives hasta debajo de una mesa— pero a veces sucede que no puedes ponerle freno a la sensación de encanto, que la situación te encanta, te chupa la maldad que cargas y te devuelve de un golpe el asombro original y enmudeces y luego dejas de escribir.

Prendo un cigarrillo y vuelvo a teclear sólo para anotar: atravesé el territorio Toromona más alto que nunca. Cuando lo hacía y observaba desde la ventana del avión, la tremenda selva allí abajo —nunca tan abajo—, no podía dejar de sentir su presencia y la cuota que representan para mí, para mi tarea insistente de encantamiento del mundo, de mi mundo. La presencia de los Toromonas es la persistencia del encanto del mundo, de la búsqueda de ese encanto. No hay más o casi más nada que anotar, salvo esto: busca el encanto del mundo, no su tragedia.

Río Abajo, 1 de abril de 2013

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GUILLERMO AGUIRRE

Pablo Cingolani

El jueves pasado, a Guillermo, lo han galardonado una vez más, esta vez con un premio llamado Semilla, que le ha sido entregado en un acto público en la Cinemateca Boliviana.

Creo, con toda sinceridad, que cada vez que reconocen la labor de Guillermo Aguirre en pro del cine, el video, la imagen y la historia de Bolivia, la cultura nacional se engrandece, Bolivia-la Patria se halaga y todos los que lo conocemos al “gordo”, nos sentimos orgullosos de saberlo nuestro amigo pero sobre todo que se valore lo suyo, que es obra del pueblo, porque Guillermo por sobre todo su aporte al quehacer cultural nacional, fue, es y será siempre un hijo del pueblo, el pueblo mismo que siente, se expresa, hace películas, crea, sueña y trabaja, desde el ámbito de la cultura, por una sociedad mejor.

Lo que escribo, lo escribo con convicción: Aguirre es alguien meritorio, verdaderamente meritorio, porque empezó de abajo, de tan abajo que nadie se imagina, y hoy, quien puede dudarlo, es uno de los referentes de la cultura nacional-popular boliviana, es uno de los referentes de lo cultural en Bolivia; él es uno de nuestros referentes.
 
Esa historia del gordo Aguirre, alguna vez, merecería ser escrita. Merecería ser divulgada y valorada, especialmente, entre los jóvenes. Porque en la historia del Guille está cifrada también la historia de la potencia y las posibilidades de la cultura en un país como Bolivia. Bolivia puede que tenga mucho gas y mucho litio, pero eso se acaba, algún día se acabará. Bolivia, si la sabe preservar, posee el yacimiento cultural más grande del mundo. Y eso, si se lo cuida, si se lo alienta, no se acaba nunca. Bolivia, aunque no rime, puede ser sinónimo de eternidad.
 
Aguirre es la prueba viva de esa fortaleza cultural boliviana, es el testimonio andante de que somos un país con cultura fuerte, potente y testimonial, de arraigo y proyección, y somos así, porque gente como él, gente del pueblo, el pueblo mismo decía, son los impulsores, sostenes y realizadores de esa cultura.
 
El gordo es como el Pujllay de Tarabuco. Tendrían que ser eternos, y cada vez más convocantes, cada vez más valorados, cada vez más sentidos como lo que son: lo nuestro, lo de todos nosotros, iiwasa, ¡jiwasa carajo! –una de las creaciones más sentidas del Guille, y yo lo sé.
 
Conozco a Guillermo hacen ya más de dos décadas y siempre fui igual: el es un narrador oral por excelencia, el es el cuenta-cuentos por excelencia, él es esa Bolivia oral, de la narrativa y la literatura oral que es la esencia de Bolivia —Bolivia, su marca y su marka, no es letrada, y no tiene porque serlo— que representa a los millones de bolivianos que son así, empezando por el Evo, el compañero Presidente, que es un emergente y reflejo de esa Bolivia y no de la otra, bendita Bolivia que supo vivir contándose su historia, contándose su estar y su existir en el mundo y no viviendo de teorías prestadas; él, Guillermo Aguirre, te cuenta, te transmite, te hace reír o te hace llorar con sus películas primero como una historia que se comparte entre los que quieran oír, a la noche, alrededor de un fuego, atizándolo, celebrando un trago. Esa, digo y vuelvo a decir, es la esencia de Bolivia; ese es su tesoro cultural, esa es la huella fascinante de su diversidad.
 
A mí me consta, doy un ejemplo: lo mismo lo escuchaban/lo escuchábamos en Tarija o en Camargo o en Villa Montes o en la comunidad al pie del Jacha Tata Sajama, contar la historia de lo que después fue esa película titulada El día que murió el silencio, que dirigió Paolo Agazzi y que tuvo como protagonista a Darío Grandinetti. Mientras el contaba: todos amukis. Tras que terminaba de contar, todos agradecidos.
 
Esa capacidad de creación, sólo la tiene el pueblo. El pueblo, en su oralidad, construye la narración de los sentimientos y la razón de ser que nos conjugan como patria y nos une, nos va uniendo, como patria de todos, como Patria Grande.
 
La patria son esas historias que va contando el pueblo, son esa trama, porque son su voz, son la voz de la tierra, son la voz de la historia, son la voz de las barriadas, son la voz de los que migran, son la voz de los pobres. Y la voz de los pobres, siempre es y será la voz de Dios y de la Pacha. Y la voz de los pobres es la sal de la Tierra, es la alegría del mundo; son la patria misma y cada vez más grande, vuelta canción, vuelta relato, vuelta guión.
 
El mérito de Guillermo es que él supo, como ninguno, llevar esas historias a la pantalla, y compartirlas con todos nosotros en imágenes en movimiento.
 
