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En marzo de 2017, Eva, una niña de 12 años, murió de hambre en un cuartito minúsculo de la ciudad boliviana de El Alto. Antes de que la policía levantara el cadáver, estaba rodeada de sus cuatro hermanos menores. El único miembro de la familia que trabajaba de vez en cuando era el mayor, Alan, de 19 años.
El padre y la madre también estaban postrados (él en el suelo y ella, en un catre) y desnutridos. En un país que entre el año 2005 y el 2015 fue capaz de reducir la pobreza extrema en las ciudades del 36,7% al 16,8%, una familia al completo sufría por culpa del hambre y aquella escena, que tuvo eco en los noticieros y en las redes sociales, conmocionó a la opinión pública por melodramática y atípica.
La tendencia, según un estudio reciente de la Fundación Tierra, apunta más bien en la dirección contraria: seis de cada diez mujeres y cinco de cada diez hombres de El Alto se enfrentan a la obesidad y al sobrepeso y a las enfermedades derivadas de ellos. Entre la desnutrición y el sobrepeso —dos extremos que aparentemente se contradicen— hay una evidencia: los problemas relacionados con la alimentación no tienen solo que ver con la cantidad de comida que se está ingiriendo; también están muy vinculados a la comida en sí y a la forma en que se está comiendo.
En el libro Lo que se come en Bolivia (1946), el escritor Luis Téllez Herrero destacaba la resistencia de sus habitantes y la atribuía a una dieta rica en nutrientes, a recetas como el rostro asado (cabeza de cordero) y el chairo (elaborado con diferentes tipos de carne, habas, maíz, patata dulce y patata deshidratada) y a productos como la betarraga. En las más de 100 páginas del texto, el muestrario de ingredientes y platos es casi interminable.
Aunque han pasado más de 70 años desde su publicación, muchos de ellos, como la lawa (una sopa que se elabora con harinas) o el locro (un guiso), se continúan sirviendo en las calles de La Paz y El Alto; y también, en otras ciudades del altiplano, la Amazonia y los valles de Bolivia, como Santa Cruz, Cochabamba o Tarija.
En La Paz, la denominación de origen está asociada a menudo a las mujeres que han convertido la comida al paso en un arte: los sándwiches de chorizo a Elvira Goitia en el mercado Lanza, los sándwiches hechos con pierna de cerdo a Crecencia Zurita en el parque Las Cholas, los riñoncitos a doña Julia frente a la cancha Zapata o las llauchas (empanadas con queso) de doña Petrona en el barrio de San Pedro. Estas “caseras” —así les dicen la mayor parte de los clientes— son señoras con delantal y sonrisa profiláctica que ofrecen pedazos de papel higiénico en lugar de servilletas desechables, que confían, sobre todo, en el sabor y en los aderezos para fidelizar a la gente, que promocionan los sabores más tradicionales a pie de calle. Entre las alternativas para la gente de buen apetito, sin embargo, no todo tiene que ver con la comida criolla, los sabores de antaño y los condimentos. También hay una infinidad de pequeños puestos de comida rápida —con salchipapas o hamburguesas con nombres un tanto surrealistas, como las gato burgers— y algunas personas vinculadas a estos circuitos de comida rápida y criolla que no siempre trabajan con los ingredientes más frescos o de manera adecuada.
Un estudio de comida
Sumaya Prado, relaciones públicas de Gustu, un restaurante escuela que apuesta por una alimentación equilibrada, sostiene que los principales lastres de la comida al paso son “la falta de higiene, la manipulación inadecuada de los alimentos y la inexistencia de una cultura de atención al cliente”.
En 2012, la comunicadora Mirna Luisa Quezada mandó analizar en un laboratorio muestras de lechón, ensalada de fruta, linaza y relleno de papa para un estudio del observatorio La Paz, cómo vamos y los resultados fueron esclarecedores: el 71% suponía riesgos para la salud humana. La investigación mencionaba los peligros potenciales para los consumidores: bromatos en los productos de panadería, nitratos en los embutidos y la presencia de hongos, microbios y parásitos; y enumeraba los padecimientos más comunes por culpa de la mala praxis: salmonelosis, cólicos, vómitos, amebiasis y diarreas, entre otros. Quezada mostraba fotografías de un balde con agua sucia sin detergente para enjuagar vajilla, de aceite requemado dentro de una cacerola para frituras y de basura y restos de carne.
El doctor Gonzalo Uzcamaita, uno de sus entrevistados, decía que la degradación de los alimentos se produce a veces al manejar dinero y comida con la misma mano y sin guantes. En ocasiones, porque el punto de venta se halla a pocos metros de un baño. Y a menudo, por culpa de las salsas guardadas. Según el informe de Quezada, una de las más requeridas, la llajua —picante, elaborada con locoto, tomate y sal al gusto— era también una de las más contaminadas.
