Cultura
Desafíos actuales ante el colonialismo

Martes, 22 Octubre, 2013 - 13:12

Cergio Prudencio

 

El colonialismo no es más que la supremacía de una sociedad sobre otra en sus relaciones  de  intercambio.  Es  un  orden  desigual.  Se  basa  en  la  presunción  de superioridad del que coloniza, y - lo que es peor - en la aceptación de inferioridad del colonizado. Un convencimiento de partes que perpetúa la dependencia.

 

Aunque el colonialismo es una anomalía política, su caldo de cultivo es la cultura. Una sociedad se impone sobre otra siempre mediante modelos culturales, donde el rol productivo será privativo del colonizador, en tanto que el rol de consumo será

destino del colonizado, quien eventualmente tal vez sea también un reproductor del modelo, en el mejor de los casos. Así funciona la estructura colonial: ellos producen, nosotros consumimos; ellos inventan, nosotros imitamos.

 

¿Quiénes “ellos”?, ¿y quiénes “nosotros”? Pareciera sobreentendido que ellos son los colonizadores y nosotros los colonizados, en una dicotomía de raíces originadas hacen 500 años. Pero el asunto es más complejo. El proceso de dominación política prevé la conversión de nosotros en ellos. Nosotros como eficientes agentes coloniales en el seno mismo de nuestra sociedad. Es el estado más álgido de la condición colonial. La colonización se parece así a la estrategia del reptil que inocula en su presa una descarga letal, la misma que - una vez dentro - es transmitida por el propio organismo de la víctima a través de todos sus sistemas, hasta paralizarlos.

 

Otro mecanismo alternativo de colonialismo es aquel en el que el subyugado preserva un margen de iniciativa, la misma que sin embargo no compite en la escala de valores de la hegemónica. Lo dijo Eduardo Galeano antes que yo; ellos hacen arte, nosotros artesanía; ellos tienen lenguas, nosotros dialectos, ellos escriben la música, nosotros la hacemos “de oído”. De ese modo, aunque seamos productivos, el valor de “mercado” y el valor social de nuestros productos, no afectará el círculo de la dependencia ni la direccionalidad vertical (arriba-abajo) en que nos ven y nos vemos.

 

Aquí mismo he escuchado decir con cierto candor que la música nunca es colonizante. El colonialismo no se define apenas por las transferencias que fluyen unilateralmente de una cultura hacia otra, sino por las condiciones en que estas se producen. Si Bach llega a nuestras escuelas y conservatorios en forma de método para formar pianistas, a través de él no sólo se transmite una gimnasia anatómica (¿o antianatómica, más bien?), sino - por sobre todo - una gramática, una sintaxis, una estructura de pensamiento. Un estudiante que desarrolla su técnica a lo largo de años siguiendo la cadena Bach-Beethoven-Schumann-Brahms-Chopin-Liszt, configurará así un único entendimiento de la música como lenguaje, aunque viva en La Habana rodeado de rumbas y sones, y aunque ninguno de los compositores citados hubiera tenido jamás la intención de subalternizar con su música las cadencias antillanas. De la misma manera, aquí y ahora nos estamos comunicando en español, aunque todos provengamos de entornos - en mayor o menor grado - aimaras, quechuas, náhuatl, xingú o calinhas. Español mediante, nuestra estructura de pensamiento es cartesiana.

 

Lo que no pasa por la educación es subalterno. Puede ser que identifique, pero no representa; puede ser que signifique, pero no se entiende; puede ser que exista,  pero no está. La educación transmite valores y referentes, y el ser humano construye su realidad en base a ellos. Y aceptemos, nuestros sistemas educativos en general son transmisores coloniales, conscientes o inconscientes, inocentes o premeditados, da lo mismo. El resultado es lo trágico.

 

Pero más que seguir diagnosticando el colonialismo, nos corresponde como intelectualidad, como región, como especie, crear antídotos. ¿Qué hacemos ante tanta evidencia? ¿Cómo hacemos?

 

Descolonizar

 

En el sorprendente proceso político boliviano se ha creado el Ministerio de Culturas (así  en  plural),  con  dos  ramificaciones  operativas: el viceministerio  de descolonización (término que - por cierto - no escuché ni una sola vez en este coloquio), y el viceministerio de interculturalidad.

