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Los lucayos, los habitantes originarios de las islas Bahamas, fueron el primer pueblo indígena contactado en lo que hoy se conoce como el continente americano. Quien los contactó, fue el mismísimo Colón y su tripulación, tras desembarcar en una isla que los nativos llamaban Guanahaní y que Colón, inaugurando el cauce para que fluya la mentalidad eurocentrista, occidental-cristiana y etnocida rebautizó como “San Salvador”. Eso sucedió en octubre de 1492, de la era cristiana, cronología que hoy domina al mundo.
Con la terminología del presente, ese fue el “primer contacto” que se produjo en América. Los lucayos, a partir de ese momento, perdieron su “aislamiento” con relación al mundo “hegemónico”, “dominante”, “envolvente”, que se había hecho presente en una de las islas por ellos habitadas. Si bien el “primer contacto” fue de carácter pacífico, lo que empezó, en los hechos, fue una invasión violenta de sus territorios, que arrasaría con todo. Los lucayos, desde el momento en que fueron contactados, empezaron a perder su libertad, su autodeterminación, su soberanía como pueblo, empezaron a ser conquistados, no sólo por Colón y sus soldados, sino por todo lo que Colón y los suyos representaban: en lo esencial, por su manera de ver y entender al mundo, por la cosmovisión que ellos sustentaban, por el mundo occidental y cristiano del cual ellos fueron su avanzada, trágica y temible avanzada.
En la mañana del viernes 12 de octubre de 1492, los recién llegados, antes incluso de poner pie en tierra y que el propio Colón encabécese el desembarco, portando la bandera real, “vieron gente desnuda”. Luego, mientras los escribanos tomaban posesión –a nombre de la reina y del rey de España- de aquellas tierras, “se juntó allí mucha gente de la isla”. Fue entonces que Colón, tras terminar con las formalidades burocráticas del acto de conquista, se dirigió hacia ellos, con un objetivo preciso: “convertirla a nuestra santa fe con amor que no por fuerza”. El mundo iba a cambiar para siempre.
Colón cuenta en primera persona que, para demostrar sus buenas intenciones, “les di a algunos de ellos unos bonetes colorados y unas cuentas de vidrio que se ponían al pescuezo, y otras cosas muchas de poco valor, con que tuvieron mucho placer y quedaron tanto nuestro que era maravilla”. Luego sucede algo humano, definitivamente humano: los lucayos comenzaron a nadar hasta los navíos, y como sigue contando el almirante de España, “nos traían papagayos y hilo de algodón en ovillos y azagayas y otras cosas muchas, y nos las trocaban por otras cosas que nos les dábamos, como cuentecillas de vidrio y cascabeles”.
Aquí se inicia la verdadera historia de los “espejitos de colores”, que –con el paso del tiempo- se convertirá en el sistemático saqueo y la expoliación colonial a lo largo de más de tres siglos de imposición europea, y luego en el mundo tal como lo conocemos hasta el presente, dominado por el capitalismo imperialista: nosotros, los proveedores de materias primas, y ellos, a cambio, los que nos inundan, como anotó conscientemente el Almirante, con “cosas muchas de poco valor”. En los años sesenta, la CEPAL hablaba del “deterioro de los términos del intercambio”. Desde la economía política, surgió la llamada “teoría de la dependencia”. En Cuba, otra de las islas a la cual Colón arribaría en su viaje inaugural, había triunfado una revolución armada, que había tomado el poder en 1959, y que llamaba a los pueblos de América Latina a “liberarse”.
Colón prosigue su diario, anotando su visión cultural de los contactados. Confiesa: “me pareció que era gente muy pobre de todo. Ellos andan todos desnudos como su madre los parió, y también las mujeres…”. Los invasores ya tenían una tarea pendiente: vestirlos, aunque Colón, imbuido del espíritu del Renacimiento, reconoce que los lucayos eran “muy bien hechos, de muy hermosos cuerpos y muy buenas caras”. Aquí ya estaban sentadas las bases del mestizaje, de la unión, voluntaria o no, de los cuerpos, la cópula, la atracción sexual. Finalmente, no habría nada que se los impida. Colón destacó también su superioridad militar: “Ellos no traen armas ni las conocen, porque les mostré espadas y las tomaban por el filo, y se cortaban con ignorancia”. Para terminar de componer el cuadro, el almirante afirmó que “llevaré de aquí al tiempo de mi partida, seis, a Vuestra Alteza, para que aprendan a hablar”. La aculturación forzada.
Lo más increíble es que todo lo sucedido y anotado ocurrió en un solo día, en el primer día, en el a la larga fatídico 12 de octubre de 1492. Ese día, en eso coincidimos todos, ese día, el mundo cambió para siempre. Nosotros, los de este lado, los herederos directos de ese proceso que se puso en marcha esa mañana de otoño en Guanahaní, aún seguimos intentando explicarnos qué fue lo que pasó, que fue lo que verdaderamente empezó a pasar.
Por de pronto, algo que sí sucedió es que hoy no hay ningún lucayo vivo, ni descendiente de lucayo, en las Bahamas ni en ningún otro lugar. Los lucayos, implacablemente, desaparecieron. Son nuestros primeros desaparecidos forzados. Son las primeras víctimas de lo que se denomina como genocidio. Sin embargo, hoy mismo, en nuestra Amazonía y en nuestro Chaco, sigue existiendo gente que aún no fue contactada por nadie ni menos quieren recibir nuestras cuentas de vidrio ni nuestros bonetes colorados. Siguen viviendo su vida, de acuerdo a sus usos y costumbres ancestrales, de siempre. Para ellos, no existió 1492, ni la Revolución Cubana.
Antes, se los conocía, justamente, como “pueblos no contactados” –incluso figuran así en la constitución política del estado boliviano. Ahora, se los conoce más respetuosamente como “pueblos indígenas aislados” o “pueblos indígenas en estado de aislamiento” (según la ONU). La diferencia de estos pueblos con los lucayos de Guanahaní y con todos los demás pueblos que sufrieron en carne propia el genocidio y el etnocidio durante los próximos y más de quinientos años, es que los hoy llamados pueblos indígenas aislados sobrevivieron, resistieron defendiendo su modo de vida y su manera de ver y sentir el mundo, y lo más importante de todo: hoy, la sociedad hegemónica, dominante, envolvente, se ha puesto de acuerdo, ha llegado a la conclusión ética e histórica, de que a estos pueblos hay que protegerlos, ya que también –como todos los seres humanos- tienen derechos.
El principal: su derecho a seguir existiendo en su aislamiento, su derecho a no tener que sufrir lo que han sufrido y por lo cual han desaparecido los lucayos y miles de pueblos más, su derecho a seguir siendo ellos mismos, así el mundo que cambió para siempre en 1492, hoy esté queriendo llegar con su tecnología, con sus nuevas espadas, y su delirio de progreso –la continuación de los espejitos de colores por otros medios- hasta el planeta Marte. Y puede que lleguen al planeta rojo pero, por imperativo moral, el más alto y puro de los conceptos de justicia y respeto a los derechos humanos de los aislados, hay que evitar que lleguen hasta los rincones de la selva amazónica y el chaco sudamericano donde ellos viven. Si los aislados que aún resisten en pleno siglo XXI desaparecieran, terminaremos como humanidad de acabar con la despiadada tarea iniciada en 1492, terminaremos de consumar el menos asumido de todos los genocidios: el de los pueblos originarios del continente que hoy conocemos como América.
Río Abajo, 30 de enero de 2013
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