Y eso, aquí o en cualquier lugar del mundo, es, quién puede dudarlo, mucha pero mucha cosa, mucha dosis dirían los changos.
 
¡Gracias, hermano! Sos el pueblo hecho cine, y eso es, quién puede dudarlo, mucha pero mucha cosa, mucha virtud, mucha felicidad. Eso es lo que va a cambiar al mundo, eso es lo que lo está cambiando.
 

Río Abajo, 24 de marzo de 2013
Aniversario del golpe militar genocida en la República Argentina
 

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EDUCAR POR EL TURISMO

Pablo Cingolani

Según informó el viceministro de turismo, Marko Machicao, “el Gobierno implementará una campaña de sensibilización a la ciudadanía sobre el turismo para mejorar la hospitalidad, trato y la comunicación con el turista, además de fortalecer el conocimiento de la población sobre los beneficios que generan los visitantes al apreciar la riqueza patrimonial y cultural”.

Era hora, sobre todo tomando en cuenta que el turismo es una alternativa económica, inscripta en el mundo real y tal cual es, que si se la maneja de forma adecuada, es  de las menos destructivas medioambientalmente pero que también –y esto es un riesgo tan grave como el anterior- puede ser muy peligrosa en términos de erosión y alienación cultural. De ahí, creo, la necesidad de esa campaña de sensibilización que se plantea, pero cuidado: tampoco es cualquier campaña de sensibilización.

Me refiero a lo siguiente: el turismo es una realidad, está entre nosotros, crece tendencialmente. Lo que está en debate, y de allí la oportunidad de una campaña, es cómo hacemos aquí, los bolivianos, para sin perder nuestra identidad, sin humillarnos, sin ceder auto estima, mejorar lo que plantea el funcionario del gobierno: la hospitalidad, el trato y la comunicación con el forastero, con el recién llegado, con el turista, concientes de que su arribo y permanencia entre nosotros, nos beneficia fundamentalmente los bolsillos, ya que el turismo, insistimos, no es una actividad espiritual (por más oropeles new age con la que se la pretenda vestir), es una actividad económica. En suma: cómo hacemos para que ellos nos respeten y cómo nosotros los respetamos a ellos en ese marco regido, en lo esencial, por las leyes de la oferta y la demanda.

Aquí, propongo una visión muy personal pero que recoge el sentimiento de mucha gente que he conocido, vinculado al sector hace ya dos décadas: en realidad, no hay que sensibilizar y promover la toma de conciencia para que nuestras conductas se adecuen a la visión del que viene de afuera. Eso sería, más o menos abiertamente, más o menos inconscientemente, prostituirnos. Si nuestro concepto de hospitalidad, es hacer exactamente lo que el turista quiere, estamos a un paso de pararnos de cabeza delante de ellos para que se diviertan o a las puertas del turismo sexual tan degradante.
El punto a entender es que debemos educar por el turismo, así como se educa por los derechos humanos, por el arte, por el deporte o por la salud. Uno debe comer sano –comer berenjena o carne de camélido- para vivir bien. Uno debe hacer actividad física, para no caer en vicios inconducentes. La violencia contra las mujeres, un tema que nos acucia y nos avergüenza, no es un problema de leyes, es un problema cultural, un problema de educación. Una campaña de sensibilización con relación a la llegada de los turistas, debe partir de la misma premisa: el turista es un ser humano, como nosotros, y en ese marco de respeto y de intercambio entre seres humanos, es que debemos construir una relación positiva y productiva, así se trate, en suma, de un buen negocio.

Si ellos creen que por que tienen el dinero y pagan, pueden cualquier cosa (como me contó mi amigo que administra una agencia de trekking y escalada), pues hay que tener el valor de hacerse respetar y decir que no, por ejemplo, a prácticas tan aberrantes como la caza mayor en el Parque Madidi que además son un delito y deben ser sancionadas penalmente. Hay que romper el estigma de que somos “un país barato” –y que aquí, con dos pesos, todo es posible. Hay que construir una imagen de país digno y que nosotros no le robamos al turista con los precios.

De nuestra parte, si nosotros, porque somos los dueños de casa, vamos a maltratar a los turistas psicológica y hasta físicamente (me acuerdo en Uyuni, cuando los turistas se quejaban de que en los tours hasta la laguna Colorada, los conductores de las movilidades no paraban ni para dejarlos ir al baño, ni hablar de tomar fotografías), tampoco vamos bien. Para remediar, existen los cursos de capacitación para los operadores en turismo y el control gubernamental para que la normativa se cumpla.

Pero social y masivamente, es otra cantar. No podemos “capacitar” a todo el mundo, ni tampoco confiar sólo en la influencia de los medios. Una manera muy directa de sensibilizar es proyectar y trabajar un plan de alojamiento familiar en todas las ciudades del país. Que todas las casas de los bolivianos que así lo deseen, se puedan abrir a la recepción de turistas, ganar sus ingresos y comenzar a interactuar con ellos de manera directa. Una variante de turismo convivencial, pero donde se pone por delante la prestación de un servicio, tan básico como es el de habilitar un cuarto y un baño. Esto funciona así en muchos países del mundo: los registros de casas son oficiales, los facilitan las propias autoridades y cumplen mínimas normas de común acuerdo entre partes. No son ni hoteles de lujo, ni “josteles” para mochileros: son las casas de aquellos a los que se pretende sensibilizar y que valoren el impacto positivo que puede traer el turismo. El movimiento se demuestra andando…

Después, hay cosas obvias: nos han tratado de “poco amistosos” –y allá ellos que juzgan- pero, entre nosotros, sabemos, por ejemplo, que es poco amistoso, muy poco amistoso, y no sólo para los turistas, sino para todos, el tráfico vehicular urbano y sobre todo el maltrato al peatón. Aquí, casi ningún conductor –particular o público- respeta la prioridad que tenemos los de a pie. Simplemente, cuando se trata de doblar una bocacalle, el motorizado arranca y sálvese quien pueda. Si educáramos por el turismo y por el respeto elemental a la vida de los otros, podríamos empezar una campaña gobierno-alcaldía (aquí en La Paz, que “las cebras” ya se han ganado el cariño popular) para que los derechos del peatón sean respetados, eso redundará no sólo en beneficio de todos, sino en una imagen del país más positiva, más humana y “más amistosa”. Así hay decenas de propuestas más que se podrían encarar que vayan convergiendo sobre lo mismo. Dios (o el diablo) están sobre todo en los detalles, no en los planes macro.