 

A propósito de este desafiante escenario, caben algunas consideraciones sobre los escenarios abiertos. ¿Es posible descolonizar por regresión, desandando? No, no es posible volver al punto de partida. Primero, porque la Historia es irreversible; segundo, porque la colonización produce asimilaciones y agregados, es decir, valores de los que el colonizado se apropia. Los vuelve suyos. Las posturas políticas regresivas son ilusorias, inviables y - a la larga - reaccionarias, porque conciben al sujeto social como un ente disecado, inmutable, carente de dinámica.

 

También se está suponiendo como descolonizante a la simple sustitución de símbolos y protagonistas. El cambio de unas banderas, unos himnos, etc., por otras banderas,  otros  himnos,  etc.,  aparece  en  Bolivia  como  una  actitud  frecuente de reivindicación anticolonial. Los emblemas por sí mismos no representan nada si antes no se les ha connotado de un contenido real.

 

Asimismo, el cambio de personas en la detentación del poder estatal, de unos por otros, de quienes dominaron por quienes fueron dominados, puede producir también espejismos.   Un   Congreso   o   Asamblea   Nacional   Plurinacional   constituido mayoritariamente por indígenas quechuas, aimaras y guaraníes, no será - sólo por ello - descolonizante. No es la condición de origen, sea cultural, racial, social o religiosa, la que resuelve la funcionalidad política, nada menos que en la tarea de descolonizar; es la conciencia, y ésta la puede tomar y asumir cualquiera, independientemente de su condición. Los casos paradojales en nuestra historia, a ese respecto, son abundantes.

 

En nombre de la descolonización también se suele incurrir en radicalismos chauvinistas. Lo “nacional” contra lo “extranjero”; el “folclore” contra “el rock”; una “patria” contra la de al lado; yo contra el vecino, aunque sea mi hermano. Distorsiones perceptivas de la realidad erigen monstruos de comportamiento irracional, que - al fin de cuentas - sólo perpetúan un estado de sometimiento.

 

Ni en marcha atrás, ni tiñendo de añiles, ni cerrando fronteras se resuelve una trama histórica profunda. Descolonizar es posible sólo en dos dimensiones. Primero, la del espejo donde mirarse; y segundo, la más difícil, la de nominar a esa imagen. El espejo es la metáfora de la identificación y el reconocimiento del yo colectivo; es el reflejo  que  proyectamos,  es  un  juego  de  ida  y  vuelta.  Denota  identidad  y reconocimiento.

 

La segunda dimensión implica, en cambio, una acción. Darle nombre a la imagen propia nos coloca en posición de verbo.

 

Descolonizar es crear condiciones igualitarias para el intercambio con el otro. Porque de eso se trata, de relacionarnos. Por opción o por destino el ser humano siempre ha buscado a sus semejantes, ya sea para aliarse, pactar o dominar, y lo ha hecho - paradójicamente - partiendo del miedo. El miedo al otro es el impulso. Más que racista, el ser humano es “otrista”; se aterra del otro. Descolonizar será entonces superar el miedo, reconociéndose a uno mismo (ver en el espejo), reconociendo al otro (ver en el entorno), y estableciendo relaciones gregarias.

 

Es evidente que la misión no es tan fácil como enunciarla. El desafío verdadero de la descolonización es que hay que inventarla, hay que construirla. Demanda conciencia, pero sobre todo, creatividad, ingenio, apertura, para levantar desde ahí, paradigmas propios y nuevos.

 

Pero la descolonización no es sólo misión de colonizados, sino también de colonizadores. El desafío de la humanidad es justamente ese, progresar hacia un estado espiritual nuevo, en formas de intercambio dignas para todos, o perecer en el encono entre semejantes, y - lo peor - en el encono con la naturaleza. Porque la consigna ahora es más amplia que nunca: planeta o muerte, ¿venceremos?

 

Descolonizar es un concepto que compromete voluntades e intenciones de uno y otros. Es abrir un espacio común de participación donde todos puedan poner y tomar. La humanidad está en un nivel de acumulación sin precedentes en su historia (¿o será mucho  presumir?).  Y  me  refiero  a  muchas  cosas,  como  la  acumulación  de  la experiencia, de la tecnología y - por supuesto - de la riqueza. Como especie nos toca dar el salto hacia un orden inclusivo, donde esa acumulación en vez de segregar, agregue; en vez de marginar, convoque; en vez de imponer, dialogue. Diversificar nuestros  referentes,  multiplicarlos,  no  dividirlos,  y  generar  un  campo  amplio  de posibilidades y alternativas, debiera ser nuestra misión-visión.

