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Hace unos días, esperando que un médico me atienda en el consultorio de una clínica de La Paz, en la sala de espera un televisor transmitía, a todo volumen, el capítulo de alguna telenovela mexicana. Con los consabidos llantos y todo. Como suelo hacer, le bajé el volumen a la tele, que nadie veía en ese momento (otros dos pacientes trataban de leer unas revistas). Después de unos minutos la secretaria se dio cuenta de mi acción y volvió a poner la telenovela a todo volumen.
El fin de semana pasado fui al cine, a ver Interestelar. Munido de mi medidor de decibeles que me bajé a mi iPhone comprobé que durante largos pasajes del filme el volumen supera los 93 decibeles (en los avances previos a la película el volumen llega, por momentos, casi a 100).
Al día siguiente fui con dos amigos a un conocido bar de San Miguel. En un momento dado no podíamos entendernos ni a los gritos. El mozo nos sugirió otra mesa, en la que supuestamente el ruido es menor. Pero nada. Aturdidos por la música tan alta, y comprobando con mi app que el volumen superaba los 93 decibeles, me acerqué a la barra. El dueño del bar, ante las pruebas fehacientes, bajó amablemente el volumen a niveles tolerables.
En mi último viaje a Santa Cruz, en el aeropuerto de Viru Viru, en la sala de espera, varios televisores presentaban publicidades y clips musicales a todo volumen. Nadie parecía prestarles atención. Unos gringos trataban de conversar entre sí. Una jovencita jugaba con su iPad, protegida de la bulla de los televisores con sus propios audífonos, mientras su hermano corría entre los asientos. Me dediqué a observar uno por uno a los pasajeros. Casi nadie veía a las pantallas, que de todas maneras escupían su horrible sonido.
Pareciera que los dueños de restaurantes, cafés, consultorios, peluquerías, minibuses y puestos de venta de celulares en la Eloy Salmón creen que su fin en la vida es apabullarnos con la bulla. Piensan que los clientes les agradeceremos escuchar a todo volumen el noticiero de medio día, con todos los detalles de la violación y el hallazgo del cadáver de la jornada. Pues no. A muchos no nos gusta. Hasta me aventuro a decir que somos mayoría. Pero no hay poder humano para cambiar esta alocada manera de actuar.
Los amantes del ruido creen que éste debe llenarlo todo, no dejar espacio para la conversación, y peor, para la reflexión y el diálogo interior. Es como un esfuerzo de enajenación, de alienación ante la realidad. Ruido, ruido, ruido, para evitarle a la gente mirarse al espejo y escrutar sus penas y sus alegrías.
Ir a un bar y obligar a un parroquiano a gritarle a su pareja que está muy bonita ese día con su blusa escotada, es un absurdo, algo que no tiene sentido. Como existen zonas para “no fumadores”, estos boliches deberían tener también áreas de “volumen tolerable”. Estar expuesto a más de 90 decibeles durante largos períodos puede causar a la larga problemas de audición, sobre todo el denominado “trauma acústico”. Lo dicen letreros que la Alcaldía obliga a poner, pero que a nadie importa. ¡Y hasta los cines tienen hoy volumen comparable al de las discotecas!
Y un poco preocupado ante la posibilidad de que los lectores digan que esta columna se debe a mi supuesto estado de vejez prematura y creciente intransigencia, logré recordar un ensayo de Octavio Paz incluido en su hermoso libro “El laberinto de la soledad”, que se pregunta por qué esta tendencia al volumen tan alto en los lugares públicos. El propone esta explicación: que es una tendencia que llega de EEUU, país en el que sus ciudadanos no tienen mucho de qué hablar. Agrega que para ellos es mejor que el volumen de la música esté tan alto que evite los silencios incómodos y a hacer un mayor esfuerzo de comunicación. Quizás tenga razón. Y por estos lares estamos igual.
Raúl Peñaranda U. es periodista
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