Voy en definitiva que hay que pensar con sentido común y actuar en consecuencia. No tendrá arraigo ni beneficios hacer una campaña de sensibilización sólo mediática –“el turista es bueno, quiere al turista”, “el turismo es bueno, trae platita, quiere al turismo”-, si antes no se diseña un plan de acción concreto y efectivo a la búsqueda de influir en conductas ciudadanas que no sólo tienen que ver con el turismo, sino con una vida más armoniosa entre todos. Eso es educación de masas (educación ciudadana, le dicen ahora), y el Estado –en todas sus instancias-allí tiene toda la responsabilidad ética e histórica de concertar acciones y políticas y de concebirlas e implementarlas en consulta y diálogo permanente con la Sociedad, o sea, con todos nosotros.

Río Abajo, 18 de marzo de 2013

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SANGRE BOLIVIANA

Pablo Cingolani

Sangre boliviana y Son de Perú son los títulos de dos documentales  producidos el año 2011 y dirigidos por los argentinos Verónica Ardanaz y Adolfo Colombres.

Ya en la relación entre los nombres de las obras y el origen de los autores, es posible hallar una clave: se trata de dos documentales que buscan retratar, abordar y dimensionar el tema de la migración pasada y presente de peruanos y bolivianos a la República Argentina.

Esto es sí mismo, ya es todo un aporte, ya que históricamente el tema de la migración hacia la Argentina de personas de países limítrofes (incluyendo aquí también a nuestros hermanos chilenos y paraguayos) fue siempre un tema tabú, invisible, falto de consideración, de estudio  y de análisis, carente de cualquier tratamiento o abordaje que no sea el burocrático o el del amarillismo periodístico, si exceptuamos —hay que anotarlo y puede que haya otros ejemplos que se me escapan— el destacado film Bolivia de Adrián Caetano o la novela Bolivia Construcciones de Bruno Morales.

Si aceptamos ese marco de urgencia y necesidad, y si tomamos en cuenta el dato que hoy hay dos millones de bolivianos viviendo en la Argentina, el aporte de los documentales es claro y no es otro que reconocer que, a estas alturas de la historia y sobre todo en este momento histórico, el tema de la migración entre países con límites y pasado común, ya no debería ser más un problema tratado sólo en despachos oficiales, sino que debería ser abordado como una realidad colectiva, social y culturalmente activa, económicamente productiva, y sensible, anímica y profundamente enraizada en la construcción permanente de nuestras sociedades, tanto la de origen como la que recibe al que migra.

En esa dirección, los documentales logran concretar lo antedicho por un motivo muy simple pero a la vez decisivo: brinda la voz a los que nunca la tuvieron —es decir, a los migrantes mismos— y allí radica toda una potencia expresiva que ayuda a sensibilizarse y reflexionar: a través de las palabras, de los rostros, de las historias de los migrantes, las obras adquieren un espesor humano invalorable, una fuerza testimonial inexcusable a la hora de pensar lo que afirmamos: ¿cómo queremos que sean nuestras sociedades frente a la realidad humana de estas migraciones que ya no pueden negarse, ni ocultarse, ni menospreciarse como lo fueron en el pasado?
¿Queremos seguir levantando barreras de desprecio, de intolerancia, de racismo y de discriminación o queremos abolirlas todas, de una vez y para siempre?

¿Queremos insistir y seguir defendiendo soberanías de tratados leguleyos, autonomías de papel mojado y nacionalidades cada vez más abstractas, queremos seguir siendo los paisitos que abrumaron a Nuestro Padre Artigas o queremos abrazarnos todos en esa Patria Grande que era el objetivo estratégico del proyecto continental de liberación?

¿Queremos persistir encuevados, cerrarnos en folklorismos de tribuna y de salón o queremos que Sudamérica sea una fiesta de la diversidad compartida y una celebración de la vida, valorada por todos y entre todos los que nacimos aquí?

¿Queremos ser nosotros mismos, y cada vez más nosotros, o queremos ser como aquellos que siempre trataron de imponernos su modo de vida, sus mercancías, sus ponchos fabricados en Liverpool, sus Rambos y su propaganda?
Son muchas preguntas las que los sudamericanos debemos seguir haciéndonos y en verdad, duele. Duele que ya cumplidos los bicentenarios de las declaraciones de independencia de los paisitos, todavía sigámonos preguntándonos lo mismo. De allí que Sangre boliviana y Son de Perú, por momentos, también duelen, duelen en el fondo del alma, en el mismo lugar donde el sueño de la Patria Grande todavía está vivo y resiste.

Algo habrá que hacer, che. Algo que surge al mirar los documentales, es esta convicción: la hermandad, la fraternidad entre nuestras comunidades nacionales, la tan proclamada integración continental, la construyen los pueblos mismos, ellos solitos, con su trabajo, con su cultura, con su fe.

