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Cuando el presidente Evo Morales hace afirmaciones que reflejan, indudablemente, el pensamiento de al menos una parte de la sociedad, esta forma de pensar se reafirma y hasta se confirma, si alguien duda, porque el liderazgo tiene ese poder, el de conceder razón y establecer verdades. El problema está cuando lo que hace es culpabilizar a la víctima.
“No soy experto”, “no entiendo”, “tal vez estoy hablando mal”, dice el Presidente en un discurso, en el que afirma rotundamente que la mujer también es la que “socapa” a su agresor, la que es “cómplice” y carente de valentía porque no denuncia al hombre que la está “puliendo”.
Luego de eso, aplauso general. No me invento, así dice la transcripción oficial del discurso que dio Morales hace unas semanas, cuando fue presentada la reglamentación de la Ley 348, contra la violencia hacia la mujer.
En su discurso, el Presidente cuenta historias, no dudo de ellas porque ninguna es fantasiosa y porque todas las personas las hemos escuchado antes o presenciado o vivido. Habla de experiencias en las que las mujeres terminan protegiendo a sus maridos que las golpean cuando alguien se presta a ayudarlas; de mujeres que dicen que no dejan a su hombre mujeriego por sus hijos y dependencia económica; de hombres con tres mujeres que golpean a la pareja oficial o a “la chola” porque le fueron infieles.
Evo Morales refleja lo que se dice en algunos sectores en la calle y se expresa con palabras del pueblo y en términos del vulgo que pueden que a algunas personas les ericen los vellos porque no corresponden a su alto cargo. Es posible que el Presidente quiera mostrarse así, sencillo en sus palabras, como siempre ha sido; aunque, por otra parte, se preocupa por ir vestido de forma más sofisticada. Pero mejor no me distraigo con otros asuntos.
Hablaba de frases que muchas personas las dicen en lo cotidiano y, para que se me entienda, las voy a comparar con otras situaciones.
Son frases similares a algunas de no hace muchos años, que eran algo así: “Estos indios sólo entienden a patadas”, “este yuqalla atrevido me molesta, ¿acaso me ha visto con pollera?”, “este país está tan mal por culpa de estos indios ignorantes y hediondos”, “la mayoría se ha ‘estrenado’ en un prostíbulo o con la sirvienta, estas cholas qué más no quieren”…
En los últimos diez años hubo cambios importantes. En los aviones y aeropuertos, en los cajeros y ventanillas de bancos, en los restaurantes finos, en los colegios y universidades caros, en los barrios “jailones”, en empresas y en directivas de cámaras empresariales, en las oficinas públicas, en los ministerios y en la silla presidencial, que eran de los blancos, ahora hay indígenas y gente empoderada en su cholerío. Ya era hora.
Antes el indígena aguantaba, no le quedaba otra, o de vez en cuando protestaba. Hoy esas frases ya no se dicen en voz alta y ante testigos de riesgo, hoy se sabe que el indígena tiene una estructura estatal que le respalda, se hicieron leyes y se aplicaron una serie de medidas para reducir el racismo y dar espacio a una población mayoritaria ajena en su tierra.
El indígena no era cómplice ni socapaba al blanco, era un pueblo sojuzgado por un sistema construido y mantenido para el beneficio de unos pocos por su condición racial. La raza y la clase social iban unidas, ahora hay indígenas en posiciones sociales altas y hay blancos venidos a menos.
Ahora los indios pueden defenderse porque tienen a un Estado que les respalda, no pasa lo mismo con las mujeres, para ellas las revoluciones no llegan porque de los cambios sociales hasta ahora se beneficia sólo un género, la estructura sigue siendo masculina.
Cuando una mujer sale en defensa de su marido cuando él la está golpeando y otra persona se ofrece a ayudarla, lo hace porque sabe que esa ayuda durará diez minutos y luego se quedará otra vez sola y con el marido más agresivo, que si llega la policía probablemente no cambiará nada y que también saldrá perdiendo.
Por otra parte, el sufrimiento por violencia machista se produce en un proceso, no es de un día para el otro y no es de agresión constante, sino que se intercala con temporadas de “abuenamiento” que se le llama de “luna de miel”, es la reconciliación luego de llantos, promesas de cambio y perdón. Luego vuelven los golpes, cada vez más violentos, en un ciclo cada vez más corto que puede terminar en feminicidio.
La violencia, además, no se muestra como tal, sino que va disfrazada de castigo aleccionador y de “lo hago por tu bien” y en ese camino de pesadilla que puede durar años la mujer va perdiendo todas sus fortalezas psicológicas, materiales y de relaciones de apoyo. Entonces, salir de ese espacio de agresión no es cuestión de voluntad ni de valentía, esto está estudiado por expertos, aunque tampoco es muy difícil de aprender.
Si una mujer sintiera que tiene toda una estructura social y de administración estatal de respaldo y de rechazo y sanción real a la violencia machista, si no se la culpabilizara constantemente por lo que ocurre, seguramente estaría más confiada, su entorno sería más acogedor y denunciaría. Seguramente, también sería más difícil que el hombre se anime a golpearla.
La mayor parte de la violencia hacia las mujeres está en la sociedad, en las frases, en las creencias, en las acciones a veces imperceptibles pero que dejan una huella más fuerte que un puñete. La violencia está en las instituciones como la familia, la iglesia, la escuela y el Estado que mantienen un sistema que da y asegura privilegios a los hombres. La violencia física es el resultado de todo eso.
El Estado no debe emitir un reglamento para “salvar su responsabilidad”, tiene que asumir su responsabilidad de garantizar la vida digna de las mujeres con un enfoque global que va mucho más allá de dar casas de albergue para las maltratadas.
Por supuesto que la educación que se recibe, en la de la casa y en la escuela, es vital y por eso no debe ser sexista y la calidad de no serlo se establece desde el Estado. Esa educación igualitaria también la transmiten, desde su posición de ejemplo a seguir, las dirigencias y los Padres (no hay madres) de la Patria.
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