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El 8 de agosto del 2016 fue el día en que murió John Janner Quintero Espinosa y nació Gabriela. La historia de este chico transgénero de 17 años no tendría mayor novedad en un país donde desde el 2013, por ley, cualquier colegial goza del derecho a vestirse de acuerdo con el género con el que se sienta identificado.
Lo excepcional es que John Janner vive en un caserío llamado Ricaurte, corregimiento de Bolívar, en el departamento del Valle, donde poder ir al colegio con uniforme de niña no constituyó una lucha terrible y ni siquiera un arduo debate entre profesores, padres o compañeros de escuela. Y todo, gracias a un trabajo conjunto –no muy fácil de encontrar en municipios o ciudades más grandes– de la familia, el colegio y varias instituciones del Estado. Todo un ejemplo para emular.
Esa mañana del 8 de agosto, Gabriela se bajó despacito del bus escolar “hecha un manojo de nervios”, caminó entre las cámaras de televisión de medios locales hasta el pórtico del colegio Manuel Dolores Mondragón; se abrazó con sus familiares, saludó a los cerca de 400 estudiantes y al cuerpo docente, y se emocionó con el aplauso cerrado de todos y con un enorme letrero donde le daban la bienvenida, ya no como alumno sino como alumna.
Gabriela quiere ser diseñadora de modas; su película favorita es ‘El libro de la selva’ y tiene una colección de muñecas Barbie desde hace varios años. Vive con doña Leonilde y don Julio, sus abuelos, en una casa pequeña en Ricaurte, a diez minutos de Bolívar por un camino estrecho pero asfaltado. No tiene novio. Hasta los 16, como John Janner, mantuvo algunas relaciones fugaces con niñas de su edad. “Puras apariencias”, dice. En cambio, no puede olvidar al primer niño al que besó cuando apenas tenía 7. “Fue un beso inocente… éramos solo unos niños”.
Bolívar es un pueblo de 13.000 habitantes fundado en 1567. De arquitectura colonial, el tráfico allí es casi inexistente, y el silencio es como una cobija que protege de día y de noche. Lo único que rompe la calma es la risa, porque la gente de Bolívar se ríe todo el tiempo, y lo hace con ganas.
Los limoneros dominan cada rincón, y el olor a fruta fresca hace muy sabroso el ambiente. Aunque vallecaucano, el acento que se escucha es un paisa recio, heredado de Roldanillo, municipio del que fue parte en sus primeros años de historia y el cual se halla a quince minutos de Bolívar.
El río Pescador bordea el poblado y pasa justo detrás del colegio Manuel Dolores Mondragón, donde hoy Gabriela cursa décimo grado. Es un espacio donde la vegetación es tan fecunda que hay que mantenerla a raya a punta de poda y machete. Hay bicicletas por todas partes. Allí llegó Gabriela hace un año luego de recorrer varias escuelas de las que tuvo que huir por causa del matoneo. Aquí encontró respeto; encontró oídos que la escucharon y personas que comprendieron sus temores e ilusiones.
Atrás quedaban recuerdos muy dolorosos. Cuando apenas tenía 10 años y su apariencia era masculina, John Janner le escribió una pequeña nota a un niño que le llamaba la atención en la escuela María Agustina Madrid. “Me gustas”, era todo lo que decía aquel papelito. El niño tomó la nota, sonrió mientras se alejaba y le enseñó la declaratoria romántica a un grupo de chicos que estaban cerca.
Lo que vino después fue una pesadilla que aún no consigue olvidar, cuando los muchachos se vinieron encima, lo encerraron en medio de un círculo y empezaron a gritarle: “Y la llaman Laisa, Laaaaisa, todos gritan Laisa, Laaaaisa”.
John Janner se tiró al suelo y se tapó la cabeza. No quería que le vieran las lágrimas; no quería que lo compararan con aquel personaje transgénero de ‘Los Reyes’, la telenovela de RCN. No fue la primera ni la última vez, y los momentos en que las agresiones pasaron del chiste a los golpes se repitieron por años. Las encerronas en los baños y el saboteo de sus cuadernos de clase fueron recurrentes, y su paso por diferentes instituciones educativas siempre estuvo marcado por los comentarios despectivos, la exclusión y el rechazo.
