Opinion

DAÑO PERMANENTE
Surazo
Juan José Toro Montoya
Viernes, 29 Enero, 2016 - 12:42

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No imagino cuánta enajenación necesita un ser humano para quitarle la vida a otro.
Jorge Clavijo, por ejemplo, estaba borracho cuando le asestó quince puñaladas a Hanalí Huaycho. Era la misma embriaguez, aunque no en la misma medida, que corría por el sistema nervioso de William Kushner cuando asesinó a Andrea Aramayo.
El alcohol es un alucinógeno así que puede privar de juicio al que lo consume. Solo así se explica que Clavijo haya destrozado a Hanalí en presencia de su hijo. Solo así se explica que Kushner no haya tenido ningún reparo en aplastarle la cabeza a Andrea con su automóvil.
¿Y qué pasa con aquellos que matan sin motivaciones? Pienso, por ejemplo, en ese ser humano que aguarda en las sombras que algún incauto se acerque para robarle la billetera. Cuando cae una víctima, el asaltante forcejea y, pese a que ya tiene el dinero en la mano, no duda en hundir su puñal en la humanidad del asaltado. Ya había logrado su propósito… ¿por qué, además, tuvo que matar?
Pero si el asaltante o violador homicida causan asco y repugnación, otro tipo de asesino pulula ahora en nuestras calles: el tratante.
Aunque la jerga policial todavía no incorpora el adjetivo, el tratante es aquel que está inmiscuido en la trata y tráfico de personas. Su actividad consiste en secuestrar seres humanos con el fin de venderlos, enteros o por partes.
El tratante vende un ser humano entero para la prostitución. Si vende a su rehén con fines sexuales, tendrá que entregarlo completo. La venta por partes es el tráfico de órganos. En este caso, hay que matar al o la secuestrada para vender sus partes a quienes pueden pagar por ellas.
La trata y tráfico de personas ha convertido al ser humano en burda mercadería. Los tratantes se olvidan que detrás de cada persona hay una familia, otras personas que sufren y se preocupan por ella.
Cuando una persona desaparece, el sufrimiento de su familia es inmenso. La incertidumbre es un monstruo que puede consumir la vida de una persona con más rapidez que cualquier otra preocupación. De pronto, la rutina diaria se interrumpe con el aviso de que uno de los miembros de la familia, una hija o un hijo, no aparece. Salió a tal hora… iba a encontrarse con tal… las indagaciones son familiares porque la Policía es tal solo de nombre porque, si se trata de esclarecer un crimen, el boliviano debe bancarse solito. Pero él o ella no aparecen. ¿Dónde estará?, ¿qué habrá pasado? Y los segundos se vuelven minutos… y los minutos se vuelven horas… y las horas pueden volverse días… ¿Dónde está?, ¿qué ha pasado?
Las respuestas pueden ser múltiples. A veces, el o la desaparecida no aparecen nunca más. Ahí está el caso de Zarlet, agigantado por la actitud pantagruélica de la Policía que se burla de su madre, o ahí está el caso de Varinia que aparece pero no como persona sino como cadáver… un despojo…
Está pero no está. Es su cuerpo pero no es ella… ella se ha ido para nunca más volver.
Pero, al final de cuentas, si el o la desaparecida aparecen o no ya resulta irrelevante. Si aparece muerta o muerto, se acaba la incertidumbre pero prosigue la pesadilla. Se la extrañará siempre porque partió de pronto, sin despedirse, sin coronar sus proyectos de vida…
Si aparece con vida, la historia no tendrá final feliz porque la secuestrada y su familia tendrán que lidiar con las secuelas que inevitablemente deja el secuestro… Su cuerpo está vivo pero mataron su alma…
No hay daño colateral sino permanente. Por eso es que la trata y tráfico de personas no es un delito sino la suma de muchos y así debe ser combatido.