TODO POR LA PATRIA
By argv.E338951d on Mar, 11/06/2013 - 18:33El próximo 20 de junio se conmemorará el 193 aniversario del paso a la inmortalidad de Manuel Belgrano, un hombre que enlaza la historia de Argentina y Bolivia, un hombre que es un espejo indispensable donde mirarnos, de manera especial aquellos que creemos en la Patria Grande. Aquí sigue una crónica —no rigurosa pero sí apasionada— de su vida.
Manuel Joaquín del Corazón de Jesús Belgrano nació en el puerto de Santa María de los Buenos Aires el 3 de junio de 1770. Murió en la misma ciudad que lo vio nacer cincuenta años, dieciséis días y siete horas después. Ese día, 20 de junio de 1820, la ciudad se debatía en la anarquía, producto del inicio de las guerras civiles que por más de medio siglo enfrentarían a argentinos contra argentinos, la mayoría de las veces a las autoridades de Buenos Aires con los pueblos del interior. Ese día, 193 años atrás, gobernaban en la capital argentina, tres autoridades diferentes. A nadie le importó que Manuel Joaquín del Corazón de Jesús se muriera. A nadie le importó que Belgrano se muriera, así fuera uno de los adalides de esa libertad que —a diez años de nacida— ya comenzaba a desangrarse…
La vida de Belgrano merece ser contada. A los 24 años fue nombrado Secretario Perpetuo del Consulado en Buenos Aires. Era un cargo muy apetecible para cualquiera que quisiese vivir a la sombra de la añosa burocracia colonial española en América, tomando en cuenta que en el puerto rioplatense predominaba la actividad mercantil, e incluso él mismo Belgrano era hijo de un próspero comerciante de origen genovés. Antes, había estudiado latín y filosofía y se había graduado de abogado en la Universidad de Salamanca. Pero, los tiempos estaban cambiando.
Los ingleses invadieron Buenos Aires en 1806. Las tropas estaban al mando del general Beresford. La capital del Virreynato se consternó pero no mucho: “eran todos comerciantes españoles —escribió Manuel Joaquín en su Autobiografía— y exceptuando uno que otro, nada sabían más que su comercio monopolista, a saber, comprar por cuatro para vender por ocho con toda seguridad”.
El Virrey había huido al interior. Belgrano propuso a su corporación que ante la ocupación del puerto por tropas extranjeras, la autoridad mayor fuera de la capital y dado que el Consulado era una institución representativa de todo el Virreynato, “debía yo salir con el Archivo y sellos adonde estuviese el Virrey, para establecerlo (al Consulado) donde él, y el comercio del Virreynato resolviese”. Los comerciantes —que “no conoce(n) más Patria, ni más Rey, ni más religión que su propio interés”, según anotó el abogado— acudieron prestos a jurar obediencia a su Majestad Británica y lealtad a la corona inglesa. Belgrano, no. Se negó a pesar de los esfuerzos de Beresford para convencerlo. “Procuré salir de Buenos Aires, casi como fugado, porque el General se había propuesto que yo prestase el juramento, y pasé a vivir en la Capilla de Mercedes”.
Eran los años donde la globalización de la mano del imperialismo inglés tenía una política excluyente: comercio libre. Años después, Belgrano defendería los derechos de los productores de tocuyos de Cochabamba frente a la arremetida imperial de querer vestir con sus casimires de Sheffield a todo el mundo. Esas posiciones son el germen del nacionalismo económico latinoamericano. Luego, empezaría la guerra.
“Una guerra revolucionaria rescata a muchos raros caracteres de la oscuridad, lote común de tantas vidas humildes en las zonas tranquilas de la sociedad”, escribió Joseph Conrad en el primer párrafo de su novela Gaspar Ruiz, cuyo escenario histórico es, precisamente, la Guerra por la Independencia de las colonias españolas de Sud América.
Movimiento colosal por sus alcances territoriales, la guerra anticolonialista sudamericana duró 15 años: Napoleón había invadido España, el recuerdo de las sublevaciones indígenas y su atroz escarmiento, la reciente victoria porteña frente a los británicos y las ideas libertarias de la Revolución Francesa confluyeron para definir los alcances tácticos y estratégicos del enfrentamiento desde el Río de la Plata contra un poder asentado por tres siglos con puño de hierro.
Por todo ello, el grupo inicial de los revolucionarios argentinos entendió una cosa: la guerra era a muerte —no había conciliación posible—, y la guerra era integral y popular: había que liberar a los indios e incorporarlos no sólo a la lucha sino a todos los ámbitos de la vida del país. Hoy, como ayer, siguen siendo ideas revolucionarias.