Esto debería traducirse en el ámbito político, diplomático, institucional, académico: la llave de los procesos de integración debería tenerla la gente, como la gente que uno ve y siente en Sangre boliviana y Son de Perú.
Ellos son los que están construyendo la Patria Grande todos los días de sus vidas, ellos son los que están rompiendo las fronteras y las distancias, ellos son los que están aboliendo los prejuicios y las mezquindades. Ellos son los pioneros de esa Sudamérica libre y unida que soñaron los Libertadores.

Ellos son los que deberían estar en el centro de nuestros pensamientos y decisiones cuando hablamos de economía y de acuerdos de complementariedad, pactos comerciales y todas esas vainas. Deberíamos escuchar más a los migrantes —y al pueblo que es uno solo— que a los empresarios y al mercado de Asia. Deberíamos confiar más en nuestras propias fuerzas, en nuestras propias manos, nuestra propia creatividad, conjugadas y potenciadas por una nueva ciudadanía, un nuevo arraigo y la nueva historia que nuestros pueblos ya empezaron a escribir: la de caminar todos juntos.

Uno es de donde mejor se siente —anotó alguna vez ese chileno universal y entrañablemente nuestro que es Luis Sepúlveda, y uno sabe que en nuestro continente, siempre nos sentimos bien, allí donde estemos.

Enterremos —como quería Kusch— esas fronteras interiores, psíquicas y espirituales, que nos separan y nos dividen y empeñémonos para que el siglo XXI sea el siglo de la unidad irreversible, sepultando a la vez las fronteras administrativas. Lo afirmo con convicción y experiencia de vida: nací, me crié y viví 23 años en la Argentina y ya habito y me habitan 26 años en y de Bolivia. Por eso digo, vuelvo a insistir: denle el poder a la gente, denle el poder de una ciudadanía común, sin trabas para ir y venir, estudiar, trabajar, crear; denle la posibilidad de saberse amparados y respetados por leyes compartidas; denle poder a la legitimidad del hecho de que los migrantes no son un puñado, sino que son millones –como profetizaron Túpac Katari y Evita. Denle el poder a la gente para interactuar, para comunicarse, para conocerse, para reconocerse, para volver a mirarse y mirarnos todos en el mismo espejo, el espejo de nuestra identidad, de nuestro estar-siendo en el mundo.

Los documentales de Ardanaz y de Colombres son muy valiosos y entrañables por eso: porque nos permiten sentir, reír y llorar viendo y oyendo lo que somos, cómo somos y quienes somos. Y no hay nada, nada, más fuerte y más sano que eso.

Río Abajo, marzo de 2013

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3.207 KM, AMÉRICA PROFUNDA

Pablo Cingolani

Montañas, cielos, vientos: acabamos de regresar desde Salta-Argentina. Desde Río Abajo, en el sector sur de La Paz-Bolivia, recorrimos, ida y vuelta, 3207 kilómetros en 11 días y 10 noches. Hipnotizados por el camino, imantados por los cerros, enamorados de la travesía, desde allí, desde el territorio, desde el contacto con la gente que allí vive y está, que allí mora y sueña, es que concebimos nuestra participación en el primer Encuentro de Hermanamiento de Creadores y Gestores Culturales de Bolivia y el Noroeste Argentino, que se realizó en la capital salteña, con gran energía y participación de muchas voces y muchas expresiones de ese horizonte en permanente construcción que es la cultura de nuestros pueblos.

Salta, uno de los entrañables corazones de la América Andina, una de las encrucijadas de un derrotero histórico que empieza por allí —y se extiende por el sur hasta Tucumán y Santiago del Estero—, y se alarga hacia el norte por Bolivia, por todo el Perú, Ecuador, y acaso llegue hasta más allá de Pasto, hasta Bogotá, supo alentar un encuentro inédito, un encuentro horizontal y activo entre trabajadores de la cultura, gente que cree que si ponemos el alma, el espíritu y los ideales por delante, nuestro continente —esa América Profunda indagada y sentida por Kusch— podrá cerrar las heridas de tanto despojo y maltrato, y reencontrarse en el derrotero de su propio destino, su propio carácter y su propia temperatura vital, la más apasionada del orbe.

Hoy, las barreras geográficas han caído —las carreteras han penetrado el paisaje, las redes copan el éter— , por lo cual no hay ningún justificativo ético y material para no integrarnos cada vez más, para no unirnos cada vez con mayor compromiso y nobleza, para construir juntos un futuro común. Ese es el desafío de la cultura, ese es el desafío de los creadores: que frente a la globalización, que frente a las dinámicas económicas arrasadoras, que frente a la basura mental y existencial que todo eso trae aparejado, podamos levantar las banderas de la vida plena, de nuestra vida, que sólo es posible cuando somos uno y todos amparados en nuestra propia identidad.

Esa identidad, la nuestra, la de todos nosotros, es la que brota a cada kilómetro de camino andado y vuelto a andar por el sur de Bolivia y el norte argentino, y que tuvo en Salta un epicentro de algo a forjar, de algo a labrar, de algo a defender y promover: qué específicamente es la pregunta que nos deberíamos hacer todos. Cómo, debería ser el esfuerzo de muchos, incluyendo desde ya a las autoridades de ambos países. El para qué está bien claro: porque no queremos otra mirada que la que nace de nuestros ojos y nuestras manos, porque sólo así podremos encarar el presente y el futuro, porque no hay otro camino posible que el que nos ha convocado y por el cual queremos ir con alegría y fervor como siempre hemos ido.

Ese camino, esta vez, enlazó Oruro, Tupiza, Villazón, La Quiaca, Maimará, Salta, Padcaya, Tarija, Sucre y otra vez Oruro en un abrazo de arenas y estrellas, montañas, cielos y vientos que fueron nuestros hermanos primeros para darnos la fuerza y la voluntad para acudir a abrazarnos con nuestros otros hermanos y nuestros compañeros de todo ese inmenso país poético y sentimental que conforman el NOA y el occidente y el sur de Bolivia.

