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El contrato social, de Rousseau, es un ensayo que bien puede entendérselo como el esfuerzo para la construcción de la legitimidad. En realidad el texto aborda la construcción de la legitimidad de derecho que, por el acuerdo o consenso general previo, cierra la legitimidad de hecho. Tenemos, entonces, dos tipos de legitimidad -la legal y la social; de derecho o de hecho, para mantenernos en el mismo lenguaje- que, en este autor, no se encuentran contrapuestas. Más aún, siendo que la legitimidad legal institucionaliza la legitimidad social, podemos decir que en Rousseau, la legitimidad supone a ambas, según el texto al que nos hemos referido.
Esta introducción viene a propósito de la reflexión en torno a la legitimidad y al encuentro o desencuentro que le legitimidad legal y la legitimidad social puedan presentar en su seno. Aunque en El contrato social es diferencia no se establece, hemos partido de la diferenciación entre el derecho y e l hecho, para pensar en la posibilidad de tal desencuentro. En Bolivia, los ejemplos de tal desencuentros son variados y tienen verdaderas raíces “históricas” (desde el “se acata, pero no se cumple” del siglo XIX, hasta el espíritu de tinterillos que constituye el espíritu de toda la administración pública), que se prolongan hasta nuestros días. Uno de los últimos ejemplos de ello nos lo ha dado el Censo.
Se entiende, volviendo a Rousseau, que junto a otros pensadores del siglo XVIII, inauguran lo que puede denominarse el pensamiento político moderno. En gran medida, en torno a esos pensamientos se han organizado los Estados, no solamente en el viejo continente. En su expresión más racional de esos Estados y los presupuestos teóricos sobre los que se sustentan, encontramos a los pensadores alemanes, particularmente a Weber. En último término, la racionalidad de los Estados modernos, se asienta, siguiendo esta línea de pensamiento, en la institucionalización de la legitimidad social. Puede discutirse, claro está la validez o los grados de validez de tal pensamiento para la construcción estatal en países como el nuestro, pero en esta oportunidad ello no tiene mayor sentido, porque el proyecto de Estado del MAS, al menos formalmente, ha demostrado adscribirse a ese pensamiento.
Con todo, pero, el último Censo ha demostrado que la simple imitación a ello, de parte de Evo Morales y su gente, no bastan para efectivamente posibilitar la construcción de la legitimidad legal y social, en las acciones estatales. Al contrario, lo que destaca es la pervivencia de prácticas pre-modernas, como eso de que se cumplen con la normas, pero no con el espíritu de las cosas. Ello, a propósito de los múltiples cuestionamientos a la validez de los resultados del Censo; cuestionamientos que abarcan desde comunidades indígenas, pueblos intermedios, capitales de departamentos y finalmente regiones enteras. Está claro que aquellos variados cuestionamientos no únicamente muestran la gran desconfianza de la población con respecto a los resultados del Censo, sino, en lo que nos importa ahora, los bajos grados de legitimidad social de los que gozan tales resultados. Hablar de un Censo sin legitimidad, por tanto, es válido a la hora de la contrastación de los resultados con la percepción de la población sobre los mismos.
Una situación similar se ha presentado en Chile, en torno al Censo en ese país y la respuesta del gobierno chileno fue la de realizar un nuevo censo. En el caso boliviano, todo lo contrario. Desde el gobierno se insiste en negar toda posibilidad de revisión del censo, para eventualmente convocar a un nuevo censo. Este comportamiento masista, alejado de la realidad en torno al tema, se reforzado por la postura de CELADE, en torno a negar incluso la posibilidad de realizar una auditoria al último censo boliviano. La pregunta es, ¿porqué, mientras en Chile el gobierno actúa con un mínimo de responsabilidad para con su país, en Bolivia, los gobernantes hacen gala de su irresponsabilidad y total falta de seriedad para con un instrumento tan importante como es un Censo? Según nuestra manera de ver y más allá de las diferencias ideológicas entre uno y otro gobierno o los propósitos totalitarios que salen del palacio de la Plaza Murillo, la respuesta se encuentra en la institucionalidad estatal.
En efecto; debe recordarse que las instituciones también tienen historia, es decir, también tienen memoria. La memoria de la institucionalidad estatal en Bolivia se ha nutrido grandemente por aquél pintoresco principio del “se acata, pero no se cumple”. A lo largo de nuestra historia, el Estado o fue un botín de conquista (visión que continúa, por lo visto, rigiendo en los actuales gobernantes) o fue un trampolín para el impulso de negocios privados; todo ello, claro, matizado por una envoltura de procedimientos legales. Este desprecio a la necesidad de mantener una correlación entre la legitimidad social y la legitimidad legal tiene larguísima data en nuestra historia. Los ejemplos más burdos se encuentran en Mariano Melgarejo o en los liberales de principios del siglo XX y como se observa en el caso del Censo, el gobierno de Evo Morales, AlvaroGarcia, los ministros y todos sus parlamentarios, no se encuentran muy lejos de ellos. Sin ir tan lejos, ese divorcio entre ambas formas de legitimidad se ha observado en la entrega de nuestras empresas al capital extranjero durante el llamado período “neoliberal” y así como ayer, hoy en día, se sigue observando tal divorcio.
Con todo, el Censo de la desconfianza, que tanto rechazo está causando en la población boliviana, se ha realizado con recursos públicos, es decir con recursos de todos nosotros, los bolivianos. Por ello será también necesario preguntarse en torno a los responsables de este verdadero mal uso de los recursos públicos. ¿En verdad se puede malgastar nuestros recursos tan alegremente y causar problemas entre regiones o sectores sociales, sin que los responsables (el Director del INE, la ministra del área y otros) tengan que rendir cuentas de ello?
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