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Evo lleva una ventaja de 100 a uno. Según estimaciones de mi libro Control Remoto, el Gobierno gasta unos 100 millones de dólares al año en propaganda en medios de comunicación, es decir diez veces más que los últimos gobiernos anteriores al masismo, los de Carlos Mesa y Eduardo Rodríguez. La ministra de Comunicación se niega a dar la información oficial de ese gasto y, por lo tanto, mientras no lo haga, consideraré mi estimación como correcta.
Además de ese gasto oficialista en propaganda, el MAS debe haber dispuesto de una buena cantidad de dinero adicional para organizar cierres de campaña, imprimir afiches, realizar spots, trasladar gente y fabricar los coquetos lentes que usan las misses para apoyar a Evo. No se sabe cómo consiguió el partido esos recursos pero es posible imaginar que provenían de las arcas estatales.
Así que la campaña del candidato Presidente tenía un presupuesto superior a 100 millones de dólares solo el último año. Eso no incluye el uso y abuso del avión presidencial, de los costos de viajes al exterior en los que el Presidente hace campaña y de todo el aparato estatal a favor de su candidatura. Si los otros candidatos deben alquilar una avioneta para hacer campaña en el Chaco, por decir algo, deben alquilarla. Y también pagar el hotel, la alimentación y los taxis de los asesores. Cuando el candidato Evo hace lo mismo, el Estado le paga el avión, la gasolina, el hotel y el fricasé.
Ahora imaginemos cuánto han gastado otras candidaturas presidenciales. Jorge Quiroga y Juan del Granado no deben haber recolectado ni un millón de dólares, es decir cien veces menos que Evo, en este proceso. Para no hablar de Fernando Vargas, que si logró disponer de 100.000 dólares (mil veces menos que el Presidente), es mucho. Samuel Doria Medina, con sus mayores posibilidades económicas, ha debido gastar bastante más, pero de todas maneras con cifras muy menores a las que dispone el oficialismo. Por lo menos, muchos spots de Samuel no he visto en la tele.
Ese aspecto de la política boliviana, la capacidad de un Presidente que es además candidato de usar a su antojo los recursos del Estado, no está debidamente normada en el país. Y no lo estará. El oficialismo empezó, hace nueve años, por quitar el financiamiento estatal a los partidos, para asfixiarlos económicamente, y luego optó por darse un amplio margen para usar los bienes públicos para su propia candidatura. En otros países donde existe reelección las normas son muy estrictas y si el Presidente va, por ejemplo, a un cierre de campaña en una ciudad del interior, debe demostrar de donde provienen los recursos que está utilizando para su traslado. Para que los contribuyentes, como sí ocurre en el caso de Bolivia, no terminen financiando a uno de los candidatos por encima de los otros. Yo, por ejemplo, con los impuestos que pago, no quisiera que el MAS haga campaña. Pero no lo puedo evitar.
La posibilidad de que ciertos candidatos distorsionen la pugna electoral debido a que tienen más recursos que los otros es un tema que los analistas en procesos democráticos debaten desde hace años. Antes de Evo, en Bolivia también sufrimos esa situación, con políticos adinerados como Gonzalo Sánchez de Lozada que podía copar grandes espacios de radio y TV con sus spots propagandísticos. Pero el agravante de ahora es que existe la reelección presidencial y, para empeorar las cosas, tenemos el organismo electoral más timorato que se tenga memoria.
Los países que buscan afianzar sus instituciones democráticas le ponen límites a la emisión de propaganda, obligan a los canales a dar espacios gratuitos y financian a los partidos con dineros públicos de manera proporcional a su respaldo en las urnas. Nada de eso ocurre en Bolivia. Ese es el verdadero meollo del desequilibro electoral boliviano.
Raúl Peñaranda U. es periodista
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