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Esta es la historia de un monje y de un mapa. La historia es así: un monje dibuja un mapa, un mapa del mundo. Lo traza, lo va trazando con paciencia infinita y humor que conmueve, tensando en la tela cada uno de los relatos que los viajeros, que acuden hasta él, vienen a narrarle.
El monje no sale de su convento, donde está su celda, el comedor donde almuerza con los demás frailes y un huerto donde planta tomates, berros y albahaca. Hay algo más. El convento se levanta en una isla, a orillas de un mar, el Adriático, y cerca de una ciudad, Venecia, que esos días, donde el monje teje y teje su mapa y recibe a sus visitantes, no es sólo una ciudad: es el centro del mundo.
Mejor sería decir: es el centro de un mundo, pero es el nervio de ese mundo que se lanza a los otros mundos, a sus capitales y a sus confines, y desde allí es de donde arriban los viajeros y sus historias, la masa y la levadura con la cual el monje va componiendo su obra, va dibujando su mapa.
Hay algo más aún: hay vino en la isla. La bodega del monasterio no sólo guarda los mejores caldos del ducado, sino que –por esa misma condición ya aludida-, hay toneles que llegan desde el Ródano e incluso desde Iberia y la Grecia: no falta nunca con qué libar. Y el fraile siempre tiene una copa presta para ofrecer al recién llegado, al viajero sediento de contar.
Así era, y esta parte de la historia es fundamental: era así que los que peregrinaban desiertos y mares, ansiosos de compartir, entusiasmados por el vino, se lanzaban de nuevo a la aventura, volvían a navegar los siete océanos, volvían a ver las mezquitas de Ormuz, volvían a padecer las arenas del Gobi, pero lo volvían a hacer en esa danza poética que ocurre cuando bailan juntas la memoria y la embriaguez.
Sucedía entonces que si el mundo era previamente bello, se tornaba más bello aún y más cargado de esplendores y de dichas. Sucedía de tal manera que si las circunstancias eran de por sí terribles o tortuosas, devenían más despiadadas y mas insufribles que nunca. Entonces, la tarea del monje se volvía peligrosa y, hay que decirlo tal cual: casi imposible.
Pensó en quitarles el vino a los capitanes y los caminantes pero luego advirtió que el líquido no solamente lubricaba la verba sino que despejaba el alma y la transmutaba en una más pura y más dispuesta, en un alma despojada y concentrada en el afán de transmitir, de emocionar, de convencer. El vino, en suma, promovía la fe.
El vino liberaba a los visitantes de las ataduras y los rigores y las fatalidades del viaje pero sobre todo de los amarres, las desdichas y los errores de sí mismos y los devolvía a un espacio íntimo –como la celda del monje en la isla adriática- donde lo mejor y lo peor de cada quien podía encontrar un lugar, y reflejarse y brillar u opacarse sin remedio.
Eso lo fue masticando y entendiendo el monje y fue así que un día culminó su mapa y lo envió a su superior que a su vez lo remitiría al Papa, pero lo hizo con una nota (que aún subiste en la sección pública de los Archivos Vaticanos, donde fue que la leí y la copié) y que decía: “S.S., mi reverendísimo Papa de la Cristiandad: envío el mapa que se me encomendó hacer pero debo advertirle que he comprobado que hay tantos mapas como seres humanos que se animen a mirar al mundo”.
El monje había dicho una verdad eterna: los ríos del mundo, las montañas del mundo, las piedras y las pagodas, están ahí pero su efecto, su luz o su terror, dependen de quien las sienta. El monje había hecho este hallazgo: hay un solo mundo pero la imagen del mundo, el sentimiento del mundo, su alegría o su pesar, es infinito.
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