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Cuando pasé mí tiempo vistiendo el uniforme del ejército boliviano, adolescente y sin todavía conocer el mundo en su plenitud, a fines de la década de los 60 del pasado Siglo, la vida militar tenía sus peculiaridades: una cosa era estar en el cuartel y otra estar en la calle.
En el cuartel la vida era dirigida a través del toque de corneta. Ésta era odiada en la madrugada cuando tenías que levantarte y vestirte hasta contar diez; pero tan esperada cuando tenías que formar para el rancho: todos a correr para llegar primero a la fila y recibir la “lagua” con un poco de kerosene, decían que esto te hacía más fuerte, igual te parecía deliciosa porque tenías que sobrevivir junto a la tropa.
En la calle, tiempos en que la vida en Bolivia corría difícil por las revoluciones, las protestas del descontento popular, las manifestaciones de mineros que sumaban miles, los universitarios que eran vistos como nuestros enemigos y los uniformados éramos tratados como “gorilas”, salidos del “arca de Noé”, “abajo la bota militar…” se escuchaba por doquier. Civiles y militares eran declarados enemigos, los primeros no podían caminar de dos en las noches porque había que controlar el toque de queda, nosotros siempre en escuadras para controlar la tranquilidad. Luego vinieron los años de “orden, paz y trabajo”, tiempos difíciles en el cuartel y en las calles.
Los tiempos hoy son diferentes, ya no se come lagua en los cuarteles ni hay más odio entre los que visten uniforme y los civiles, es más, ahora marchan juntos, inclusive se confunden entre ponchos y abarcas, qué lejos ha quedado eso del “pacto militar campesino” que era una treta política para mantener el poder bajo las dictaduras y el testamento bajo el brazo. El tiempo y la democracia ha hecho el abrazo de paz en el pueblo, que entre militares, policías y civiles hoy caminemos por la misma acera. Ojalá para siempre.
En esos tiempos, la subordinación y constancia era férrea. Un superior no siempre era respetado sino temido. Una cosa es la obediencia y otra diferente el respeto: la primera se impone, la segunda se gana. Eran pocos los de graduación superior que se ganaban el respeto de la tropa y los subordinados, quizás era la doctrina y los aires que corrían en el tiempo y la historia.
Las diferencias en la graduación eran marcadas: un clase, sargento o suboficial no podía sentarse a la mesa de los oficiales, peor al de los jefes, ni asomarse siquiera. Los oficiales para arriba tenían sus fiestas en el Comando o el casino, con guardias de seguridad por la graduación de abajo, eran ocasiones especiales cuando se lucían los uniformes de gala, a veces se interrumpían estos plácemes porque había que acudir a las calles para controlar las rebeliones, ahí todos vestían por igual, los oficiales y jefes se sacaban los grados y no siempre estaban a la vanguardia que eran lugar para los soldados. Los abuelos contaban que esto era igual en la guerra del Chaco.
Para ir al Colegio Militar era requisito ser bachiller, aunque esta regla se rompía por el poder político y las influencias de “familias”. Hubo promociones que no necesariamente eran bachilleres, pero se decía que llegar ahí era cuestión de casta.
Para llegar a la máxima graduación de suboficial no era requisito ser bachiller, se iba a la Escuela o al Politécnico desde tercero de secundaria. Ahí se marcaba la diferencia de por vida: la puerta de los oficiales para arriba totalmente cerrada para los suboficiales para abajo.
Hoy que Bolivia ya no es más República, soplan vientos de cambio en un Nuevo Estado, hay necesidad de discutir la carrera uniformada. La casta queda en el pasado, tienes que ser bachiller para emprender una carrera técnica superior o licenciatura y una vez dentro de la institución, áreas o especialidades, capacitación y ascenso por méritos de estudio y proposición deben ser analizados y dejar de lado la historia de soldados de primera y segunda clase.
¿Las movilizaciones de sargentos y suboficiales no cambiarán nada? ¿Las FF.AA quedarán al margen de los tiempos de cambio? ¿No son ahora parte del pueblo?
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