Tal vez en este hecho que anotaré estuvo y está cifrada toda la potencialidad expresiva y creativa de lo vivido y de lo que puede venir: fue la noche que celebramos en Maimará, Jujuy, en medio del imponente paisaje multicolor de la mítica Quebrada de Humahuaca, el cumpleaños del Ramón Rocha, de nuestro carnal y compañero de rutas. Fue en la casa de Celina, una mujer de pueblo que crió sola a dos hijos maravillosos, que son también los nuevos protagonistas de la pelea por el destino.

Allí, con Fernando que había arribado desde Jujuy ciudad para darnos la bienvenida; allí, con los trabajadores que venían desde El Ramal y con sus guitarras encendidas; allí con nosotros cebados de tanto trajín y celebración en marcha; allí, con la comida que comimos y los vinos compartidos; allí, en el pueblo donde Gunther Rodolfo Kusch vivió su exilio interior cuando los heraldos negros asolaban la Argentina; allí, tal vez, se juntaron, descarnadas y vivas, todas las claves, todas las teclas, todas las pulsiones que nos alientan, que quisiéramos compartir con todos, que buscaremos sigan encendidas.

Allí, en Maimará, donde Kusch sabiendo que iba a morir, que iba a partir, escribió uno de los textos más maravillosos de todos los que nos legó y que tituló, simplemente así: Vivir en Maimará.

Allí, Rodolfo, con sus palabras, habla de la frontera, de las fronteras, y él se pregunta —con esa amabilidad avasallante que siempre cultivó y que cada vez cautiva más— si las fronteras están adentro o afuera de uno, si los límites son nuestros propios cercos espirituales —nuestra incapacidad para ver y sentir al otro— o están allí afuera, donde “está un molle grande, enfrente vive el carpintero Colque, y más allá del otro lado del río, se levanta la montaña”.

Cuando rompemos nuestro ensimismamiento, cuando dejamos atrás los prejuicios y el falso afán de ser alguien, dice Rodolfo, somos, cada quien, como los héroes gemelos de Xibalá y el Popol Vuh, que descienden al infierno pero para encontrar la lucidez total, la sensibilidad completa y “la conciencia mágica de ser totalmente uno mismo”. Y esto, se preguntó Kusch, y esto ¿por qué? ¿Porque debemos romper nuestra isla egoísta, nuestro pequeño mundo de seguridades y comodidades, nuestra propia frontera? Pues porque sí —sentencia sin saber que lloro de emoción mientras lo anoto—, pues porque sí, mi hermano, porque en eso está el misterio del hecho de vivir, porque será –agrega- que en lo tenebroso, en lo caótico, en lo que desasosiega, “también andan los dedos de Dios”. Pues porque sí.

Entonces, ocurre el milagro. Allí, en Maimará, allí donde estábamos aquella noche con Celina, con Fernando, con los chicos, con los obreros, con el Riki, con el Ramón y el Ramoncito. Ocurre el milagro: Kusch, que sabía que partiría, se da cuenta que aún le falta cruzar una frontera, la de la montaña que está frente al cuarto donde escribe. Y entonces, anotó para la eternidad: “Y yo sé que si logro cruzarla alguna vez e ir del otro lado, encontraré, como los héroes gemelos, del otro lado, toda la vida, esa que aún no se ha desprendido de los dedos divinos”.

Y ahora, yo que nunca sé lo que escribo, por dónde me llevará la escritura, advierto y siento que la travesía por estas palabras, estos rostros, estas realidades y estas magias, nos ha conducido allí donde queríamos: a un lugar de comunión y encuentro con lo más sagrado y con lo más humano, el lugar donde alguien —él, Rodolfo— habla por él, pero también por mí, y habla por todos, habla por nosotros, habla de nosotros, habla de aquello que debería unirnos y conmovernos, habla de eso que no puede estar ausente, habla de lo que no puede jamás ser olvidado.
Montañas, cielos, vientos; arenas y estrellas: recorrimos felices y en ofrenda 3207 kilómetros por esa intensidad y por ese rastro.

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MEDIO SIGLO CON/SIN JAVIER HERAUD

Pablo Cingolani

1963. Ese año, a él lo matan, lo ejecutan, lo destrozan a balazos. Ese año, nazco, vengo al mundo, aparezco. Será por ese motivo esencial —cuando uno se va, es porque otro llega, otro está viniendo, susurraban Cazuza  y su guitarra — que siento con Javier Heraud una conexión singular, una comunión especial, trascendente. 

Esa sincronía entre la vida y la muerte  —matan a Javier 106 días antes que mi madre me dé a luz—, a aquellos que creemos en el destino y las circunstancias que lo cortejan, te marca. 

Pero hay también otros motivos, y tan profundos como el anterior: errando por la América Profunda, tras un pasado militante en mi país natal, la Argentina, llego a Bolivia, a fines de los ochenta, y en un periódico que ya no existe –Presencia- leo ese poema de Heraud, su poema inmortal, su poema-epitafio, su poema epifánico: Yo no me río de la muerte. 

Corto el papel, guardo el recorte, todavía lo conservo, amarillado y añejo, a pesar de mi nomadismo, a pesar de las veces que el poema me acompañó en la travesía. Uno que quería vivir y quería vida nueva para todos, había escrito: "simplemente/ sucede que/ no tengo/ miedo/ de/ morir/ entre/ pájaros y árboles", y un año después, lo asesinan en el medio de la selva, en la Amazonía, entre pájaros y árboles como él mismo había profetizado. 

