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Podría decir que aprendí a conocer La Paz profunda y cautivante a través del escritor y poeta Jaime Saénz que destacó con belleza literaria los personajes paceños y tradicionales como el aparapita, también por los retratos del Illimani pintados por el célebre Arturo “Toqui” Borda, que veneró este nevado con locura y lo retrató en todas su formas.
Toqui Borda, aquel que a pesar de su embrieguez no perdía el equilibrio en el famoso tranvía que cruzaba la ciudad y que para rematar llevaba de manera original una cebolla en el ojal del saco.
Descubrí otras facetas de La Paz del alma, gracias al cuentista boliviano Víctor Hugo Viscarra, a quien tuve la suerte de conocer, que contó lo que vivió a través de sus libros y murió a los 33 años como Cristo, como tenía previsto.
La Paz es una ciudad que vibra, por ello la fiesta del Gran Poder y sus múltiples connotaciones también fueron recogidas magistralmente por el escritor Juan Pablo Piñeiro, en la obra “Cuando Sara Chura Despierte”, que forma parte de la nueva literatura telepática.
Pero en La Paz no hay paz, hay bullicio, dinamitas, protestas, manifestaciones, bloqueos, gasificaciones, crucifixiones, huelgas de hambre, amotinamientos y mucho más. La Paz concentra el poder, las grandes decisiones y contradicciones.
La sede de Gobierno también se caracteriza por los puentes trillizos, el nuevo transporte municipal “Pumakatari” y la linea roja del teleférico que reserva al visitante una vista espectacular de la ciudad.
Evocando a Saenz me animaría a decir que cuando visito la zona norte y los conventillos, me parece que de un momento a otro aparecerá Hermenegildo Fernández el mago de los picantes, que a decir del escritor “murió en su ley”, disfrutando un plato de picante que su madre le llevaba de ocultas al hospital y que los médicos le tenían prohibido.
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