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Jimi Hendrix fue el símbolo de una época irrepetible y donde el valor supremo, por el cual se luchó, se vivió y se murió, era la rebeldía en búsqueda de la libertad. Rebeldía contra el sistema, contra el orden establecido, contra el poder dominante, su cultura, su modo de ver el mundo, su hipocresía. Libertad para los cuerpos y para las mentes, libertad espiritual y expresiva, libertad como camino, libertad como sinónimo de vida. Si alguien encarnó esos valores y esos sentimientos, desde el lado más salvaje y más sensible, desde el arte y la actitud, desde la belleza como ideal y meta, ese fue el más grande guitarrista de todos los tiempos, ese fue, sin dudas, Jimi Hendrix.
El mundo estallaba, explotaba, se incendiaba: Vietnam, Argelia, África Negra, Cuba, Nicaragua, Italia, París, Córdoba, Santiago, Panamá: el planeta entero estaba convulsionado por la energía de una generación que desechaba los valores convencionales impuestos por la burguesía, empoderada y empachada tras el auge económico producto del fin de la Segunda Guerra Mundial. El mundo estaba en llamas, y él igual.
Hendrix era como el Che Guevara pero en vez de un fusil, empuñaba una Fender Stratocaster, y su guerrilla sigue golpeando. Su música eran puñados de picante arena sobre el rostro de los necios, eran aguijones lacerando la podrida carne de los poderosos, era viento y tormenta que barrían el desencanto, que te hacían soñar despierto. Hendrix era Rimbaud, era Vallejo, era poesía + electricidad, era robarle a los dueños del mundo su tesoro para derramarlo sobre la gente vuelto rock and roll, vuelto alegría creadora, vuelto felicidad.
En Latinoamérica, los yanquis no sabían cómo parar la ola libertaria, y lanzaban sus alianzas para el progreso y sus cuerpos de paz y sus agentes de la CIA y sus dictaduras para detenerla; pero el mundo bullía, hervía, danzaba y nosotros también: la efervescencia latía en cada esquina, en cada selva, en cada barricada, y la música de ese impulso ascendente pero a la vez horizontal, la música de ese afán de liberación y de justicia, la música de ese terremoto cultural, social y político, la música que define los contornos y la esencia de ese tiempo, es la que interpretaba él, es la música de ese afroamericano universal y artista inmortal que se llamó Jimi Hendrix. Escuchen sí no a Wara setentoso, a Los Jaivas o a Arco Iris, a Pappo o a Divididos, escuchen a Caetano, a Barão Vermelho, a tantos otros y tan nuestros donde la huella chamánica del guitarrista dejó su marca, donde el tajo que abrió Hendrix en la música popular fue alborada, hallazgo y encuentro, porque esa ruptura estética y existencial contra todo lo complaciente y domesticado, agregó tanta intensidad al arte que no alcanza una vida o dos para agradecerlo.
Su música fue la música que había nacido en África, en el África de la magia y de los espíritus del bosque, y que había cruzado el océano a la fuerza en los barcos donde trajeron a sus ancestros cautivos y encadenados para esclavizarlos en América, su música era la que se arraigó y nutrió en los campos de cultivo de algodón, en el trabajo duro, durísimo, en la injusticia y en la humillación, en el dolor y la tragedia, pero también en la esperanza y en las ansias de libertad, también en la fe y en el amor al prójimo, aunque se lo padezca, aunque te martirice.
Fue por eso que esa música, que fusionaba desgarro con redención de la manera más pura, se conoció como blues (lamento) y conquistó el corazón abierto y sensible de la mitad de la humanidad: porque latía tan fuerte como la respiración del planeta, porque era un grito de paz en medio de la guerra, porque era un lazo de comunión y fraternidad entre todos los hombres sencillos y buenos, entre todos los que luchaban, entre todos los que querían creer, confiar, crear.
Y Jimi Hendrix, con su guitarra ritual, con su guitarra mágica, con su guitarra que parecía una extensión eléctrica de su cuerpo ya que estaba enchufada a su corazón, elevó la música, esa música, hasta las estrellas, hasta los confines del universo, hasta las soledades más espantosas del cosmos, para que nos acompañe siempre, nos guíe siempre, nos inspire hasta la eternidad.
Jimi Hendrix fue el héroe musical, existencial, creativo de toda esa épica que envolvió a los sesentas, fue el lado luminoso de la parte más maravillosa de la condición humana: aquella que transmite fe y la energía más sublime de todas, aquella que se empeña, que no se rinde, en su potencial y posibilidades humanas, definitivamente humanas.
Por eso Jimi Hendrix conmueve, por eso electriza, por eso uno nunca se cansa de escucharlo, porque así haya muerto hace tanto tiempo, así esas grabaciones se hayan hecho con una tecnología que hoy causaría gracia, la música de Jimi conserva, en estado original, toda su frescura, toda su belleza, toda su aspereza, todo su magnetismo, toda su luz, porque, desde la médula hasta la piel, era música auténtica, y por eso, por ser autentica, se vuelve inolvidable, única, irremplazable, sigue vigente, nunca muere, está más viva que nunca.
Algunos se preguntaran porqué escribo sobre Jimi Hendrix. Les respondo, para que no se inquieten, que escribo sobre el gran Jimi por un simple pero poderoso motivo: en un mundo donde los valores caben adentro de un centro comercial, de la pantalla del televisor o de estas maquinas donde me leen o cualquier otro de los aparatitos de abolición de la creatividad, la fuerza imposible que desataba Hendrix con cada una de sus composiciones y en cada una de sus presentaciones, la colosal y volcánica expresividad de su arte y su avasallante sensibilidad personal, desmienten ese horizonte de robots y píldoras al cual quieren condenarnos.
Rebeldía, arte, libertad: todos llevamos un Jimi Hendrix adentro; sólo se trata de sentir eso que late, sólo se trata de sentir eso y nada más. Hey Joe, Hey Jimi: gratitud por siempre y un abrazo púrpura hasta tu morada celestial.
Río Abajo, 7 de junio de 2013
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