 

Antiguos nuevos referentes

 

En el mundo aimara todo contiene su contrario, no como categoría separada e inconexa, sino como una consecuencia de sí mismo. De ese modo los opuestos son integrales a una noción polivalente, donde el uno se reafirma por el otro, y viceversa. El otro, entendido así, constituye una necesidad, un factor sin el cual no se explica el uno.

 

En esta forma de pensamiento, los aimaras han construido una sólida cultura, basada  en  la  complementación  de  las  polaridades  como  principio  efectivamente inclusivo, como factor de solución de conflictivades internas,  y aún con las externas, cuya integración a la dinámica de las dicotomías se manifiesta, primero, en su propia sobrevivencia, y segundo, en su extensión, enriquecimiento y transcendencia como sociedad.

 

Ya  se  ha  estudiado,  por  ejemplo,  el  fenómeno  de  la  aimarización  del cristianismo, engendrada en la mismísima cristianización del mundo aimara. Y lo ha hecho nada menos que un agustino, holandés y rector de la Universidad Católica Boliviana. 2 Es una evidencia, entre muchas otras, de cómo un estrato dominado puede gravitar sobre su dominador hasta transformarlo. ¿Les suena “Pedro y el Capitán”?

 

¿No será que tenemos algo que aprender de esa cosmovisión? ¿No será que la interculturalidad, en su mejor acepción, no es sino una vieja práctica indígena que el mundo global busca patentar como invento propio, sin terminar de entenderla? ¿Qué es hoy entonces la cultura aimara? ¿Una cultura colonizada? ¿Una cultura pre-colonial? ¿Una cultura descolonizada? ¿Una cultura moderna? ¿Es necesario definirla? Más que eso, importa la constatación, la evidencia de que es posible existir con el otro, por el otro, para el otro y pese al otro, sin perecer en el intento.

 

Es que La Paz toda, o casi toda, es una ciudad aimara. Una aimaridad proyectada o reproducida en las particularidades de cada contexto, por supuesto, porque hasta la mayoría blanco-mestiza hispanoparlante construye el español en una sintaxis que la Real Academia no aceptaría bajo ningún concepto, influenciada por el idioma aimara circundante, sin que siquiera se tome la molestia de hablarlo.

 

Los  cercos  indígenas  a  La  Paz  de  fines  del  siglo  XVIII,  con  todas  sus connotaciones, se pueden leer hoy como una metáfora que recorre progresiva y concéntricamente desde los límites físicos de la mancha urbana, hasta el más recóndito recodo de la psique de cada paceño, de cada paceña.

 

Yo mismo, como compositor, me considero hoy un subproducto de la cultura aimara. Mi música se ha aimarizado progresivamente, y no apenas porque trabajo de cerca con sus fuentes sonoras, sino porque en ese acercamiento me he impregnado inconscientemente de nociones estructurales propias de ese mundo.

 

Nuevas antiguas posibilidades

 

¿Se puede descolonizar la música? A mi entender, necesariamente como música nueva, surgida en multiplicidad de referentes. Es el camino de la Orquesta Experimental de Instrumentos Nativos (OEIN), que se ubica en el vértice donde pueden encontrarse nuestras vertientes históricas, no como una simple conciliación, sino más bien como una construcción nutrida de múltiples referencias. Siguiendo la metáfora, la OEIN es el espejo, es la imagen y es el nombre; todo a un mismo tiempo.

 

Para la OEIN lo indígena es una fuente fundamental, en el más literal de los sentidos; es su sostén conceptual y técnico. La OEIN no sólo reconoce al mundo indígena en sus valores, conocimientos, sabidurías y elaboradas formas de pensamiento, sino que - por sobre todo - lo incorpora efectivamente al proceso vivo de la cultura contemporánea. Se hace una extensión de él.

 

El   imaginario   de   la   OEIN   nos   enseña   a   escuchar   de   otra   manera, compenetrándonos en los desafíos de una música basada en nociones de tiempo diferentes, en formas distintas de concebir y producir el sonido, en funciones sociales complejas. Sólo así llegamos hasta aquí. ¿Aquí  dónde?  Aquí,  al  punto  donde proponemos un paradigma propio y nuevo, desde donde erigirnos a nuestra imagen y semejanza, y desde donde enunciarnos ante los otros por un mundo más justo.

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