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Según el léxico político, la oposición es la agrupación, partido u organización que pierde las elecciones y se queda fuera del poder, en la calle, o en los curules desde donde vota en desmedro de las políticas del oficialismo, pero no siempre suma. Desde que la democracia boliviana tiene uso de razón, la oposición se dedicó a golpear la imagen de los gobernantes con argumentos certeros, a veces, y falacias, otras veces. Se ocupó de buscar los errores para decir a los electores que se equivocaron al votar por el líder gobernante. Muy pocas veces hizo una propuesta de ley o medida genial para resolver algún problema público.
En los años de la democracia pactada, la oposición mantuvo diferencias de sigla, pero no de pensamiento político o propuesta de Estado, salvo las entonces diminutas agrupaciones llamadas asistémicas o grupos políticos provenientes de las filas izquierdistas, que proponían pasar de la dictadura militar a la dictadura del proletariado, cuando las mayorías querían democracia. Entonces, era muy común ver que los opositores eran oficialistas en un santiamén. Los romances y contubernios partidarios tenían un fin: satisfacer sus intereses.
Desde el 2000 apareció una oposición con proyecto de país diferente; nació en las calles contra el Estado excluyente. Creció a plan de bloqueos, marchas callejeras, caminatas hasta tumbar al último gobierno de la era neoliberal, Sánchez de Lozada, y tomó el poder con las armas de la virtuosa democracia burguesa. El MAS y todos los oportunistas cosecharon sin sembrar los frutos de esa lucha. Muchos de los actuales fanáticos masistas no aprobarían un estudio genético político, el país se enteraría que provienen de cualquier cantera ideológica, menos de las luchas populares.
Parte de la oposición de hoy transita con cierto complejo de inferioridad frente al MAS, que cristalizó dos marcados cambios demandados en las jornadas de lucha: el protagonismo esencial del Estado en la economía y la mayor presencia de campesinos, colonizadores, indígenas y clases sociales populares en las instancias de decisión pública.
Con miras a las elecciones de 2014 hay cuatro corrientes de oposición: la ultra derecha, encabezada por Manfred Reyes Villa; la derecha moderada, apuntalada por Samuel Doria Medina; la centroizquierda, comandada por Juan del Granado; y la izquierdista, nacida del interior del mismo proceso, dirigida por personas que lograron el cambio, pero se fueron decepcionados.
Que se unan estas corrientes es imposible y suicida. Su unidad significaría su derrota, sería lo peor que les puede pasar; sin embargo, hay algo más trágico: ir separados a las elecciones porque atomizarán el voto en beneficio de MAS. ¡Vaya dilema! Si se unen pierden, si van divididos también, entonces ¿qué les queda?
La respuesta depende del objetivo. Si sueñan con más del 50% de votos y dejar sin dos tercios al MAS, pueden ir a los comicios divididos, finalmente sumarán sus votos en la Asamblea, pero quedarán fuera del poder otros cinco años.
Si deciden pasar a la segunda vuelta, tendrán que jubilar a algunos y quedarse con uno, sin firmar alianzas, simplemente renunciando a sus ambiciones personales para dejar el camino libre al que tenga más posibilidades frente al MAS, cuyo candidato se conocerá con certeza cuando el Tribunal Constitucional resuelva la constitucionalidad o no de la re-re-reeleción de Morales.
Si la oposición determina ganar las elecciones, todos tendrán que renunciar en silencio a sus deseos y dejar que surja un candidato o una candidata cero kilómetros, con una rica historia personal y sin ataduras a gremios o grupos corporativos. Otro Evo, pero con título, más formación, más valores y espíritu antidespótico y anticesarista.
Y… ¿el proyecto de país? Tendrán que activar sus neuronas, la política siempre es imperfecta e incompleta y hay mucho por hacer en Bolivia.
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