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El periodismo yanqui acuñó esta definición: que si un periodista norteamericano visita una semana Turquía o Nicaragua, a su vuelta, escribe un libro. Que si su estadía dura un mes, escribirá un artículo largo. Que si se queda más tiempo, ya no escribirá nada. Haciendo esta aclaración en torno a la perspectiva y el conocimiento que pueden traer aparejados los viajes a otros países, escribiré algunas impresiones que traje conmigo desde Paraguay, donde permanecí cinco días la semana que pasó.
Primero lo primero: el pueblo paraguayo. Es alegre, extrovertida, amable la gente de Paraguay. Son educados, hospitalarios, conversadores los paraguayos y las paraguayas. A mí me dio verdadero gusto compartir con ellos. Los sentí fuerte, los sentí adentro, los sentí hermanos.
Tuvimos la oportunidad de conocer a personas de Asunción, a hermanos indígenas ayoreos y guaraníes —minorías que sufren aún del racismo y la discriminación de las elites—, y a aquellos que van y vienen a la frontera argentina a comprar y aprovisionarse, ya que en estos días todo es más barato del otro lado del límite impuesto.
En cinco días, nunca vimos un acto de violencia por ningún lado, ni siquiera gritos entre los conductores de carros. Al contrario, vimos gente compartiendo tereré (mate frío) en las plazas y en los buses, conversamos animadamente con varios, nos reímos con todos ellos.
Todo este sentimiento de gratitud que expreso hacia la gente de a pie, el ciudadano común y corriente, el paraguayo o la paraguaya del pueblo, contrastaba con la memoria histórica que había traído conmigo: el recuerdo triste, tristísimo, de esa guerra —se llamó de la Triple Alianza, se libró entre 1865 y 1870— contra este mismo pueblo.
Siempre sentí vergüenza que tipos como Mitre o como Sarmiento —los presidentes que condujeron la contienda— sean también argentinos como quien suscribe, pero nunca sentí tanta vergüenza al compararla con la simpatía natural que me provocaba el pueblo paraguayo, al que ellos, con otros políticos genocidas de Brasil, de Uruguay y de Inglaterra —que movió los hilos por detrás, como en cada conflicto bélico sudamericano del siglo XIX—, quisieron exterminar, quisieron hacer desaparecer, quisieron aniquilar con esa guerra abominable y que nunca nadie debería olvidar.
Gracias a mi memoria también, me acordé del caudillo catamarqueño Felipe Varela que sublevó media Argentina de abajo y de lanza en contra de su participación en esa injusticia aleve y de los trabajadores correntinos de los astilleros que se negaron a construir los botes para que las tropas mercenarias crucen el río Paraná e invadan Paraguay.
Esto restableció mi ánimo de Patria Grande y de volver a darme cuenta lo de siempre: que lo mejor que tenemos nosotros, en este lado del mundo, es nuestro pueblo, son nuestros pueblos, son ellos los que forjan los sentimientos que nos unen y que los mal nacidos como los ya anotados, tratan de negar, tratan de destruir, tratan de que lo olvidemos.
Ellos, buscaban imponer el capitalismo dependiente, atado y entregado al mercado mundial, y no podían soportar una república, y para colmo enclaustrada en el centro continental, que impulsó el proceso de independencia económica más relevante del siglo XIX en toda la antigua América española. Paraguay era un mal ejemplo para las élites que defendían el comercio libre y la penetración de los capitales extranjeros, e intentaron sacrificarlo, en aras de sus mezquinos ideales de civilización y progreso.
Será por eso, porque el ADN del pueblo paraguayo tiene esos componentes, que la elección que se llevó a cabo ayer, no despertaba muchas pasiones entre la gente. Si no fuera por los carteles con la cara de los postulantes —caras de amargos o caras de hipócritas casi todos—, algunos grupitos de colorados que agitaban sus banderas en contadas esquinas y algunos cohetes que sonaban durante el día, uno no se hubiera enterado que en Paraguay había una campaña electoral.
Como que los paraguayos deben saber también que el golpe de estado que le dieron a Lugo fue eso: un golpe de estado al primer presidente que les acarició la esperanza, y que lo que viene ahora es más de lo mismo, y ellos prefieren seguir con sus vidas. No sé: tal vez donde algunos ven apatía e indiferencia política, otros podamos ver un sano desprecio por lo que la política —en el caso paraguayo— se ha convertido, con el retorno de los zombies políticos.
Nos contó un taxista que cuando lo rajaron a Stroessner, pasado el tiempo, circularon carteles que decían algo así: “yo ahora me doy cuenta que vivía bien con él”, en referencia al otrora dueño y patrón del Paraguay. Fue una movida de marketing, que no prendió porque el pueblo no come vidrio. Stroessner se pudrió en Brasil, que asiló al sátrapa, sin poder retornar jamás —como era su deseo manifiesto— al país donde cometió crímenes de lesa humanidad, crímenes horrorosos, y donde debió haber muerto encerrado en una cárcel.
Tal vez, tras lo que acaba de suceder y pasado el tiempo también, eso mismo se vuelva a decir pero esta vez con relación a Lugo. Y tal vez eso, en este caso, no sea una fórmula publicitaria, sino un sentimiento que una, que libere.
El gentil y amable pueblo paraguayo es el que siempre tendrá la palabra. Mientras tanto, seguirán tomando tereré en las plazas y en los micros, alegrándole la vida a todo aquel que valore que una sociedad es, por sobre todas las cosas, un espacio de convivencia, un espacio de respeto e interacción de la diversidad y un espacio esencialmente cultural, propio, con identidad.
Río Abajo, 22 de abril de 2013
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