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Hubo un tiempo en el que el análisis político suscitaba la duda de si debería emprendérselo desde el análisis de las estructuras, de los sistemas o desde el de los comportamientos de los actores, en situaciones concretas. Así, el debate contraponía al análisis abordado desde una perspectiva macro, estructural y el emprendido desde una perspectiva micro.
En realidad, se considera que una u otra opción metodológica corresponden a lo que se pretende analizar y consiguientemente, el método en el que se apoye no debería ser resultado de la sola elección del analista. Este preámbulo viene al caso a propósito de un hecho casi anecdótico -el despido del ex-ministro de Cultura- que, sin embargo, puede ayudarnos a comprender el proceso social estructural, macro, que vive Bolivia.
La idea guía (la hipótesis, diríamos si estuviéramos en una disertación académica) de la que partimos plantea que, en la actual fase del proceso social boliviano, la ampliación de la clase dominante se opera desde el poder político (digamos, marginalmente, que en nuestro país el poder político, en gran medida, es un mecanismo de ascenso social y/o desplazamiento de sectores de la clase dominante, por otros), por medio del usufructo de los bienes públicos, en beneficio privado. Importa, en consecuencia, observar los detalles, lo micro, del poder durante esta fase, porque a partir de ella, en lo posterior, se comprenderá los cambios de la conformación de la sociedad, particularmente en los estratos superiores. No es solamente el capital económico el que se encuentra en disputa, sino todos los demás capitales (en el sentido de Bordieu) que, a su vez, a la larga también repercutirán en el capital económico. Vistas así las cosas, formar parte del equipo gobernante en esta coyuntura de movilidad social es algo muy valorado, por lo que, en criterio de alguna gente menuda, bien puede soportarse algunos puntapiés del jefe, en momentos de malhumor.
La manera en que fue despedido el ex-ministro en cuestión ilustra el modo en el que el MAS opera desde el gobierno, en la coyuntura social señalada. Evo Morales no solamente demuestra la falta del mínimo respecto a sus más cercanos colaboradores, sino también el criterio que tiene sobre ellos. Se trata de personas considerados, de facto, por el jefe, como chiquillos que no pueden actuar sino en base a jalones de orejas. Si nos atenemos a la opinión de Rafael Archondo (expresada en una entrevista dominical en ATB), ello sería la derivación de la creencia de Morales, de asumir el papel del patrón, en tanto cabeza del Poder Ejecutivo. Pero también es cierto que el carácter autoritario y despótico de la cabeza de este gobierno, corresponde a la presión que sectores sociales emergentes ejercen, en el plano macro de la sociedad, para desplazar, al menos a algunos sectores de las antiguas clases dominante o en su defecto, ser aceptados por ellas.
Por otro lado, digamos que la existencia de uno o varios déspotas en un cuerpo colegiado (para el caso, el equipo gobernante) se debe también a la existencia de personas, no únicamente dispuestas a aceptar tal situación, sino incluso agradecidas por el maltrato. Tal es así, en efecto, porque estos personajillos, deben toda su existencia en el ámbito político, al jefe del partido. Sujetos sin personalidad podría decirse (con la honrosa excepción de la ex-ministra de Defensa, que renunció al cargo luego de la arremetida policial ordenada desde Palacio de Gobierno, contra la marcha indígena en el 2011) que hoy por hoy, llenan todos los puestos del poder (ministerios y curules parlamentarios, en lo principal). Todos ellos deben en primer lugar, su ingreso a la política y por tanto su permanencia en ella, al jefe del partido y en algunos casos, secundariamente, a la fuerza de la presión social de sectores beneficiados por el actual manejo de la cosa pública, como son los productores de coca del Chapare, los mineros cooperativistas y los propios transportistas.
Es válido, al mismo tiempo, plantear que el manejo autoritario del gobierno no es sino la prolongación de la mentalidad autoritaria, prevaleciente no sólo en la cultura política boliviana, sino en la sociedad toda. Hay, pues, un sustrato autoritario, no dialogal, antidemocrático, en lo que puede llamarse el inconsciente colectivo boliviano. La manera en que éste se expresa en el ámbito del poder, se refleja en la arbitrariedad y el atropello de cualquier allegado al partido de gobierno. Al final, si el jefe atropella a sus más cercanos colaboradores, ¿porqué no habría de hacerlo cualquier hijo de vecino, con alguna cercanía con el partido gobernante con la población de a pie o con los poquísimos periodistas honestos? (esto último, a propósito de la brutal golpiza del abogado Waldo Molina Gutiérrez al periodista Rogelio Peláez, por haber sido puesto al descubierto en actos de corrupción que bordearía el medio millón de dólares).
Para el país, el resultado de todo ello es el debilitamiento de las instituciones. Con ministros devaluados, por el temor de no recibir una reprimenda del jefe, se pierde la seriedad de las cabezas de área. Por tanto, para necesidades de estas áreas, como en el caso de la policía o de las FFAA, es preferible la vinculación directa con el jefe. Incluso, para la simple entrega de un gimnasio para el entrenamiento de la policía debe acudir el jefe, a cumplir tan patriótica y difícil misión.
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