Belgrano, su primo el también porteño Juan José Castelli y el brigadier Saavedra, el jefe militar del puerto —nacido en la hacienda de Otuyo, Betanzos, Potosí—, fueron los primeros en enterarse de la disolución de la Junta de Sevilla ante el embate de los franceses. Esto precipitó el derrocamiento del Virrey y la formación del primer gobierno propio (y triunfante) de América, el 25 de mayo de 1810.
El 8 de junio, el secretario de Gobierno y Guerra de la llamada Primera Junta, Mariano Moreno (doctorado en San Francisco Xavier de Chuquisaca con una tesis sobre el servicio personal de los indios), dispuso la igualdad jurídica en las fuerzas armadas: “en lo sucesivo no debe haber diferencia entre el militar español y el indio: ambos son iguales y siempre debieron serlo”. Los oficiales indígenas fueron incorporados a los regimientos criollos “con igual opción a los ascensos”.
La división dentro de la Junta era inevitable y siempre ha sido así en los movimientos genuinamente revolucionarios. Moreno era Lenin, Castelli era Trostky, Saavedra era una especie de Stalin: ¿y Belgrano? Manuel Joaquín es, creo, esa rara avis a la que alude Conrad, esas “personas excepcionales” como anota Timothy Mo al final de La redundancia del valor, una novela sobre la resistencia timoresa a la invasión de Indonesia.
“No existen los héroes —sólo personas corrientes a las cuales se les piden cosas extraordinarias en circunstancias terribles”. Belgrano era eso: una persona que por amor, por dignidad y por coraje personal, dio un paso al frente.
Timothy es optimista: “La historia no ha terminado (…) Siempre habrá alguien que dé un paso al frente”. Y así lo hizo: sin órdenes precisas, con poco armamento y con soldados recién reclutados, en agosto de 1810, Belgrano —que no era militar y que nunca lo fue— partió para Paraguay a imponer el orden revolucionario.
La campaña fue desastrosa en lo militar pero fructífera en su legado: en el Reglamento para los Indios de las Misiones, Belgrano proclamó la libertad y la igualdad de los guaraníes de las que fueran las reducciones jesuíticas más importantes de América, a la vez que los habilitaba para ejercer todos los cargos y empleos civiles, políticos, militares y eclesiásticos, algo que recién ahora está comenzando a verificarse en nuestro continente, tras casi dos siglos de lucha contra el racismo y la discriminación de las elites dominantes sudamericanas. Fue otro paso de una revolución que quería ser de verdad.
El 10 de enero de 1811, Castelli ordenó que cada intendencia designe representantes indígenas “para que, convencidos los naturales del interés que toma el gobierno en la mejora de su suerte y recuperación íntegra de sus derechos imprescriptibles, se esfuercen por su parte a trabajar con celo y firmeza en la grande obra de la felicidad general”. La nueva oligarquía les cobraría de su boca, de su pluma y de su acción cada dichosa y bendita palabra.
La política de los revolucionarios de Mayo, con la excepción de Artigas en la Banda Oriental (actual Uruguay) no tiene parangón en la historia continental del siglo XIX. Ramiro Reynaga, un historiador aymara radical, habla así de Castelli: “Insiste en restaurar el Tawantinsuyu, el “imperio incaico” como lo llaman. Busca a los qheswaymaras armados para aliarse con ellos. Es un criollo extraño. Habla con franqueza de los “derechos de los indios” (Tawantinsuyu, 1972).
El 25 de mayo de 1811, primer aniversario del triunfo libertario, Castelli proclamaría la unión fraternal de los criollos con los indios en la mismísima Tiwanaku.
Era demasiado: los “morenistas” fueron desplazados de la Junta. Belgrano fue enjuiciado por la campaña al Paraguay pero ante el tamaño de la injusticia ningún oficial se presentó a declarar. Al hombre que había donado su sueldo para el fortalecimiento del ejército y sus libros para la Biblioteca Nacional recién fundada (por Moreno), sus hombres (y esa fue otra constante en su vida) siempre lo apreciaron y lo respetaron. Saavedra trató de negociar pero Belgrano no transó un pelo: debieron reponerle su grado militar.
Cuando lo hicieron, el abogado que nunca fue militar siguió prestando servicios a lo que más quería: en 1812, en un acto de dignidad (y considerado como una desobediencia por los burócratas de la capital), dotó a las tropas de un motivo más para luchar hasta vencer o morir: creó la bandera argentina.
En agosto de ese año, los españoles ingresaron por la quebrada de Humahuaca, el corredor geográfico que históricamente ha vinculado a las tierras bajas con las tierras bajas del cono sur continental.
Belgrano, el que nunca fue militar, encabezó una medida extrema que la historia conoce como “el éxodo jujeño”. Tierra arrasada: el pueblo de Jujuy lo acompañó, cargando todo lo que pudieron transportar en caballos y en mulas. El resto, cosechas, casas, muebles, fue incendiado. El gobierno le ordenó bajar hasta Córdoba pero Belgrano volvió a desobedecer. La batalla decisiva fue librada en Tucumán el 24 de septiembre de 1812.