La investigadora se basó en un recorrido por algunos de los puntos más visitados por los comensales que siempre andan a las apuradas, como la estación de autobuses, la avenida Montes o las plazas Pérez Velasco y Alonso de Mendoza de La Paz. En estos y otros sectores, la expresión más extendida de la comida al paso son los agachaditos. Se trata de puntos móviles de venta; en su mayoría, en manos de mujeres hercúleas que a veces arrastran cazuelas enormes, como para alimentar a una tropa famélica. Entre su clientela, hay albañiles, aparapitas (cargadores), universitarios... Por medio euro o por menos, despachan sopas y cocidos y platillos de comida típica. Y se llaman así porque sus clientes comen sobre taburetes, sobre la acera o sobre el suelo, es decir, encogidos.
Según un estudio elaborado en 2017 en El Alto por la británica Kim Gajraj para la Fundación Alternativas, los agachaditos ofrecen una comida tradicional preparada en casa y servida en la calle, contribuyen a la seguridad alimentaria y proveen alimentos baratos. El 48,8% de los encuestados por Gajraj acudía entre una y tres veces a la semana a alguno de estos lugares emparentados con la comida criolla. Y el 58,7% la prefería a la comida basura. Para Marcela Aráuz Marañón, fundadora de Visceral, un blog sazonado de reseñas y críticas gastronómicas que miran tanto hacia lo gourmet como hacia lo popular, la comida al paso es una especie de cordón umbilical que une a varias generaciones de bolivianos: “Si hay algo paradójico en esta vida es que una anticuchera se muera de un ataque cardíaco. Pues bien: eso le sucedió a la madre de María Luisa Charaña a los 40 años, después de haber preparado anticucho (corazón de vaca) durante 30 años y haber enseñado a sus tres hijas a cocinarlo”, escribe en una de las entradas de su página. Reconoce que hay tendencia a abusar de los carbohidratos en el altiplano, por el frío y por una cuestión de hábitos. Y dice que entre los ingredientes que han colonizado los hogares el fideo es el que más le disgusta y “el predominante”.
Una cuarta parte de las familias consultadas por la Fundación Tierra en El Alto asegura que solo consume comida proveniente de cinco grupos alimentarios —cuando lo recomendable, según los expertos, es recurrir a 12 esenciales: cereales y derivados, azúcar y mieles, raíces y tubérculos, leches y derivados, carnes y derivados, grasas y aceites, frutas, verduras, huevos, leguminosas, pescados y misceláneos—. Y el 77% consume únicamente a ocho.
Alimentos como la quinua, que se han revalorizado en los últimos años, antes eran considerados despectivamente “comida de indios” y era sencillo encontrarlos en muchos mercados. Hace una década, tras un auge que enfatizó las propiedades de este pseudocereal que ha llamado la atención hasta de la NASA, los precios se multiplicaron en los países más poderosos del mundo. Y aunque después se volvió más accesible para los bolsillos, en Bolivia no se utiliza tanto como otros granos.
Sumaya Prado piensa que pasa lo mismo con otros productos con mucho futuro, como la racacha, el yacón o el amaranto: “Los hemos reemplazado por ingredientes más baratos y fáciles de cocinar, como el arroz. Hemos dejado de consumir vegetales y fruta. Hemos cambiado los jugos naturales por las gaseosas y aún se piensa equivocadamente que la comida sana no solo es más costosa, sino también más aburrida y desagradable”.
A finales de 2014, una iniciativa que fue bautizada como Paleta de sabores trató de incentivar el uso de productos como el yacón (una raíz), la carne de cuy (un roedor comestible), la walusa (un tipo de papa) o el camu-camu (un fruto que concentra más vitamina C que la pulpa de la naranja). La paleta era parecida a las guías Pantone de diseñador y rescataba 50 ingredientes de los más de 200 ecosistemas de Bolivia.
Para su presentación, se organizó un apthapi (almuerzo comunitario) en mitad de una plaza con un menú casi inédito: mousse de copoazú, trufas de maracuyá, flan de chuño, sopa de alpaca, cebiche de tarwi, macarrones de cañahua, pastel de choclo con carne. Amas de casa, lustrabotas, escolares y desempleados se sirvieron un poco de cada propuesta. Y mientras tanto, en las inmediaciones, el arroz, el fideo, el azúcar, las patatas fritas y las grasas saturadas seguían siendo la base de otros comensales para matar el hambre.
Hoy, aunque algunos índices vinculados a la alimentación invitan al optimismo —según la Encuesta Nacional de Demografía y Salud de Bolivia, entre 2008 y 2016 la desnutrición crónica en niños menores de cinco años se redujo del 32,3% al 16%, por ejemplo—, el país se enfrenta a otros que son preocupantes, como los relacionados con la diabetes del tipo dos, una enfermedad que ha crecido debido a factores como el sedentarismo.
El Sistema Nacional de Información en Salud de Bolivia estima que el 6,6% de la población la padece; e influye en la muerte de 5.260 personas al año. La batalla para combatirla, sin embargo, no se libra únicamente en la calle. Al fin y al cabo, dice Marcela Araúz en una entrevista por correo electrónico, la comida al paso es simplemente un reflejo de los platillos que la mayoría de la gente cocina en su casa.
Tomado de El País
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