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El presidente Evo Morales ha cambiado, aparentemente, su percepción sobre el “imperialismo” norteamericano. Después de criticar ácidamente a ese país y sus instituciones durante años, resulta que ahora desea que los mejores profesionales bolivianos estudien en las universidades norteamericanas, entre ellas Harvard.
Aprovecho de insertar aquí un aspecto personal: en unas de las varias veces que el Vicepresidente Álvaro García Linera arremetió contra mi cuando me desempeñaba como director del diario Página Siete, señaló que uno de los aspectos criticables de mi persona es que “fui adoctrinado por el imperio” porque tuve la fortuna de estudiar en Harvard...
La nueva propuesta de Morales y García Linera es criticable por dos razones: uno, su evidente tufillo electoralista, ese hábil intento de que las clases medias vean a este régimen con otros ojos. No hay duda de que convencerán a algunos votantes en ese sentido. El otro aspecto criticable es que no se soluciona la mala calidad de la formación boliviana enviando a 100 profesionales del país a Harvard y otras prestigiosas universidades. No. Eso, aunque tampoco es malo, no ayudará al desarrollo nacional. No se debe empezar por Harvard, se debe empezar por mejorar el kínder, y el resto de la educación escolar, en Bolivia.
Bolivia debe tener uno de los sistemas educativos más mediocres de las Américas. Lamentablemente, según estudios realizados por la Universidad Católica y universidades cochabambinas, el nivel de comprensión de matemáticas y las habilidades en lenguaje en el país son terriblemente bajas.
Pero no podemos saber con exactitud cuán atrás estamos respecto de nuestros vecinos (para no hablar del abismo que nos separa de Europa y algunos países de Asia) porque el Gobierno se niega a que los estudiantes bolivianos tomen la denominada prueba PISA, que compara los resultados que obtienen chicos y chicas de 15 años en 65 países del mundo.
Se niega, aduciendo que es un “examen neoliberal” pero la verdadera razón es porque los resultados que se obtendrían serían catastróficos. La mayoría de nuestros estudiantes de secundaria no entiende lo que lee, no escribe con claridad textos breves, digamos de dos o tres párrafos, ni puede resolver problemas matemáticos simples. Es la tragedia boliviana, la que nos mantiene como un país subdesarrollado.
Pero Bolivia no es el único país de la región que se niega a medirse internacionalmente con otras naciones. En realidad, sólo ocho países latinoamericanos tienen la “valentía suficiente” como para aceptar el examen y conocer su estado de situación.
El Gobierno boliviano aprueba sus medidas más importantes mediante decretos o leyes: nacionalización, contratación de teleférico, envío de profesionales a universidades del exterior, compra de satélite, construcción de caminos, entrega de bonos. Pero ninguna de sus decisiones considera el largo plazo. No existen, por ejemplo, reformas en las áreas de educación, justicia y salud. Para ellas se requiere planificar, idear, negociar, convencer, luchar y… perder votos. Pero hablemos de la educación: necesitamos mejores profesores, por lo que requerimos, por un lado, cambiar la formación de la Normal y, por otro, terminar con los ascensos automáticos del escalafón del Magisterio para poder premiar a los mejores profesores dándoles mayores ascensos y sueldos. Y luego, debemos medir adecuadamente el desempeño de millones de alumnos. Esa reforma enfrentaría enormes problemas financieros, infraestructurales, de planificación y políticos. ¿Resultado? No se hará. La oposición de los maestros sería colosal (como fue la de los médicos, hace unos años) y el Gobierno no ingresaría en esa batalla. No le da el físico. En los años 90 se intentó empujar una reforma en ese sentido, pero fue descontinuada por falta de oxígeno.
El Gobierno combate su falta de posibilidades en estos temas, con decretos: como no puede realmente cambiar la educación, ofrece dinero para mandar a 100 postulantes a universidades norteamericanas. Como no puede resolver la retardación de justicia, aplica decretos de indulto. Me acordé de una frase un poco cliché: un Presidente piensa en las próximas elecciones; un estadista piensa en la próxima generación.
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