EL ANFORA 2017

PASADO Y PRESENTE. Un nuevo líder

Iván Castro Aruzamen

Hasta ahora, a pesar del quiebre del Estado nacional a finales de la década de los noventa, no ha habido una bolivianización de Bolivia. Por esa razón es lícito preguntarse: ¿Acaso hubo o hay un líder político que sea de hoy, que pertenezca a las exigencias del presente? No. Ni siquiera con todos sus defectos –en porcentaje apabullan– y las escasas virtudes, Evo Morales Ayma logró tener los pies en el presente. Pues, hasta en su agria vanidad, antiimperialista o anticolonial de su discurso, no dejó de  ser un simple espectáculo de ayer, cargado de un nebuloso pasado; el presidente de los atuendos rebuscados es del pasado, porque no aprendió nada ni olvidó un ápice la historia vanidosa del indio americano, sometido a los vaivenes de la historia colonial. Es más tuvo una oportunidad irrepetible como una mujer joven que descubre el amor.

 

Al presidente Morales, más por fortuna que por virtud, le tocó un Estado de ubres enormes. Cuando tomó el mando báculo en mano y con la bendición del narco curaca, aparecía ante una gran mayoría del pueblo boliviano como el bueno, el probó de una historia jalonada por la desigualdad; pero han pasado los años, inexorablemente, y para las nuevas generaciones éste presidente no es sino un calzonazo en el poder, que dejó (rá) robar a medio mundo las arcas del Estado. En tiempos neoliberales, los ladrones del Estado era una banda de contados oligarcas, hoy, se nacionalizó el asalto al erario público; roban los dirigentes sindicales, alcaldes, gobernadores, asambleístas, policías, militares, funcionarios públicos. Evo Morales ya no es el buen salvaje, tímido e indefenso con un cierto olor a santidad, sino el jefe que vive en palacio quemado en olor a coca y narcotráfico, corrupción y entreguismo nunca antes visto a la política del imperialismo chino.

 

Necesitamos concretar un nuevo Estado. Sea este plurinacional, multinacional o sencillamente nacional y boliviano. Se debe superar la crisis moral, social y política en la que nos sumió el MAS. Es hora de sanar las heridas abiertas por un régimen cavernario. En el nuevo estado no puede caber más el enfrentamiento al que nos arrojó el gobierno socialista. Aún late con fuerza las discrepancias entre ricos y pobres, blancos y mestizos, indios y negros, y hasta entre católicos y protestantes. El enfrentamiento es el acicate de un poder vertical, pero, también es el camino más corto hacia una sociedad violenta y cruel.

 

El papel de la derecha, ya estuvo por demás cargado de una alta dosis de ineficacia política. Por tanto, está claro que el nuevo estado no debe tolerar los espurios intereses sectarios, tan visibles en algunos viejos políticos presentes en la actual hora de la política boliviana. Este país de aquí en adelante, necesita un hombre honesto y sensato, que generosamente más allá de la codicia, tenga el interés real en la solución civil por medio del diálogo y la unidad, de los problemas que están estrangulando nuestra sociedad. No debe quedar rastros de ningún caciquismo. Así como el pasado 21 de febrero del 2016, el pueblo le enseñó en la urnas un lección enorme de democracia, a Evo Morales y García Linera, también este 3 de diciembre, le ha dicho al gobernante de turno, que necesitamos un personaje de aspecto popular, que dé la impresión de honradez y trabajo, silencioso, para hacer de Bolivia un país, no comparable a las grandes potencias, sino tan solo sentar la idea de unidad y nación, que se construye paso a paso fruto de la entrega de sus ciudadanos, no de la demagogia.

 

Urge un nuevo presidente que ponga en evidencia las ilusiones de un proceso fallido, pero, también con mano dura frene a los narcotraficantes alimentados por la coca del Chapare, que desde hace tiempo se sienten muy cómodos en el Estado Plurinacional, y se pasean como Pedro por su casa. Hace algunos años se decía que Carlos Mesa Gisbert era demasiado presidente para un país quebrado, pero, la hora actual reclama su presencia, para que sea un presidente del presente. Ya no más jefes de Estado que representan el pasado.

