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En Bolivia, “siete de cada 10 personas consumen cotidianamente o convencionalmente hoja de coca”. Ese fue, según la versión oficial, el dato proporcionado por el ministro de Gobierno, Carlos Romero, en la 60 sesión de la Comisión de Estupefacientes de las Naciones Unidas que se realiza en Viena, Austria.
Las palabras de Romero causaron tal revuelo que las redes sociales todavía hierven con preguntas como cuánto de coca consume cada boliviano o las personas que él conoce. En mi caso, yo no consumo coca por inútil. Hasta ahora no aprendí a masticarla correctamente así que la rechazo cada vez que me la ofrecen.
Su consumo mayoritario es a través de mates o infusiones. En Potosí, donde la altitud es un problema inevitable, los hoteles suelen ofrecer mate de coca a los turistas para combatir el mal de puna. Empero, la aparición de fármacos, como el “Sorojchi pills”, ha desplazado disimuladamente a la infusión.
Por experiencia propia, debo admitir que la coca tiene propiedades curativas. De niño, cuando un golpe me provocó inflamación en una pierna, mi madre masticó coca y me la aplicó como emplasto, envuelta en papel periódico. Santo remedio. Al día siguiente, la hinchazón había desaparecido.
Con todo, la versión 7/10 no encuentra demasiado sustento, por lo menos no en las ciudades, ni siquiera aquellas que, como Potosí, tienen tradición minera y en las que es fácil comprarla al menudeo.
Como muchos vegetales, la coca tiene propiedades que necesitan estudiarse y divulgarse pero no creo que sean mayores a las de otros productos naturales como el ajo o el limón. De todas maneras, un estudio serio e imparcial nos sacaría de dudas.
Lo que sí se puede desmentir con sustento histórico es su carácter sagrado. Pese al aura con el que la rodearon leyendas como la de Antonio Diaz Villamil, lo cierto es que la coca tenía el mismo valor ceremonial, y transaccional, que las caracolas, la chaquira y el ají como bien lo exponen los autores de la “Historia Monetaria de Bolivia” publicada por el Banco Central de Bolivia.
Y es que por sus variadas propiedades, especialmente la mitigación de la fatiga atribuida a sus alcaloides, y por la dificultad de conseguirla, la coca era un bien que servía para el intercambio y hasta cumplió la función de moneda incluso bien entrado el periodo colonial.
La versión de Diaz Villamil es curiosamente colonialista ya que señala que la coca fue un regalo del sol para alivianar las penas emergentes de la conquista española. “En las duras fatigas que os impongan el despotismo de vuestros amos, mascad esas hojas y tendréis nuevas fuerzas para el trabajo”, dice la leyenda y, coincidentemente, los españoles la utilizaron para mejorar la producción de los indios.
La versión de Villamil, que es contemporánea, no es ni siquiera cronológicamente correcta ya que ubica al origen de la coca en tiempos de Atahuallpa cuando existen evidencias de que la planta existía desde mucho antes. Los autores de “Qara qara-Charka (Historia antropológica de una confederación aymara)” refieren, por ejemplo, que fue Huayna Capaj, padre de Atahuallpa, “quien fomentó también el cultivo de la coca a gran escala”.
Pero así como se apreciaba la coca por sus propiedades, lo propio pasaba con el ají —utilizado especialmente para combatir el frío— que también era empleado como moneda-mercancía.
La coca se utilizaba especialmente para la masticación, con el fin de que los indios rindan más en el laboreo de las minas, pero, desde entonces, ya se sabía que la hoja medicinal y apta para el consumo humano era la que se cosechaba en los Yungas.
(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.
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