Opinion

TRABAJADORES Y PERIODISMO
Surazo
Juan José Toro Montoya
Miércoles, 29 Junio, 2016 - 19:55

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Quien diga que la Ley de Imprenta solo favorece a los empresarios de los medios de comunicación demuestra una tremenda ignorancia en torno al periodismo y sus funciones.
Para empezar, es preciso recordar que la Ley de Imprenta en actual vigencia es el resultado de un largo proceso histórico que comenzó durante el gobierno del mariscal Antonio José de Sucre. Fue él quien promulgó la primera Ley de Imprenta, el 7 de diciembre de 1826, que, contrariamente a lo que se pueda creer, era draconiana y castigaba con cárcel y destierro los supuestos delitos cometidos en los impresos. Desde entonces, los periodistas lucharon por flexibilizar esa ley. Las primeras peleas fueron en el gobierno de Andrés de Santa Cruz quien cambió la pena de destierro por sanciones pecuniarias. Aprovechando su popularidad, el presidente José Ballivián promulgó una ley, el 13 de noviembre de 1844, que reponía el carácter excesivamente punitivo de la de Sucre y hasta introdujo otras figuras que, según él, también merecían sanciones. Mediante ley del 15 de agosto de 1861, José María Achá reconoció el ejercicio de la libertad de imprenta pero fijó la obligación de que los editores registren previamente los nombres de los autores de las notas a ser publicadas.
El proceso llegó hasta 1925, cuando el gobierno de Bautista Saavedra elevó a rango de ley el Reglamento de Imprenta que había sido promulgado por la Junta de Gobierno el 17 de julio de 1920. Solo fue posible llegar hasta ese punto debido a que el país atravesaba una crisis que hizo que los políticos bajen la guardia momentáneamente. Conscientes de que, si tenía la posibilidad, la clase política podía modificar la ley a su conveniencia, los periodistas decidieron cerraron filas en torno a la que había sido promulgada el 19 de enero de 1925. Por ello, la prensa no permite que la norma se toque, ni siquiera para actualizarla. Las declaraciones de principios de todas las organizaciones periodísticas tienen como base la defensa de la Ley de Imprenta.
La esencia de esta ley es el secreto de la fuente; es decir, la obligación que tienen los periodistas de no revelar los nombres de quienes les proporcionan información a menos que sean compelidos por un jurado de imprenta. Ese deber está descrito en el artículo 8 que señala que  “el secreto en materia de imprenta es inviolable” mientras que el 9 establece que “el editor o impresor que revela a una autoridad política o a un particular el secreto del anónimo, sin requerimiento del juez competente (el jurado de imprenta), es responsable, como delincuente, contra la fe pública, conforme al Código Penal”.
Cada vez que alguien se siente incomodado por una publicación periodística, lo primero que intenta es averiguar quién proporcionó la información. Si se levantara el secreto de la fuente, como intentaron los anteriores gobiernos y pretende el actual, nadie se animaría a proporcionar información y el principal afectado sería el público.
Desde 1925 al presente, la estructura laboral de la prensa ha cambiado de tal manera que los trabajadores son la mayoría y la única garantía para el desempeño de sus funciones es la Ley de Imprenta. Los propietarios se han limitado a la función de gerentes y a veces ni eso porque prefieren contratar a un periodista para que se desempeñe como director y se repliegan a sus sillones a esperar las posibles ganancias de su empresa.
El propietario siempre podrá cambiar de rubro pero el periodista solo puede ser periodista. Por eso será el principal damnificado por cualquier acción en contra de la prensa.