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Sin lugar a dudas, en la historia de la violencia y ultraje a las mujeres, los hombres hemos escrito la casi totalidad de sus horribles páginas, pero lo peor es que lo hicimos sin reparar que los cuerpos de ellas sean de niñas, adolescentes, jóvenes, adultas o ancianas. Siempre la mujer fue nuestro objeto preferente para desatar nuestra instintiva afición por la obsesión y la agresión, al grado de transformar el mundo un lugar de miedo, aprensión y muerte para ellas.
Pero, lo que resulta todavía más grave, es que nosotros permanecemos impasibles ante tal panorama atroz, sin que, como género, hubiéramos hecho mucho (prácticamente nada) por revertir una situación tan inhumana. Continuamos gustosamente aferrados a un mundo construido sobre la base del menosprecio y violencia hacia las mujeres, donde la integralidad de la institucionalidad social funciona sólo para salvaguardar y alentar nuestros privilegios, extravagancias y violencias.
Las sociedades de antes y las actuales, sin reparar si fueron o son burguesas, socialistas, confesionales, laicas, revolucionarias, conservadoras o plurinacionales, son expresión inequívoca de un poder orientado a privilegiar el dominio, fuerza y violencia masculina. No es casual que sus instituciones más valoradas, admiradas y queridas estén hechas para que los hombres exhiban, ensalcen y perfeccionen su orgullo, agresividad e imposición, a la par de utilizarlas para recordar a las mujeres, a costa de su propio cuerpo, que el poder está hecho para nosotros.
Fuerzas armadas, religión y deportes (en especial ese universal deleite futbolero por meter goles), constituyen la triada más relevante en donde se nutre buena parte del irrespeto y negación estructural hacia la mujer, haciendo que la agresión real y simbólica hacia ellas se provea de ímpetus guerreros, genéricos endiosamientos y viriles musculaturas. Y claro, en un contexto así, las violencias y sus corolarios sexuales, familiares y laborales que padecen nuestras congéneres vienen casi por añadidura, sin que a nosotros nos provoque más allá de una simple mueca.
Es inadmisible que no reaccionemos, que continuemos inconmovibles ante tal manifestación de crímenes humanos. La violación, el asesinato y el sometimiento cotidiano de mujeres, donde niñas y jovencitas terminan siendo las víctimas preferentes de las homicidas pulsiones varoniles, no logran alejarnos mucho de nuestros intranscendentes pasatiempos políticos, económicos, filosóficos, futboleros, científicos y artísticos. Así, realmente, da vergüenza ser hombre.
Y es imprescindible que reaccionemos, no sólo porque es indigno y degradante el permanente quebrantamiento de la condición humana de las mujeres, sino porque, mientras nos deleitamos en nuestras intranscendencias, miles de millares de ellas, de todas las edades y condición, sucumben, anónimamente, todos los días, ante nuestros flagrantes y canallescos abusos, iniquidades e indiferencias.
Por tanto, no sólo es importante apoyar las valientes luchas que muchas mujeres han emprendido para transformar tal estado de cosas, sino también es imperioso que los hombres abramos nuestros propios frentes de batalla para contribuir a extirpar la perversidad del machismo. Reconocer nuestras culpas es el primer paso, ya que iniciará el camino que nos conduzca a enfrentar nuestras homofobias y misoginias estructurales. Pero también es vital que nosotros, los hombres, empecemos a denunciar a toda esa infame institucionalidad que ampara y cobija los arbitrarios e inmerecidos privilegios masculinos, puesto que su inmoral y criminal condición es la que está matando mujeres.
Es el momento que, ante los recurrentes casos de violaciones, ultrajes y asesinatos de niñas, adolescentes, jóvenes, adultas y ancianas, todos nosotros empecemos a sentir culpa y vergüenza, ya que estas atrocidades no sólo es ocasionada por la perversión de algunos malhechores, sino por un estado de cosas que siempre alabó nuestra varonil condición.
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