 

 

 

Iván Castro Aruzamen

Teólogo y filósofo

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Cualquiera

Juan José Toro Montoya

Las elecciones judiciales de octubre de 2011 no fueron distintas a las celebradas este diciembre.

 

Hace seis años, como ahora, el voto nulo fue mayoritario y, para cada uno de los tribunales, superó el 42 por ciento. Entonces, como ahora, no existió un factor gravitante como aparentemente fue la decisión del Tribunal Constitucional que habilitó al presidente Morales para una nueva reelección.

 

Y eso se debe a que, con ínfulas democráticas o no, el Judicial es el poder más técnico de todos y, por lo tanto, no puede someterse a una votación popular.

 

Es técnico porque requiere, ineludiblemente, la exigencia de un título profesional específico, el de abogado. Mientras en los demás poderes podría ser (pero no siempre es) suficiente tener a asesores para entender temas complejos, como muchas veces son los jurídicos, en el Judicial no solo se necesita formación académica sino, fundamentalmente, mucha experiencia en el foro y en la atención de las diferentes causas que se presentan en los tribunales de justicia.

 

Debido a ello, llegar al Poder Judicial era, en la mayoría de los casos, el corolario de una larga carrera no solo de administrador de justicia (muchos comenzaron como oficiales de diligencias y terminaron siendo magistrados) sino de estudios de posgrado, investigación plasmada en textos y tratados y docencia universitaria. Por eso, los magistrados eran, generalmente, abogados de gran experiencia y avanzada edad.

 

Por esas y otras razones, todas ellas técnicas, resultaba inviable elegir por voto a las autoridades del Poder Judicial.

 

Esa fue mi primera reacción cuando supe que la Constitución Política del Estado introdujo la figura del sufragio universal para la elección de las máximas autoridades del Poder Judicial que, al igual que los otros —incluido el Electoral— pasó a llamarse “Órgano” del Estado.

 

Sin embargo, pesó el argumento democrático. Si un ciudadano que cumple con los requisitos mínimos puede ser elegido presidente del país, ¿por qué no proceder de la misma forma con el Poder Judicial? La respuesta —técnica— es que para ser autoridad de ese poder del Estado es necesario ser abogado y ahí ya se rompe la propuesta democrática. Solo los abogados pueden postularse… no existe la supuesta horizontalidad que caracteriza a los demás poderes.

 

Pero había que darle una oportunidad a la democracia y así lo hice en 2011. Me informé sobre los candidatos y ahí surgió la primera gran desilusión: la mayoría eran desconocidos con méritos insuficientes como para manejar, a través de sus respectivos tribunales, al muy técnico Órgano Judicial. Aun así, voté y esperé los resultados. El país sabe que fueron desastrosos porque tuvimos el peor Poder Judicial de nuestra historia.

 

Esos pésimos resultados me convencieron de que el Órgano Judicial no debe someterse a voto salvo para casos que no tienen que ver con nombramientos. En Japón y algunos Estados de Estados Unidos hay plebiscitos para ratificar jueces o removerlos del cargo.

 

El método anterior, en el que el Congreso elegía a las autoridades del Poder Judicial, no era bueno porque estaba sometida a una evidente partidización pero el actual es peor, como se ha visto sobradamente.

 

En los 29 años que llevo de periodista me convencí de que las autoridades del Poder Judicial estaban sometidas a la política partidaria pero… ¡por Dios!.. por lo menos existía ciertos elementos de meritocracia, necesaria para un Órgano como el judicial.

 

Hoy las elecciones judiciales están más partidizadas que nunca y, aunque con título de abogado, cualquiera puede ser magistrado. Y cualquiera es el resultado.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.

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