Cada vez que voy a la selva, cada vez que me encuentro en la Amazonía —y ya son más de veinte años de trabajar allí con la selva y con sus pueblos indígenas—, me acuerdo de Javier y de esa su sensibilidad, despojada y exquisita. 

Nadie como él retrató con tanta precisión pero a la vez con tanta belleza el sentimiento que ya estaba signando, que ya estaba labrándose –desde la Sierra Maestra, Cuba, en 1957- en el corazón de miles de jóvenes latinoamericanos y que no era otra que la voluntad y la decisión de pelear hasta el final, hasta la muerte y hasta más allá de la muerte, por la liberación de nuestro continente y por la construcción de sociedades diferentes, más libres, más justas, más plenas, más sensibles.

Cuatro años después de que Camilo Cienfuegos partiera en un avión hacia el infinito, cuatro años antes de que ejecutaran al Che Guevara en una higuera que hasta hoy nos interpela, Javier Heraud deja su sangre en las aguas y arenas del río Amarumayu, y nos lega uno de los testimonios más puros —pienso también y de manera inevitable en Néstor Paz Zamora— en torno a  una actitud y un valor humanos que el tiempo y las circunstancias han ido erosionando y gastando en el resto de los seres humanos. 

Ellos eran los Hombres Nuevos. 

Ellos eran esos hombres nuevos, novísimos, aquellos que el fervor guevarista, el fervor por la tierra de uno, el fervor por la sal de esa tierra que son los pobres, el fervor por aquello –como la tierra, los pobres y los que sufren- que lo merecen todo, hizo nacer en todo nuestro continente. 

Cincuenta años después de la muerte de Javier, su luz sigue intacta, su palabra perdura, su compromiso está vivo. Sin Javier, ¡presente! Con Javier, hasta más allá de la vida y de sus motivos. Cincuenta años ya, ¡cincuenta años aunque para algunos nos parezca ayer! 

* * *

1963. 15 de mayo. Una muerte, un poema, un río. Amazonía peruana. Tres hombres, dos afuerinos y un guía,  avanzan contra la corriente de un río mítico: el Amaru Mayu, río de las serpientes de los Inkas, o Madre de Dios como lo rebautizaron los españoles. Avanzaban río arriba, desde Riberalta, desde Bolivia. 

Los antiguos japoneses creían que navegar hacia la fuente de un río era subir hacia la morada de los dioses. Ellos no llegarían a ninguna parte: otras embarcaciones repletas de hombres de atuendo verde y negro y armas de guerra rodearon a la balsa y exterminaron a tiros a sus ocupantes. Alguna gente desde las orillas se sumó a la fatal faena utilizando carabinas para caza mayor. 

Cuando recuperaron el bote, militares y vecinos de Puerto Maldonado observaron los cadáveres de los tres hombres destrozados por la balacera. Uno de los cuerpos era el de un joven cuyo rostro seguía siendo el de un muchacho a pesar de las marcas que le dejó la abstinencia de comida y no comer, a pesar de las cicatrices de la selva, a pesar de la muerte que ya lo había abrazado como él mismo soñó: entre pájaros y árboles. 

Los victimarios se vanagloriaron con la carnicería y proclamaron que los guerrilleros apátridas, los delincuentes comunistas, los criminales marxistas-leninistas, terminaban así. Cocidos en odio y balazos. 

No sabían que habían matado a un poeta. No sabían que Guillén y Neruda llorarían por él. No sabían quién era Guillén ni tampoco quien era Neruda y menos que el muerto era Javier Heraud, el poeta.

* * *

Una vida, un poema, un río: Javier había nacido en el barrio limeño de Miraflores en 1942.  Estudió con los curas y se destacó, desde niño, en su oficio de escritor y también en los deportes. A los 16 años, ya era el mejor alumno de la Facultad de Letras de la Universidad Católica peruana y profesor de castellano de hijos de proletarios de las barriadas pobres. A los 18, publica su primer libro, El río, donde incluyó ese su poema emblemático. El mismo año, con otro libro, El viaje, gana el premio "El poeta joven del Perú". 

Antes de cumplir 19, como miles de jóvenes de ese tiempo que parece distar una era, se inscribe a un partido político, el Movimiento Social Progresista (MSP) de tendencia socialdemócrata. Participa en la marcha de repudio a la visita del entonces vicepresidente norteamericano Richard Nixon. Adhiere a la revolución cubana. Viaja a Moscú en representación del MSP. Visita la tumba de Lenin. Escribe: 

He dicho Paz en rojo, en calles

en plazas y jardines. 

Y digo paz en Moscú, en Tashkent

o en el corazón herido de mi pueblo. 

A su retorno, hace escala en París y visita la tumba de otro ser que amaba: César Vallejo. A los 20 años, renuncia al MSP por "falta de una ideología coherente" y porque "no creo que sea suficiente llamarse revolucionario para serlo". 

Recibe una beca para estudiar cine en Cuba. Llega a La Habana el 4 de abril de 1962. Conoce a Fidel –al Caballo en persona- y recorre con otros camaradas Camagüey, Santiago y Santa Clara, la ciudad del combate crucial del Che y de la Revolución Cubana. Escribe: 

Un día conocí a Cuba

conocí su relámpago de furia. 

En la referida Sierra Maestra, y como parte de su entrenamiento militar, escala el Turquino, el cerro más alto de la isla. El 18 de julio, el general Pérez Godoy derroca en Lima al oligarca Prado. Los hechos se precipitan. Vuela a La Paz-Bolivia. Ya es Rodrigo Machado, su nombre de guerra como militante del Ejército de Liberación Nacional del Perú. El 15 de mayo de 1963, a los 21 años, es acribillado a tiros por miembros del ejército del país que lo vio nacer y que lo aniquila, cobarde y miserablemente. 

