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Consterna constatar que, luego de treinta dos años de democracia, la calidad de la actividad proselitista empeora más y más. El inspirar simpatías o antipatías continúa como su prioritario objetivo, convirtiendo lo eleccionario en motivo para estimular más impulsos y arrebatos que raciocinios y discernimientos.
Tal actitud empobrece las elecciones y la democracia, como también a la propia política en cuanto instrumento, práctica y espacio fundamental para el tratamiento y atención de las necesidades colectivas. Y al empobrecerla, impide que lo político sea un espacio orientado al bien público, convirtiéndolo en cobertura perfecta para el logro de fines sectarios e individuales.
Las causas para lo anterior son varias. Algunas inherentes a las carencias educativas y culturales de la sociedad boliviana, pero la mayoría a la insuficiencia y mediocridad de los partidos políticos, que son los encargados principales de elaborar propuestas relevantes que den a los electores oportunidades efectivas para mejorar su opinión y establecer con mayor acierto su elección.
En más de tres décadas de democracia, fueron pocos los partidos que ofrecieron a al elector algo más que eslóganes, furores y arengas de plazuela. Exceptuando el MNR en la elección de 1993 y su denominado “Plan de Todos” (que identificó prioridades más las prescripciones de acción correspondientes), todas las ofertas partidarias sólo fueron un batiburrillo de simplismos y generalidades ideológicas, obligando a que la personalidad y carisma de los candidatos sea el referente único para definir el voto.
Pero lo anterior no parece inquietar a nadie. Para la elección del próximo 12 de octubre otra vez se observa la ausencia de propuestas responsables y serias, de manera que el elector perderá una oportunidad inmejorable para reflexionar sobre la realidad actual del país, puesto que los verdaderos apremios políticos, sociales y económicos están fuera de toda consideración.
Institucionalidad como oferta
Dentro del contexto de frivolidad antes descrito, no deja de generar enojo que uno de los problemas estructurales que más daño provoca al país siga siendo considerado tan superficialmente. Dicho problema no es otro que la inadecuada, precaria e irrisoria institucionalidad estatal que padece Bolivia desde su fundación, el mismo que hoy está fuera de todo análisis y propuesta política de relevancia.
Son muy pocos los que reconocen que la ausencia de una institucionalidad apropiada del Estado boliviano hace infructuosa cualquier pretensión de cambio y transformación del país. Por más medidas de carácter progresista o conservador asumidas, la precariedad estatal siempre terminó, invariablemente, dando al traste a todo afán por hacer diferente a Bolivia.
Aunque algunos candidatos reconocen que un aparato estatal separado de caprichos y afanes coyunturales de gobernantes y burócratas —es decir, plenamente institucionalizado— posibilitaría avanzar en la solución efectiva de los endémicos problemas del país, ninguno propone puntualmente los instrumentos normativo-administrativos necesarios para tal propósito. Y sin dicha propuesta puntual, todo programa electoral se convierte en humo, en simple apariencia, mero simulacro.
Tal omisión causa extrañeza puesto que Juan del Granado, en sus dos gestiones edilicias, demostró ya el valor fundamental de una apropiada institucionalidad como condición previa a toda acción transformadora. Del Granado cambió la faz de la ciudad de La Paz sólo cuando hizo de la Alcaldía paceña una entidad institucionalmente efectiva. Fue ahí donde recién pudo emprender todos los proyectos que convirtieron a la urbe paceña en uno de los pocos municipios con más eficiencia y mayores logros en todas las áreas, sea en equipamiento, infraestructura y desarrollo humano.
Lamentablemente, lo demostrado por el ex alcalde paceño no es tomado en cuenta por nadie. Hace cinco años que Bolivia es un Estado Plurinacional, pero, en la práctica, poco de la escasa, vetusta e ineficaz institucionalidad del anterior Estado republicano cambió; en otras palabras, continúa el país en su habitual estructura estatal corrupta e inoperante, sólo que ahora mucho más desmejorada por los continuos desaciertos de varias de sus actuales autoridades.
En resumen, que el dotar de una institucionalidad apropiada no sea lo central en las propuestas de los que aspiran gobernar Bolivia, muestra su ligereza e inadecuada ponderación de las urgencias del país, a la par que advierte que las elecciones de octubre próximo podrían transformarse (como muchas de las anteriores) en otra oportunidad perdida para dotar al pueblo boliviano de un gobierno que marque, verdaderamente, la diferencia con el pasado. Preocupante.
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