“Se tocó a degüello, lanzaron un grito y se precipitaron sobre la línea enemiga que no pudo resistirlos”, contó Lamadrid, uno de los participantes del combate donde los españoles perdieron quinientos hombres y fueron tomados setecientos prisioneros.
El comandante de las tropas vencedoras —que no era un militar— era sí, generoso: perdonó a los rendidos. Anotó Lamadrid en sus memorias: “No recuerdo si fue el general o el Gobierno Supremo quien acordó un escudo de oro a los jefes y oficiales por esta victoria y de paño a la tropa pero bordado con letras de oro, con esta inscripción: ´La Patria a su defensor en Tucumán´”. Fue el gobierno el que otorgó la medalla. El general, el abogado, el patriota sólo pensaba en una sola cosa: la libertad.
Con esa convicción y ese ímpetu, volvió a vencer a los españoles en Salta, a donde hizo jurar a los prisioneros realistas no volver a tomar más las armas contra los ejércitos y el pueblo de la patria, en vez de fusilarlos a todos. Los españoles, no cumplieron con su palabra. Algunos dicen por esto que era un ingenuo y hasta un imprudente.
Lo que sí, insistimos, era generoso: bajó a Buenos Aires y la Asamblea Constituyente del año XIII lo premió con 40.000 pesos por sus victorias. Belgrano los donó para construir escuelas en Tarija, Jujuy, Salta y Tucumán. Luego regresó a la lucha e ingresó al Alto Perú y esos mismos soldados juramentados, mandados por Pezuela, lo vencieron en Vilcapujio y en Ayohuma. Tuvo que retroceder. En la capilla de Titiri, Macha, Potosí, luego se sabría, había dejado oculta en el altar de su iglesia la primera bandera celeste y blanca para que nunca caiga en poder del enemigo.
Hay toda una versión mezquina y regionalista de ese capítulo glorioso de nuestra historia que fue la guerra continental por la Independencia. De un lado y el otro de las actuales absurdas fronteras sudamericanas, se escriben páginas caprichosas, faltas de esa visión integral que animó a los grandes hombres que condujeron la gesta de la liberación del poder colonial. En realidad, nunca les perdonaron una sola cosa: haber sido pro indios, haber abolido tributos y cargas, haber incluso apoyado la idea de la restauración del Tawantinsuyu. El abogado no se amilanó por la derrota, siguió siendo lo que era: un servidor de la Patria. Fue relevado de la jefatura pero antes tuvo el valor de hacer justicia al otorgar el grado de coronel a otro patriota muy especial, una mujer: Juana Azurduy, Flor del Alto Perú/ no hay otro capitán más valiente como tú.
Hoy, nadie pone en duda que en los campos de Tucumán se aseguró el movimiento por la emancipación que se había iniciado en Buenos Aires en 1810. Selló la libertad que fue proclamada soberanamente, como homenaje y como estrategia, en la ciudad del mismo nombre, el 9 de julio de 1816. Allí estaban también los representantes del Alto Perú y el Acta de la Independencia fue traducida al aymara (por Vicente Pazos Kanki) y el quechua (por el chuquisaqueño Serrano), porque de ellos, de los aymaras y de los quechuas, también era la victoria, aunque la guerra seguiría desangrando a las tierras altas por otros 9 años, y en el fragor de los combates morirían casi todos los comandantes guerrilleros de lo que se llamó la Guerra de las Republiquetas (que fue la que en verdad mantuvo la llama de la libertad encendida en la actual Bolivia), y en Salta, emboscarían y asesinarían a Güemes, otro adalid de la lucha libertaria de los pueblos. Artigas, el gran Artigas, sería acosado por los ardides y las traiciones de los del puerto, y partiría al exilio en Paraguay, perseguido, decepcionado y triste, de donde no regresó jamás a su tierra, donde había impulsado la primera reforma agraria de la historia del mundo.
Belgrano, el abogado, el general, el patriota, murió, como la Juana, como miles de soldados anónimos que dieron lo mejor de sí en los campos de batalla, solo, pobre y olvidado. Fue un 20 de junio de 1820 en la ciudad que lo vio nacer. Solamente uno de los ocho periódicos que circulaban en el puerto, publicó la infausta noticia. La anarquía reinaba. El 27 y 28 de junio se hicieron los funerales en la iglesia de Santo Domingo, cerca de su casa y “asistieron únicamente sus hermanos, sobrinos y algunos amigos”.
193 años después, la historia no ha terminado. Se llamaba Manuel Belgrano. Sólo la gloria puede ser asociada a su nombre. Sólo la gloria, y la Patria. Nunca lo olviden: en el camino de la liberación, siempre habrá alguien que dé un paso al frente.
Río Abajo, 11 de junio de 2013