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Sangre boliviana y Son de Perú son los títulos de dos documentales producidos el año 2011 y dirigidos por los argentinos Verónica Ardanaz y Adolfo Colombres.
Ya en la relación entre los nombres de las obras y el origen de los autores, es posible hallar una clave: se trata de dos documentales que buscan retratar, abordar y dimensionar el tema de la migración pasada y presente de peruanos y bolivianos a la República Argentina.
Esto es sí mismo, ya es todo un aporte, ya que históricamente el tema de la migración hacia la Argentina de personas de países limítrofes (incluyendo aquí también a nuestros hermanos chilenos y paraguayos) fue siempre un tema tabú, invisible, falto de consideración, de estudio y de análisis, carente de cualquier tratamiento o abordaje que no sea el burocrático o el del amarillismo periodístico, si exceptuamos —hay que anotarlo y puede que haya otros ejemplos que se me escapan— el destacado film Bolivia de Adrián Caetano o la novela Bolivia Construcciones de Bruno Morales.
Si aceptamos ese marco de urgencia y necesidad, y si tomamos en cuenta el dato que hoy hay dos millones de bolivianos viviendo en la Argentina, el aporte de los documentales es claro y no es otro que reconocer que, a estas alturas de la historia y sobre todo en este momento histórico, el tema de la migración entre países con límites y pasado común, ya no debería ser más un problema tratado sólo en despachos oficiales, sino que debería ser abordado como una realidad colectiva, social y culturalmente activa, económicamente productiva, y sensible, anímica y profundamente enraizada en la construcción permanente de nuestras sociedades, tanto la de origen como la que recibe al que migra.
En esa dirección, los documentales logran concretar lo antedicho por un motivo muy simple pero a la vez decisivo: brinda la voz a los que nunca la tuvieron —es decir, a los migrantes mismos— y allí radica toda una potencia expresiva que ayuda a sensibilizarse y reflexionar: a través de las palabras, de los rostros, de las historias de los migrantes, las obras adquieren un espesor humano invalorable, una fuerza testimonial inexcusable a la hora de pensar lo que afirmamos: ¿cómo queremos que sean nuestras sociedades frente a la realidad humana de estas migraciones que ya no pueden negarse, ni ocultarse, ni menospreciarse como lo fueron en el pasado?
¿Queremos seguir levantando barreras de desprecio, de intolerancia, de racismo y de discriminación o queremos abolirlas todas, de una vez y para siempre?
¿Queremos insistir y seguir defendiendo soberanías de tratados leguleyos, autonomías de papel mojado y nacionalidades cada vez más abstractas, queremos seguir siendo los paisitos que abrumaron a Nuestro Padre Artigas o queremos abrazarnos todos en esa Patria Grande que era el objetivo estratégico del proyecto continental de liberación?
¿Queremos persistir encuevados, cerrarnos en folklorismos de tribuna y de salón o queremos que Sudamérica sea una fiesta de la diversidad compartida y una celebración de la vida, valorada por todos y entre todos los que nacimos aquí?
¿Queremos ser nosotros mismos, y cada vez más nosotros, o queremos ser como aquellos que siempre trataron de imponernos su modo de vida, sus mercancías, sus ponchos fabricados en Liverpool, sus Rambos y su propaganda?
Son muchas preguntas las que los sudamericanos debemos seguir haciéndonos y en verdad, duele. Duele que ya cumplidos los bicentenarios de las declaraciones de independencia de los paisitos, todavía sigámonos preguntándonos lo mismo. De allí que Sangre boliviana y Son de Perú, por momentos, también duelen, duelen en el fondo del alma, en el mismo lugar donde el sueño de la Patria Grande todavía está vivo y resiste.
Algo habrá que hacer, che. Algo que surge al mirar los documentales, es esta convicción: la hermandad, la fraternidad entre nuestras comunidades nacionales, la tan proclamada integración continental, la construyen los pueblos mismos, ellos solitos, con su trabajo, con su cultura, con su fe.
Esto debería traducirse en el ámbito político, diplomático, institucional, académico: la llave de los procesos de integración debería tenerla la gente, como la gente que uno ve y siente en Sangre boliviana y Son de Perú.
Ellos son los que están construyendo la Patria Grande todos los días de sus vidas, ellos son los que están rompiendo las fronteras y las distancias, ellos son los que están aboliendo los prejuicios y las mezquindades. Ellos son los pioneros de esa Sudamérica libre y unida que soñaron los Libertadores.
Ellos son los que deberían estar en el centro de nuestros pensamientos y decisiones cuando hablamos de economía y de acuerdos de complementariedad, pactos comerciales y todas esas vainas. Deberíamos escuchar más a los migrantes —y al pueblo que es uno solo— que a los empresarios y al mercado de Asia. Deberíamos confiar más en nuestras propias fuerzas, en nuestras propias manos, nuestra propia creatividad, conjugadas y potenciadas por una nueva ciudadanía, un nuevo arraigo y la nueva historia que nuestros pueblos ya empezaron a escribir: la de caminar todos juntos.
Uno es de donde mejor se siente —anotó alguna vez ese chileno universal y entrañablemente nuestro que es Luis Sepúlveda, y uno sabe que en nuestro continente, siempre nos sentimos bien, allí donde estemos.
Enterremos —como quería Kusch— esas fronteras interiores, psíquicas y espirituales, que nos separan y nos dividen y empeñémonos para que el siglo XXI sea el siglo de la unidad irreversible, sepultando a la vez las fronteras administrativas. Lo afirmo con convicción y experiencia de vida: nací, me crié y viví 23 años en la Argentina y ya habito y me habitan 26 años en y de Bolivia. Por eso digo, vuelvo a insistir: denle el poder a la gente, denle el poder de una ciudadanía común, sin trabas para ir y venir, estudiar, trabajar, crear; denle la posibilidad de saberse amparados y respetados por leyes compartidas; denle poder a la legitimidad del hecho de que los migrantes no son un puñado, sino que son millones –como profetizaron Túpac Katari y Evita. Denle el poder a la gente para interactuar, para comunicarse, para conocerse, para reconocerse, para volver a mirarse y mirarnos todos en el mismo espejo, el espejo de nuestra identidad, de nuestro estar-siendo en el mundo.
Los documentales de Ardanaz y de Colombres son muy valiosos y entrañables por eso: porque nos permiten sentir, reír y llorar viendo y oyendo lo que somos, cómo somos y quienes somos. Y no hay nada, nada, más fuerte y más sano que eso.
Río Abajo, marzo de 2013
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