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Tomar partido cuando de historia se trata es lo mismo que escoger un bando en el trabajo periodístico. El historiador, por su lado, y el periodista, por el suyo, son observadores de los hechos, aquel de los pasados y este de los presentes, así que su obligación es transmitirlos tal como fueron o son.
Pero cuando la historia involucra a más de un país o, peor, si de una guerra se trata, la mayoría se inclina por el suyo. Por eso es que la Guerra del Pacífico tiene por lo menos tres versiones, el mismo número de países que participaron en ella.
Pero no hace falta ser boliviano para afirmar que aquella guerra fue la consecuencia de una invasión, una cobarde y alevosa que se produjo el 14 de febrero de 1789, cuando las fuerzas chilenas ocuparon Antofagasta.
Las guerras son parte de la historia de la humanidad y muchas veces concedieron derechos. Si un país venció en una puede reclamar compensaciones, unas veces económicas y otras de posesión de tierras; pero, para ello, debe demostrar que la guerra, y sus resultados, no fueron injustos.
Una guerra arranca con una declaratoria formal del gobierno de un país a otro. Cuando primero existe una ocupación, como lo fue la de Antofagasta, no existe declaratoria sino invasión; es decir, acción y efecto de invadir, irrumpir, entrar por la fuerza.
Con invasión, sin declaración previa, una guerra nunca puede ser justa así que no genera derechos. Esa es la base de la demanda que Bolivia formuló ante la Corte Internacional de Justicia.
Chile invadió Bolivia y lo hizo sin provocación alguna. El impuesto de 10 centavos por quintal de salitre fue un burdo pretexto porque la invasión había sido preparada durante años.
Una de las razones para la invasión fue el salitre, que tuvo gran valor hasta fines de la Primera Guerra Mundial. Los más grandes depósitos de esa mezcla estaban en Antofagasta y Tarapacá, entonces territorios boliviano y peruano, respectivamente. El historiador Fernando Cajías apunta que una de las razones para la invasión chilena fue la riqueza salitrera de Tarapacá, ya que su explotación fue monopolizada en 1875 por el gobierno peruano.
Es falso, entonces, que Perú haya entrado a la guerra por causa de Bolivia y el tratado defensivo previo que habían firmado sus gobiernos. Chile había puesto sus ojos en el salitre de ambos países y punto. No le interesaba solo el Litoral boliviano.
El guano, del que tanto hablaba Joaquín Aguirre Lavayén, servía para fertilizante, al igual que el salitre, pero a los pocos chilenos que urdieron la guerra no les interesaba tanto su explotación como recuperar las deudas que los peruanos tenían por su venta.
Entre 1869 y 1872, Perú adquirió deudas de firmas como la francesa Casa Dreyfus y la inglesa Croyle & Russell. En todos los casos aparecen como garantía la explotación del guano y el salitre. Aunque entre bambalinas, esas empresas tomaron parte activa en la guerra porque consideraban que los yacimientos estaban literalmente hipotecados a su favor. Les interesaba que gane aquel que garantizaría el pago de la deuda peruana.
Por tanto, la Guerra del Pacífico no fue tal. Tal vez sería más apropiado llamarla Guerra del Salitre, por los intereses económicos que movió esa mezcla en el siglo XIX. Fue una guerra por razones meramente económicas y, como siempre, los gobiernos bailaron a su ritmo.
Los chilenos no querían quitarle el mar a Bolivia sino los yacimientos de salitre de Antofagasta y, de paso, tomar los de Tarapacá. Por eso invadieron territorio boliviano el 14 de febrero de 1789.
(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.
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