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Los seres humanos acogidos temporalmente por el poder sueñan con trascender más allá de su tiempo, que acaba inevitablemente con la materia como las termitas con la madera. Ciertos políticos, que pierden algo de su humanidad cuando llegan a saborear el poder, buscan rebasar la barrera del tiempo, en su condición de seres mortales, para erigirse en inmortales. Al enterarse que son materia finita (polvo eres polvo serás, sentencia trágica) quieren ser memoria infinita. Cuando en realidad vienen de la nada y van a la nada como todos los mortales, diría Schopenhauer.
Desde que apareció la humanidad, particularmente aquellos políticos que no cultivaron valores ni conocimientos ni saberes ni legaron descubrimientos, se preocuparon y ocuparon por pedir monumentos en su memoria, bautizar cosas u obras con su nombre o edificar construcciones para ser recordados por los que vienen por detrás como futuro.
Estos mismos seres, que existieron en todo tiempo y lugar, no tuvieron la virtud ni la suerte de reunir en una sola persona saber y poder (salvo raras excepciones). Optaron por el poder para exigir agradecimientos por todo lo que hacen y dicen como si las obras las hicieran con su dinero y como si fuera un favor a la comunidad, cuyos componentes no lo sacaron de su casa para obligarle a aceptar un cargo. Ellos y ellas se ofrecieron de forma voluntaria para ser el empleado o la empleada de la sociedad, que le dio el honor de administrar la cosa pública.
Los otros seres, que basan su poder en su saber y no presumen que saben porque tienen poder, no requieren monumentos ni obras ni edificaciones megalómanas para grabar su nombre en la inmortalidad del tiempo; simplemente, legan conocimientos, valores, principios, consecuencia, descubrimientos y el tiempo se encarga de registrarlos en la memoria de la humanidad, de donde no salen como Platón, Aristóteles, Parménides, Rousseau, Marx, Locke, Edison, Bell, Gandhi, Jesús, Mahoma (es larga la lista). Ninguno pidió un monumento ni exigió ni aceptó que impongan su nombre a una calle o a una plaza; desde un principio supieron que la nominación de la materia es para seres de poca monta. Los elegidos siempre están presentes en todo tiempo sin que te lo recuerde una calle o un aeropuerto.
Los otros seres que se tropezaron con la gloria, como Stalin o Hitler o Franco o Videla o Bánzer, huérfanos de todo reconocimiento que no haya sido dada sino por su breve tránsito por el poder, infunden miedo para preservarse en el poder y fomentan el culto a la persona para rebasar el tiempo. Alrededor de ellos pululan otros seres mediocres que, paradójicamente, sólo “crecen” bajo la sombra del poderoso, fuera de ella se extinguen como los vampiros al ver la luz del sol.
Estas personas, con almas inválidas, expresan su miseria halagando a los poderosos porque saben que su sobrevivencia y existencia depende de aquellos. Escriben panegíricos para ganarse palmadas en la espalda o cargos, se convierten en epígonos del ser y no de sus acciones; son fanáticos del déspota porque saben que solos son como una oveja alejada del rebaño y del pastor: nada.
La pelea por el nombre del aeropuerto de Oruro ha sido causada por esas pobres almas, que creyeron que la mejor forma de retribuir a su jefe, Evo Morales, por su breve existencia gloriosa era la nominación. Hasta ahora parece que su jefe está de acuerdo aunque no lo haya dicho de boca propia.
Los defensores de Juan Mendoza no admiten el cambio de nombre más que por preservar la historia por desprecio a los llunkus de Morales y no a Morales mismo. Toda acción zalamera, hipócrita, de doble filo indigna a gran parte de la sociedad. Sucede hasta en la escuela, ¿acaso no recuerdan cómo era puesto al hielo el corcho o llunku del profe?
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