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Un desacierto. Así fue como la Ministra de Justicia calificó la elección de magistrados del órgano judicial. Han pasado dos años desde que 56 magistrados y jueces fueron elegidos por voto popular, no obstante, la reputación de la justicia boliviana sigue siendo la misma: es lenta y corrompida.
Es posible que sea una evaluación prematura o simplemente la crónica de un fracaso anunciado. La cuestión es que el desencanto llegó pronto. Dejando de lado las consideraciones relativas al proceso y sus resultados, mi pregunta es la siguiente: ¿Son las urnas la mejor alternativa para una transformación judicial?
La elección de jueces surge como una alternativa al nombramiento presidencial o a la selección de jueces por alguna comisión especial. Tiene su antecedente más antiguo en Estados Unidos. Si bien la Constitución de este país establece que los miembros del Tribunal Supremo Federal son nombrados por el Presidente con aprobación del Senado, previa evaluación de méritos; en el siglo XIX la mayoría de las constituciones de los estados decidieron instituir la elección judicial, con el propósito de garantizar la independencia e imparcialidad del sistema judicial.
Sin embargo, el método es considerado por los reformistas, como deficiente. Al parecer, cuando las elecciones son partidarias, es decir, cuando los jueces fueron postulados por un partido, sus decisiones son susceptibles de ser influenciadas por quienes financiaron su campaña electoral. Y, cuando las elecciones no son partidarias, el temor al “voto castigo” puede ocasionar que los fallos judiciales busquen la simpatía de la preferencia popular.
Ante ello, se ha implementado un mecanismo denominado “elecciones de retención”. Esto es, los jueces son nombrados por el gobernador del Estado y luego de un tiempo determinado, los ciudadanos deciden si los jueces permanecen en su cargo. Un sistema similar se aplica en el Japón, donde el gabinete designa a los miembros de la Corte Suprema, y de ellos el emperador nombra al presidente. Luego, en la primera elección general de la cámara de Representantes, los electores ratifican (o no) esa decisión.
En el caso de los países latinoamericanos, solamente en Argentina y Panamá el nombramiento de magistrados de la corte suprema es atribución del órgano ejecutivo con aval del legislativo. El año pasado, la Corte Suprema de Justicia argentina declaró inconstitucional una ley que buscaba incorporar la elección por voto popular de miembros del Consejo de la Magistratura.
En Chile, Ecuador y Colombia, la selección es facultad del mismo órgano judicial. Los dos primeros, aplican un proceso de concurso de público, con ciertas particularidades. En el caso chileno la decisión final es del Senado, en cambio, en el Ecuador, el proceso está sujeto al control social y puede ser impugnado.
El método más común, aplicado en países como Costa Rica, Cuba, El Salvador, Uruguay, México y Nicaragua, es que la asamblea legislativa o congreso designe a los titulares de los máximos órganos de administración de justicia. En los dos últimos la nominación es presentada por el Presidente. Guatemala y Honduras también siguen ese procedimiento, con la particularidad de que establecen comisiones especiales de postulación conformadas por autoridades universitarias, profesionales en ciencias jurídicas e incluso representantes del sector empresarial, confederación de trabajadores y organizaciones de la sociedad civil.
Luego de esta breve revisión, es evidente que somos el único país que aplica la elección directa de magistrados. Esto, más que motivo de orgullo, debería ser un asunto de reflexión. Si la “democratización de la justicia” es el remedio, ¿por qué ni siquiera nuestros vecinos más cercanos la aplican? Saque usted sus propias conclusiones.
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