* * *

¿Tenía que morir así? Le había escrito a su madre, desde la capital cubana, en noviembre de 1962: "Voy a la guerra por la alegría, por mi patria, por el amor que te tengo, por todo en fin. No me guardes rencor si algo me pasa. Yo hubiese querido vivir para agradecerte lo que has hecho por mí, pero no podría vivir sin servir a mi pueblo y a mi patria. Eso tú bien lo sabes, y tú me criaste honrado y justo, amante de la verdad, de la justicia". Sus razones también las había escrito en un poema que tituló, sencillamente, Explicación: 

Y recordé mi triste patria,

mi pueblo amordazado,

sus tristes niños, sus calles

despobladas de alegría.

 

Recordé, pensé, entreví sus

plazas vacías, su hambre,

su miseria en cada puerta.

 

Todos recordamos lo mismo.

Triste Perú, dijimos, aún es tiempo

de recuperar la primavera (...).

Aún es tiempo: "'Es fácil manejar un fusil, disparar/ esperanzas (...)".

* * *

Vidas ejemplares. En 1963, el socialismo —la patria para todos— en Nuestra América parecía estar a la vuelta de la esquina. Un desembarco, un foco, una revolución. 

Heraud inaugura una lista interminable de mártires en el cono sur sudamericano: Javier como Néstor; Javier como Ernesto; Javier como Norma, como Ana María, como la Vicky; Javier como el Roby; como miles de jóvenes que un día recordaron, pensaron, entrevieron, sintieron a sus tristes patrias latirles adentro y latirles tan fuerte y decidieron que sus vidas estaban más allá o más acá de la muerte, más allá o más acá de la victoria. Sus vidas, su pulsión de vida, fue la lucha. No quiero que sean olvidados porque ningún destino es peor que eso.

Javier 2013, 50 años después: ¿Cuantos-cuantas darían-daríamos la vida como la dieron ellos en 1963, 1967, 1970, 1976? Muertes ejemplares que nos cuestionan en medio de tanto malestar democrático que nos involucra a todos (a ellos y a nosotros) y en medio de esas interferencias éticas en el camino de reencontrarnos (nosotros y ellos) en la huella del destino para enterrar el reino de la necesidad y dejar que florezca el reino de la libertad.

Dijo Fucik antes de ser ahorcado por los nazis: Que la tristeza nunca vaya unida a mi nombre. Cuesta repetir las palabras del checo cuando recordamos al poeta asesinado. Cuesta no emborracharse con tanta traición. 

En su poema Epílogo, Heraud escribió:

Sólo soy

un hombre triste

que agota sus palabras

y puede ser un reflejo o todo lo contrario: un tajo por donde se cuele la luz. Javier Heraud tenía todo el derecho a seguir viviendo, creando, soñando  —rebelarse contra lo injusto es el derecho más plenamente humano de todos; rebelarse contra la injusticia jamás podrá  justificar una muerte, menos la muerte de Javier.

La memoria debería ser invencible. Siempre habrá alguien que dé un paso al frente. No se puede matar a todo el mundo. La historia no ha terminado. Medio siglo sin vos, Javier. Medio siglo con vos, Heraud. Que la tristeza nunca vaya unida a su nombre, que la tristeza nunca vaya unida a tu nombre, camarada, compañero, hermano Javier Heraud.

 

* Este texto será leído por el autor en la Mesa-Foro sobre Poesía, Literatura y Política en el marco del primer Encuentro de Hermanamiento Regional de Creadores, Intelectuales y Gestores Culturales de Bolivia y Noroeste Argentino, el próximo día 22 de febrero, en la ciudad de Salta, República Argentina.

 

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PRIMER CONTACTO

Pablo Cingolani

Los lucayos, los habitantes originarios de las islas Bahamas, fueron el primer pueblo indígena contactado en lo que hoy se conoce como el continente americano. Quien los contactó, fue el mismísimo Colón y su tripulación, tras desembarcar en una isla que los nativos llamaban Guanahaní y que Colón, inaugurando el cauce para que fluya la mentalidad eurocentrista, occidental-cristiana y etnocida rebautizó como “San Salvador”. Eso sucedió en octubre de 1492, de la era cristiana, cronología que hoy domina al mundo.
 
Con la terminología del presente, ese fue el “primer contacto” que se produjo en América. Los lucayos, a partir de ese momento, perdieron su “aislamiento” con relación al mundo “hegemónico”, “dominante”, “envolvente”, que se había hecho presente en una de las islas por ellos habitadas. Si bien el “primer contacto” fue de carácter pacífico, lo que empezó, en los hechos, fue una invasión violenta de sus territorios, que arrasaría con todo. Los lucayos, desde el momento en que fueron contactados, empezaron a perder su libertad, su autodeterminación, su soberanía como pueblo, empezaron a ser conquistados, no sólo por Colón y sus soldados, sino por todo lo que Colón y los suyos representaban: en lo esencial, por su manera de ver y entender al mundo, por la cosmovisión que ellos sustentaban, por el mundo occidental y cristiano del cual ellos fueron su avanzada, trágica y temible avanzada.
 
En la mañana del viernes 12 de octubre de 1492, los recién llegados, antes incluso de poner pie en tierra y que el propio Colón encabécese el desembarco, portando la bandera real, “vieron gente desnuda”. Luego, mientras los escribanos tomaban posesión –a nombre de la reina y del rey de España- de aquellas tierras, “se juntó allí mucha gente de la isla”. Fue entonces que Colón, tras terminar con las formalidades burocráticas del acto de conquista, se dirigió hacia ellos, con un objetivo preciso: “convertirla a nuestra santa fe con amor que no por fuerza”. El mundo iba a cambiar para siempre.
 
