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“¿Aquí es prohibido vender pa comer?”
Célebre interpelación de la legendaria India María
al policía que la desalojaba de la moderna avenida.
Por más moderna que sea una ciudad, siempre hay por alguna esquina un puesto furtivo de frutas, verduras, choclos, papas o plantas medicinales. En La Paz, a pesar de las grandes ferias permanentes, siempre llegan tímidas mujeres agricultoras a vender su cosecha, son muy pocas las que no traen un bebé en la espalda y otro entremezclado con las naranjas mirándonos como si también estuviera a la venta, silenciosas y alertas, como seres delictivos listas para escapar de la guardia municipal o de las vendedoras intermediarias que más parecen las jefas de la guardia, la policía y la oficina de licencias de comercio en vía pública.
Las comunidades rurales feminizadas, en gran medida, producen invaluable riqueza de alimentos que venden en su mayoría a las intermediarias que tienen un puesto fijo, ganado y sacramentado en los mercados municipales, en los tambos o en las calles donde las ferias se han ido consolidando a través de los años y ahora son serpentosas instituciones monopólicas. La feria más grande es la de San Pedro, donde los sábados hay por lo menos 18 cuadras llenas de una oferta tan colorida que es muy visitada por el turismo europeo, entre ellas la Rodríguez, la más famosa.
En la Rodríguez se produce un fenómeno de profunda injusticia: cada fin de semana a las 3 de la mañana llegan productoras de comunidades que no tienen espacio en ningún mercado de la ciudad y se sientan a vender hasta que amanece, que es cuando llegan las propietarias de los puestos (o sea las vendedoras intermediarias) a quitarles sus productos o regatear el precio a fuerza de guardias ofreciendo lo más bajo posible. La tensión dura aproximadamente una hora y quien sale ganando es la intermediaria que se queda con la producción de la agricultora que elige rematar a precio bajo para no tener que volver a su comunidad con la pesada carga. El único lapso de tiempo que vale la pena está antes del amanecer cuando llegan mayoristas de otros pequeños mercados alejados o itinerantes de diferentes barrios, así como de pensiones, restaurantes y hoteles. Aún así, la venta es clandestina como si se tratara de algún tráfico ilegal y no de alimentos cultivados por familias, donde hasta los niños participan aprendiendo desde pequeñitos la ciencia del cultivo que luego de la cosecha plena de triunfo, se traspasa a un ciclo de proscripción cuando acompañan a sus madres a la ciudad y las ven perseguidas, aplastadas y echadas a empujones por el monopolio citadino del comercio indolente.
Lo paradójico es que la ciudad de La Paz tiene casi un millón de habitantes, a lo que se suma la masiva población alteña que baja a trabajar y consumir alimentos durante el día y nunca son suficientes, siempre falta y por lo tanto sube el precio o baja el peso a tal grado que el concepto de libra o kilo en el código balanza de vendedora es casi un cuarto menos, medida ya oficializada por cierta dictadura popular.
En noviembre de 2014 el Gobierno Autónomo Municipal de La Paz aprobó la Ley Autonómica de Seguridad Alimentaria No. 105, que incluye un Comité Municipal de Seguridad Alimentaria con gestión integral y un Plan Municipal de Seguridad Alimentaria tanto para la comercialización como la producción de alimentos sanos, inocuos y beneficiosos que, entre otras estrategias, involucra la promoción de ferias de productores, mercados campesinos y educación a los consumidores. Incluso señala la asistencia técnica a la agricultura urbana, periurbana y rural, de tal manera que podríamos incursionar todos en el cultivo de algunas verduras por lo menos con fines didácticos y culturales.
Esta podría ser la ley de la soberanía para abandonar las tensiones, las culpas, los miedos, los regateos y todo el sistema de injusticia alimentaria que vivimos. Y sobre todo para que la ciudad reciba en su mesa con agradecimiento el fruto digno de toda una faena familiar que se necesita fortalecer para luchar contra la importación, el contrabando y la especulación.
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