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Desde que el ser humano comenzó a dominar su entorno, sintió el placer que le proporcionaba el poder.
Domesticó el fuego, construyó armas y aprendió a derrotar a animales más grandes. El poder, entonces, dejó de ser la capacidad, facultad, potencia, facilidad o habilidad para hacer algo sino tener más fuerza que alguien o, en definitiva, la autoridad suprema reconocida como tal en un grupo o sociedad.
A sabiendas de lo que era el poder, los hombres procedieron a discutir sobre su origen. La teoría de que venía con la sangre dio lugar a las monarquías mientras que los pueblos guerreros le dieron mayor importancia a la fuerza, a la violencia que permitía someter a otros bajo su mando.
La teoría de la autoridad delegada dio lugar al pacto social. Fue cuando las sociedades restaron valor a las guerras, el derecho que daban las conquistas y las teorías fantasiosas de hombres designados por la divinidad para mandar sobre los demás. Como no todos podían gobernar, los integrantes de las sociedades decidieron delegar el mando en algunos de ellos. Así nació la democracia.
Pero delegado y todo, el mandato de gobernar a nombre de una sociedad entrañaba y entraña poder. Gracias a él, los gobernantes pueden disponer sobre los destinos de un país, así sea indirectamente; decidir quiénes desempeñan las funciones de autoridad, a quiénes se contrata para las obras públicas y qué se hace con los recursos naturales.
Por eso, los partidos políticos buscan el poder por el poder, no por un afán de servicio a la sociedad que cada vez parece más lejano. Mientras están en la oposición, conspiran contra el gobernante de turno con el afán de ocupar su lugar y, cuando lo logran, se empeñan en permanecer a cargo el mayor tiempo posible.
En su afán de llegar al poder y conservarlo, los políticos se adaptan a los momentos históricos. Son golpistas en tiempos de dictadura y demócratas cuando la delegación del mando se decide en las urnas. ¿Meten trampa? ¡Desde luego!.. lo que importa es llegar al poder.
Una vez en el poder, el político suele ceder a la tentación de hacer lo que desee. Los más torpes —o ingenuos— se concentran en lo inmediato y se suben el sueldo, aunque sea a ojos vista de toda la sociedad. Los más inteligentes no solo no se suben el sueldo sino que hasta lo disminuyen porque la verdadera fuente de la riqueza no está en las planillas de los salarios sino en las de los contratos, las obras públicas, aquellas para las que hay que firmar contratos. Entonces los pagos ya no son a ojos vista sino subterráneos, escondidos… clandestinos. Y las fuentes de enriquecimiento se multiplican: ahí está, por ejemplo, el evitar ingresar a un mercado a cambio de jugosas sumas que se depositan en cuentas de los paraísos fiscales, lejos del control de la sociedad a la que supuestamente se sirve. Sean de izquierda o derecha, los políticos han encontrado mil y un formas de enriquecerse sin que les pillen. Sin embargo, para hacerlo es preciso tener el control… el poder.
Todos sabemos, entonces, o intuimos, lo que es el poder y sabemos que los políticos están detrás de él. Aún así, resulta curioso que, de cuando en cuando, aparezcan algunos que lo digan abiertamente. “El Estado soy yo”, sentenció Luis XIV para graficar que él era el poder en Francia y Navarra, pero era rey, copríncipe de Andorra, conde rival de Barcelona y delfín de Viennois. Resulta poco menos que patético que un funcionario de quinta de cualquier gobierno se plante en un restaurante para proclamar, en cualquier tono de voz, que “yo soy el poder”.
(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.
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