Colón cuenta en primera persona que, para demostrar sus buenas intenciones,  “les di a algunos de ellos unos bonetes colorados y unas cuentas de vidrio que se ponían al pescuezo, y otras cosas muchas de poco valor, con que tuvieron mucho placer y quedaron tanto nuestro que era maravilla”. Luego sucede algo humano, definitivamente humano: los lucayos comenzaron a nadar hasta los navíos, y como sigue contando el almirante de España, “nos traían papagayos y hilo de algodón en ovillos y azagayas y otras cosas muchas, y nos las trocaban por otras cosas que nos les dábamos, como cuentecillas de vidrio y cascabeles”.
 
Aquí se inicia la verdadera historia de los “espejitos de colores”, que –con el paso del tiempo- se convertirá en el sistemático saqueo y la expoliación colonial a lo largo de más de tres siglos de imposición europea, y luego  en el mundo tal como lo conocemos hasta el presente, dominado por el capitalismo imperialista: nosotros, los proveedores de materias primas, y ellos, a cambio, los que nos inundan, como anotó conscientemente el Almirante, con “cosas muchas de poco valor”. En los años sesenta, la CEPAL hablaba del “deterioro de los términos del intercambio”. Desde la economía política, surgió la llamada “teoría de la dependencia”. En Cuba, otra de las islas a la cual Colón arribaría en su viaje inaugural, había triunfado una revolución armada, que había tomado el poder en 1959, y que llamaba a los pueblos de América Latina a “liberarse”.
 
Colón prosigue su diario, anotando su visión cultural de los contactados. Confiesa: “me pareció que era gente muy pobre de todo. Ellos andan todos desnudos como su madre los parió, y también las mujeres…”. Los invasores ya tenían una tarea pendiente: vestirlos, aunque Colón, imbuido del espíritu del Renacimiento, reconoce que los lucayos eran “muy bien hechos, de muy hermosos cuerpos y muy buenas caras”. Aquí ya estaban sentadas las bases del mestizaje, de la unión, voluntaria o no, de los cuerpos, la cópula, la atracción sexual. Finalmente, no habría nada que se los impida. Colón destacó también su superioridad militar: “Ellos no traen armas ni las conocen, porque les mostré espadas y las tomaban por el filo, y se cortaban con ignorancia”. Para terminar de componer el cuadro, el almirante afirmó que “llevaré de aquí al tiempo de mi partida, seis, a Vuestra Alteza, para que aprendan a hablar”. La aculturación forzada.
 
Lo más increíble es que todo lo sucedido y anotado ocurrió en un solo día, en el primer día, en el a la larga fatídico 12 de octubre de 1492. Ese día, en eso coincidimos todos, ese día, el mundo cambió para siempre. Nosotros, los de este lado, los herederos directos de ese proceso que se puso en marcha esa mañana de otoño en Guanahaní, aún seguimos intentando explicarnos qué fue lo que pasó, que fue lo que verdaderamente empezó a pasar.
 
Por de pronto, algo que sí sucedió es que hoy no hay ningún lucayo vivo, ni descendiente de lucayo, en las Bahamas ni en ningún otro lugar. Los lucayos, implacablemente, desaparecieron. Son nuestros primeros desaparecidos forzados. Son las primeras víctimas de lo que se denomina como genocidio. Sin embargo, hoy mismo, en nuestra Amazonía y en nuestro Chaco, sigue existiendo gente que aún no fue contactada por nadie ni menos quieren recibir nuestras cuentas de vidrio ni nuestros bonetes colorados. Siguen viviendo su vida, de acuerdo a sus usos y costumbres ancestrales, de siempre. Para ellos, no existió 1492, ni la Revolución Cubana.
 
Antes, se los conocía, justamente, como “pueblos no contactados” –incluso figuran así en la constitución política del estado boliviano. Ahora, se los conoce más respetuosamente como “pueblos indígenas aislados” o “pueblos indígenas en estado de aislamiento” (según la ONU). La diferencia de estos pueblos con los lucayos de Guanahaní y con todos los demás pueblos que sufrieron en carne propia el genocidio y el etnocidio durante los próximos y más de quinientos años, es que los hoy llamados pueblos indígenas aislados sobrevivieron, resistieron defendiendo su modo de vida y su manera de ver y sentir el mundo, y lo más importante de todo: hoy, la sociedad hegemónica, dominante, envolvente, se ha puesto de acuerdo, ha llegado a la conclusión ética e histórica, de que a estos pueblos hay que protegerlos, ya que también –como todos los seres humanos- tienen derechos.
 
El principal: su derecho a seguir existiendo en su aislamiento, su derecho a no tener que sufrir lo que han sufrido y por lo cual han desaparecido los lucayos y miles de pueblos más, su derecho a seguir siendo ellos mismos, así el mundo que cambió para siempre en 1492, hoy esté queriendo llegar con su tecnología, con sus nuevas espadas,  y su delirio de progreso –la continuación de los espejitos de colores por otros medios- hasta el planeta Marte. Y puede que lleguen al planeta rojo pero, por imperativo moral, el más alto y puro de los conceptos de justicia y respeto a los derechos humanos de los aislados, hay que evitar que lleguen hasta los rincones de la selva amazónica y el chaco sudamericano donde ellos viven. Si los aislados que aún resisten en pleno siglo XXI desaparecieran, terminaremos como humanidad de acabar con la despiadada tarea iniciada en 1492, terminaremos de consumar el menos asumido de todos los genocidios: el de los pueblos originarios del continente que hoy conocemos como América.
 
Río Abajo, 30 de enero de 2013

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