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No es solo su limitada visión económica la que impulsa al Vicepresidente Álvaro García Linera a impulsar casi exclusivamente tareas extractivistas para lograr crecimiento económico. Su estrecha mirada, en la cual (casi) solamente ingresan opciones como perforar yacimientos gasíferos o mineros además de construir represas, tiene también un transfondo político.
Pero vayamos por partes: la tragedia boliviana se llama el extractivismo. Somos el país más pobre de Sudamérica, entre otras cosas, porque hemos basado nuestro desarrollo casi exclusivamente en extraer minerales o petróleo (o depender de la goma). Durante casi 300 años de colonia y 200 de república a eso hemos apostado, y así nos ha ido. En la última década, con precios altos de las materias primas, no se ha hecho más que enfatizar ese modelo de desarrollo.
El Vicepresidente es el principal defensor de esa política. Acaba de decirlo en una charla magistral en Chile: “si solamente te dedicas a proteger a la Madre Tierra ¿con qué alimentas a la gente?” ha señalado con una sorprendente mezcla de ingenuidad y cinismo. O sea que él no concibe otro camino para alcanzar el desarrollo. La elocuencia de esa declaración es entristecedora, sobre todo porque la literatura económica demuestra que los países que hacen depender su desarrollo de la extracción de materias primas son también, casi siempre, los más pobres. El caso boliviano lo confirma.
El gobierno desea avanzar ahora a otros ámbitos, cercanos al extractivismo: la construcción de represas para generar electricidad. Ya ha firmado un contrato con una empresa italiana para construir una represa en el estrecho de El Bala, en el río Beni. En un año estará listo el informe y luego, ha señalado García Linera, se empezará a construir la megaobra. Una estimación señala que la represa tiene un precio exorbitante, de unos 7.000 millones de dólares, para producir 4.000 megavatios de electricidad, que se exportaría a los países vecinos. Podrían obtenerse al año unos 1.600 millones de dólares para el fisco, un 13% del total de las exportaciones.
No solo es descomunal el costo económico, evidentemente. Lo es más el costo medioambiental. El precio que hay que pagar para que se cumpla este capricho gubernamental es, nada menos, inundar el Madidi, el parque natural más importante de Bolivia y uno de los lugares más bellos del mundo. Es de terror.
¿Vale la pena? ¿Invertir 7.000 millones de dólares para exportar 1.600 millones al año? ¿A costo de inundar el Madidi y verse obligado a trasladar a unas 300 comunidades indígenas? ¿E infligir un daño irreparable al medio ambiente?
Lo lógico sería, en un lugar de hermosura privilegiada como es el Madidi y todo la Amazonía boliviana, alentar otras tareas, como el turismo. Tal vez no captaría esa cantidad de divisas pero su efecto beneficioso es que generaría mano de obra intensiva y ayudaría ampliamente al desarrollo ya que demanda innumerables servicios y productos, entre otros la compra de alimentos. Es mejor que vender electricidad.
¿Y por qué el gobierno no opta por esta otra vía? ¿Por qué insiste en abrazar políticas que ponen a la naturaleza en serio riesgo? Como decimos líneas arriba, por razones políticas: el ecoturismo genera una riqueza que se distribuye en muchas manos, por ejemplo comunidades indígenas, guías turísticos y propietarios de hoteles y albergues, además de los que proveen los servicios directos e indirectos. El dinero del turismo se queda en el país, genera bienestar y podría ayudar a producir un círculo virtuoso del desarrollo. Pero le quita al gobierno la posibilidad de obtener recursos fiscales para manipular a la ciudadanía, chantajear a los votantes y mantener un centralismo secante. Mil millones de dólares distribuidos entre miles de personas dedicadas al turismo, por seguir con ese ejemplo, no es lo mismo que 1.000 millones de dólares en la caja chica del gobierno para construir canchas de fútbol y hacer microinauguraciones todo el año. En todo caso, las microinauguraciones son mejores que las macro. El gobierno insiste en construir el Batán, un estadio para 60.000 personas a un costo de 80 millones de dólares, pese a que el actual campo, el Félix Capriles, pasa vacío todo el año. Esa y otras decenas de obras, como un aeropuerto “internacional” en Oruro que no tiene vuelos, un estadio en Chimoré con tanta gente como habitantes posee esa localidad y fábricas de papel que arrojan pérdidas. El malgasto galopante se debe a que los caprichos del Jefe no tienen freno.
El extractivismo estatista tiene una explicación ulterior: mantenerse en el poder por el mayor tiempo posible, de manera indefinida.
Chau democracia.
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