Opinion

LAS FARC
Río Abajo
Pablo Cingolani
Lunes, 27 Mayo, 2013 - 19:42

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Sobre las FARC, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, la más antigua guerrilla americana, se ha dicho de todo, y todo lo malo, todo lo malísimo, todo lo peor, todo lo muy peor, y todo porque no andaban negociando la paz sino haciendo la guerra.

Ahora que los titulares de los periódicos cuentan del primer gran acuerdo logrado en La Habana entre los representantes guerrilleros y los del gobierno de Juan Manuel Santos, los combatientes pasan a ser buenos, buenitos, políticamente correctos y destacados en la prensa. En fin, así es la vida y también la guerra, o sea la política por otros medios.

Lo que me interesa desde aquí es aportar a este proceso —que ojalá repare todo el daño causado a las víctimas del despojo de tierras y del desplazamiento forzado ocasionado por el accionar atroz de los grupos paramilitares por décadas—, con la luz de cierta historia intima, la de un colombiano que vino al mundo como Pedro Antonio Marín, pero que fue mejor conocido por su nombre de guerra,  Manuel Marulanda Vélez, y mucho más aún, por su mítico y famoso apodo: Tirofijo.

Tirofijo era, como diría ese verso de Bertold Bretch, uno de los imprescindibles, esos hombres que no luchan un día o un año, sino que luchan —ha luchado— toda la vida. Y eso es lo que fue, en esencia, el colombiano: un luchador, un guerrero, un combatiente.

Tirofijo, desde que empezó su brega —que no fue otra que afanarse por la justicia social para el campo colombiano y por la liberación nacional de su patria— usó de manera recurrente una misma metáfora: la montaña.

Decía: una montaña inmensa, un montaña enorme, un montañón, se alzaba entre los “enmontados” —los proto guerrilleros de las FARC— y la gente de la ciudad, del poder, del gobierno, que no entendía, no sabía o no quería entender o no quería saber lo que pasaba en la Colombia rural. Y ese aseguraba Tirofijo, era el enemigo, el peor enemigo, el enemigo principal. Esa incomprensión, ese aislamiento, esa indiferencia, era peor que el ejército, “es peor que aguantar hambre una semana seguida”-—confesaba. “Nuestras voces no se escuchan… no es una distancia de tierras y de ríos, de obstáculos naturales, no: es la montaña atravesada”, esa montaña que separaba mentalmente a la ciudad del campo.

“La ilusión —aclaraba Tirofijo— era derribar esa montaña con la frescura de la imaginación y la acción de las palabras”. Echado de su tierra, desplazado, lejos de su cedral y de sus ceibas, quería junto con los enmontados, volver al Valle, al lugar donde nació. Contaba e insistía: para eso se necesitaba “una imaginación rompedora de montañas”. Según él, esas palabras, eran “cosas de pensar cuando se piensa”. Como nadie los escuchaba, eligieron el fusil para hacerse oír, cosas de actuar cuando se actúa diremos parafraseándolo y cada uno juzgará si lo lograron.

La montaña de prejuicios y la imaginación sanadora: siento en las palabras de Tirofijo todo ese amor infinito que cualquier campesino tiene por el bien más preciado, su tierra, pero también todo su dolor, toda su tristeza y también su grito, su reclamo, a ese mundo urbano, cómodo y presuntuoso, que siempre le dio la espalda a los campesinos y nunca le dio las gracias por algo tan básico: la comida que comemos todos, la comida que —para todos— la producen ellos.

Será por eso, será porque así el poder quiere evitarse el surgimiento de nuevos enmontados y nuevas guerrillas campesinas, que ahora lo que busca es acabar con esa realidad que signó la historia del mundo por algunos milenios: el agro negocio no quiere más campesinos, quiere que desaparezcan, quiere reemplazarlos por máquinas. Frente a esta situación que nos avasalla, siento la magia de esa apelación a la imaginación que hacía el campesino rebelde y uno piensa: ¿dónde quedó, dónde se ha ido, toda esa poesía?

En sus comienzos de alzado, Tirofijo no se enfrentó contra las corporaciones que intentan monopolizar la producción de los alimentos —uno de los jinetes del apocalipsis que asolan este mundo de hoy— sino contra los conservadores que durante ese periodo de la historia de Colombia que se llamó La Violencia, una guerra de exterminio no declarada que se inició tras el magnicidio de Jorge Eliecer Gaitán y la revuelta popular conocida como El Bogotazo, buscaban acabar con los liberales, como el joven Pedro Antonio Marín y sus enmontados.

Sobre esa terrible circunstancia, Tirofijo tuvo también bellas palabras. Evocó: “En esos tiempos nos dijimos, por muchos que sean los liberales muertos, los conservadores no son capaces de matarlos a todos, imposible acometer semejante ambición, tendrían que matar al país matando uno a uno a sus hombres. Se necesitarían muchas tumbas para enterrar un país…”.

Cuando le preguntaron porque quería volver a su terruño, tras tanta muerte, tras tanto padecimiento, tras tanto escarmiento insensato, el campesino que se volvió soldado, el soldado que se volvió comandante, el comandante que se volvió una leyenda, expresó que quería retornar, “no para hacer de las huellas un hueco lleno de recuerdos y mucho dolor. Más bien para aprender de las pisadas…”.

Alguien que expresa tanta hondura y tanta noble belleza en el desgarro a curar, en las heridas a cicatrizar, no hace más que conmoverme mientras releo la biografía que sobre él escribió Manuel Alape, de donde saqué todas las citas que incluyo en este texto. Que haya paz en Colombia, y que sea igual de honrosa como la memoria de Pedro Antonio Marín, más conocido como Manuel Marulanda Vélez, y más conocido aún como el inmortal Tirofijo.