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No es casual que en nuestras culturas, en muchos casos, los actos de recibimiento (alegría) y despedida (tristeza), estén emparentados. Seguramente por eso es que también “celebramos”, nos reunimos, cuando acabamos algún emprendimiento de larga data. Obviamente nos alegramos porque el trabajo de tanto tiempo por fin ha dado su fruto, pero nada puede impedir que al mismo tiempo tengamos un sentimiento de vacío, simple y llanamente porque se va algo con lo que hemos convivido intensamente mucho tiempo, que se volvió parte de nuestra vida cotidiana y que a partir de ahora se alejará, aunque sin irse completamente, nunca.
La mejor descripción del dolor inherente a la creación artística que recuerdo haber visto, es la del episodio de “El Campanero”, inserto en “Andrei Rublev”, filme dirigido por Andrei Tarkovski. El protagonista de la película ve como los aldeanos de un pueblo ruso de la edad media, van a pedir a un niño de trece años que fabrique una campana para su Iglesia. El niño es hijo de un célebre campanero que falleció hace poco, y afirma ante sus vecinos que su padre le heredó los secretos dicho arte. En el proceso de construcción de la campana, vemos como el niño se va convirtiendo poco a poco en un tirano cruel; hace que los vecinos trabajen sin parar día y noche, ordena a los soldados que den latigazos a un amiguito que ha osado discutir sus ordenes y exige a ricos y pobres que le den plata y oro, sin parar, porque con esos ingredientes la campana sonará mejor. Finalmente llega el gran día; todo el pueblo se reúne para ver si la campana suena y para evaluar realmente cual es la calidad de su sonido. En los segundo previos el niño – tirano hace lo posible por controlar sus nervios, finalmente la campana se prueba y el sonido es maravillo; el niño entonces cae al suelo y empieza a llorar sin parar. En ese momento Rublev, que ha estado observándolo en silencio todo el tiempo, se acerca y lo abraza.
Como todo emprendimiento de este tipo, hacer una película es un proceso muy complejo. Requiere grandes dosis de esfuerzo creativo y financiero, que tienen que ir usándose en un periodo relativamente largo. Son muchos factores que se cruzan y que tienen que estar adecuadamente coordinados para que el resultado sea satisfactorio. En un proceso tan complicado, el responsable va involucrando gente que de una manera u otra, apuesta por la película; son una serie de cómplices y de amigos que se van ganando en un proceso que también implica una responsabilidad, porque del director depende que todo ese apoyo otorgado de manera generosa, cristalice en un buen producto, que no defraude las expectativas puestas en sus espaldas. Se arriesga creatividad, se arriesga recursos y se arriesga también confianza.
En el caso de “La Huerta” implica el fin de un proceso que ha durado tres años y que es parte de un emprendimiento mayor; hace seis o siete años nos propusimos producir una trilogía de comedias, que reflejara la idiosincrasia de Tarija en un momento en que el cine en este departamento, era completamente incipiente. Siete años después estamos en la pelea, y evidentemente es un buen motivo para celebrar.
La celebración sirve para agradecer a todos los que participaron en el proyecto; actores, técnicos, auspiciadores, y presentar el producto ante su destinatario final. Sirve también para agradecer a todos los que nos dieron señales de apoyo (el caso de mi colega en este espacio, Juan José Toro que en su momento nos brindó un respaldo genuino, sin que hasta este momento haya podido conocerlo personalmente y darle un fuerte apretón de manos).
Esta es la semana en la que estaremos presentado “La Huerta” en todo el país, con diversos actos en distintas ciudades. Una hermosa semana para festejar.
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