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Reviso la cartelera del fin de semana y me encuentro con “Guerra Mundial Z” de Marc Foster, que en un extraño caso de longevidad, sobrevive en una de las multisalas del país. ¿Trece, catorce semanas en cartelera?, se trata de un desempeño excepcional en un año en que la enorme cantidad de “blockbusters”, se ha traducido en una presión extrema a las salas, a fin de colocar los nuevos estrenos.
Pero “Guerra Mundial Z” no solo ha sido una sorpresa en Bolivia, sino también en la cartelera mundial. Es una película a la que le fue extremadamente bien, a pesar de la mala prensa que tuvo antes de su estreno y de sus debilidades narrativas. Puede haber varias hipótesis para explicar el fenómeno; en mi caso, creo que se debe que es una de esas cintas que logra transmitir de manera adecuada la sensación de inseguridad y de miedo que viven la mayor parte los habitantes de este planeta (al igual que en otro subgénero y de otra manera, hacia “Batman, El Caballero de la Noche”, de Christopher Nolan).
Lo mejor de la película son los diez minutos iniciales y las secuencias de masas que luego se van sucediendo en diversos países del mundo. En esos primeros instantes, Brad Pitt y su familia van percibiendo que “algo anda mal en el entorno”, y en unos cuantos minutos vivimos con ellos la transformación de un ambiente enrarecido, en una realidad de pesadilla, donde se derrumban todos los cimientos que dan sustento a la vida social. Más adelante el recorrido del protagonista por diversas latitudes en los que el “fenómeno zombi” se expresa a través de la agresión de multitudes, logra darle al relato un aire de verosimilitud que anteriormente no se había logrado (las historias de zombis generalmente se han narrado en microclimas, más o menos cerrados). El resto de la película está compuesto por secuencias mal hilvanadas y poco creíbles (la llegada a Escocia, el descubrimiento de la vacuna que resuelve el conflicto, etc.).
El “ambiente enrarecido” de los primeros minutos de la película es el mismo que se respira con mayor o menor intensidad en cualquier lugar del mundo en la realidad cotidiana. Se hubiera podido pensar que los países del “capitalismo ideal” tipo Nueva Zelanda, Canadá o Noruega eran la excepción, pero sucesos como la masacre de Utoya lo desmienten. Es el ambiente en el que los ciudadanos gringos esperan una masacre en algún colegio o supermercado en cualquier momento, o un nuevo virus AH1 que diezme a la población, o algún tipo de amenaza terrorista no identificada (¿Se acuerda alguien de los paquetitos de amtrax que circulaban por Estados Unidos después del ataque del 11 de septiembre?, ¿Se llegó a descubrir quién los enviaba?). Vivimos en la época del miedo y Obama lo utiliza para justificar el posible ataque a Siria, como antes sirvió para justificar las incursiones en Libia e Irak, entre otras.
Pero el miedo también tiene causas más pedestres; hoy por ejemplo los ciudadanos europeos, viven con el Jesús en la boca, esperando no caer en el agujero negro del desempleo. Terrorismo, enfermedades, marginalidad son los ingredientes de esa sensación de malestar que no acaba de desembocar en el desastre completo, pero que parece dirigirse hacia él. Y sobresobre ellos, además, planean las predicciones cotidianas sobre el apocalipsis ambiental: cambio climático, agotamiento del agua dulce, etc., etc., etc.
Vivimos la pesadilla en la que se transformaron los mejores sueños de los filósofos positivistas y la casi segura constatación del equivoco de Marx al formular su famosa premisa: “La humanidad solo se plantea problemas que puede resolver”. La ciencia evoluciona, la tecnología avanza, pero los seres humanos viven cada vez con mayores índices de marginalidad y violencia y por supuesto con más miedo. “Algo no anda bien” y la sociedad no puede explicar coherentemente a través de sus diversos voceros el “porque” al ciudadano de a pie, el que entonces es invadido por el miedo.
Un componente fundamental de este proceso de descomposición es el ideológico. Durante los últimos tres siglos, los pensadores del liberalismo primero y del marxismo después, sentaron las bases de lo que podríamos llamar la “moral del hombre contemporáneo”. Esos pilares se han ido destruyendo en mucho menos tiempo del que tardaron en construirse. Hoy nociones tales como la de la libertad individual, el respeto a los derechos humanos, etc., se reducen a formalidades declamativas. Estados Unidos puede darse el lujo de legalizar la tortura, tener una prisión al margen del debido proceso (Guantanamo) y dela existencia delistas de asesinatos selectivos. Pero más allá de la legalidad, la mayor parte de los ciudadanos saben que sus países o practican, o alientan o por lo menos permiten muchas de esas prácticas. En los albores del nuevo milenio la legalidad tiende a convertirse en una formalidad inútil.
El problema es que en el terreno ético, la moral del capitalismo salvaje es la que ha triunfado en forma omnipresente, inclusive en las filas de la propia izquierda (el estalinismo fue la expresión monstruosa de este fenómeno, que se ha seguido reproduciendo ad - eternum). Vivimos en la era del “todo vale”, con tal de obtener resultados: manipular a la opinión pública, tirar bombas a poblaciones civiles, deforestar bosques vírgenes, hacer falsas acusaciones, etc. Todo es permisible mientras el balance final resulte en ganancia.
El miedo se expande cuando las normas en las que debería basarse la vida cotidiana se tuercen, entonces se crea un ambiente propicio para la manipulación. Por ello, las imágenes de unos zombis esforzándose por dar un mordisco al prójimo, no parecen tan alejadas de las de la multitud saqueando un supermercado, peleando por una fuente de agua o escapando de algún bombardeo.
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