Por esta época, cansado de ocultarse, decidió hablar con Gloria Espinosa, su mamá, y decirle la verdad. Ya durante años se había probado a escondidas su ropa, con la complicidad su hermana, con la que se maquillaba y jugaba a mirarse al espejo, como cómplices, como amigas, como mujeres. “Eran momentos muy felices y de mucha intimidad”, afirma Gabriela.
La madre lo admitió sin mucho aspaviento ni fatalidad. “Me preocupaba, eso sí –dice hoy en día–, que me la hicieran sufrir; que se burlaran; que me la maltrataran”.
A los pocos días de aquella confesión, y para mostrar su total respaldo, la madre le propuso que empezaran a buscar un nuevo nombre; uno de mujer. A Gabriela le sonaba Isabel, pero a Gloria le encantaba Gabriela; para poder llamarla Gaby también. “Es que Gabriela me suena más neutral, más salomónico”, afirma esta joven madre de 37 años, estudiante de último año de enfermería.
Tener un nuevo nombre no era suficiente. En abril del 2016 acudieron a la Comisaría de Familia de Bolívar y, apelando a la Ley 1620 del 2013, plantearon la intención de poder asistir al colegio en uniforme femenino. “Era mi deseo; yo me reconozco mujer y solamente mujer”, asegura Gabriela.
Trabajo en equipo
A partir de ahí, la Comisaría de Familia de Bolívar, la Secretaría de Educación, el hospital municipal Santa Ana, la psicóloga Sandra Trujillo, la alcaldesa Luz Dey Escobar y Óscar Alberto Henao, rector del colegio Manuel Dolores Mondragón, iniciaron un cuidadoso proceso de sensibilización entre los estudiantes, padres de familia y los docentes del plantel, con el propósito de crear un escenario favorable al deseo de Gabriela, y la firme creencia de que su caso era toda una lección pedagógica de tolerancia y convivencia.
La primera tarea fue realizar un diagnóstico psicológico con una metodología conocida como ‘piedra de Rosetta’, formulada por el psicólogo colombiano Óscar Rodríguez. El resultado evidenció en Gabriela una “tensión entre la fantasía y el anhelo de identidad”, con una “profunda angustia y ansiedad por encontrar la manera de instalarse en su condición transgénero en un mundo machista, cuando en su interior existía una condición femenina”, afirma Rodríguez.
Luego se construyó todo un camino de inclusión con el objetivo de sanar las heridas, iniciar una reparación y acoger a Gabriela sin generar rechazos, motivado por el respeto y un cambio verdadero en la percepción de los bolivarenses; no por imposición. Era necesario, antes de poder lucir aquel atuendo escolar, sentar unas bases entre los maestros y los estudiantes para que empezaran a verla de un modo distinto, tal como ella se ve.
El primer paso fue permitirle asistir a clases todos los días con el uniforme deportivo, que es igual para hombres y mujeres; luego se fueron incluyendo, de manera gradual y progresiva, accesorios femeninos en su indumentaria, como aretes, anillos y adornos para el pelo.
En paralelo se realizaron talleres de identidad de género y de libre desarrollo de la personalidad, entre docentes, estudiantes y padres de familia.
La dinámica también incluyó una encuesta entre el profesorado sobre diversidad de género en la institución, para finalmente llegar a un acuerdo colectivo que se legitimó con la firma de todos los actores involucrados. El ejercicio no pudo resultar más enriquecedor.
“La cosa se cuenta fácil –dice el rector Óscar Henao–, pero en realidad hubo cierta polémica y varias resistencias. Encontramos algunos padres que se mostraron preocupados con este proceso, y entre los mismos profesores hubo debates hasta por el modo en que deberían llamarla a lista. Creo que lo emblemático es que logramos escuchar a Gabriela y antepusimos sus derechos por encima de cualquier prejuicio, en particular su derecho al libre desarrollo de la personalidad. Esto, dentro de la ley y del manual de convivencia, y articulando a numerosas instituciones”.
Desde que todos los ‘debates’ quedaron atrás, Gabriela asiste al colegio con el uniforme que le corresponde, el de mujer. La llaman a lista por su nombre y como niña puede jugar en los recreos y utilizar los baños.
Todavía hay chiflidos; todavía hay comentarios desobligantes que le llegan como susurros; todavía hay risitas ocultas que se cuelan por la piel y lastiman. Pero ella se sobrepone a los improperios con una determinación que está mucho más allá de faldas y los accesorios, y que le dan fuerzas para enfrentar el futuro como una mujer valiente.
Tomado de El Tiempo de Bogotá.
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