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Las autoridades del Órgano Judicial que están a punto de cesar en sus funciones pasarán a la historia por haber sido las primeras elegidas por el voto popular y por los pésimos resultados de su gestión.
El problema de fondo fue la limitación técnica. Como los candidatos para las elecciones judiciales de 2011 fueron previamente elegidos por el parlamento, privilegiando el interés partidario —o de las organizaciones sociales— por encima de la meritocracia, los elegidos fueron abogados con capacidad de administración de justicia más bien escasa. Debido a que no eran dechados de conocimientos, debieron contratar hasta ocho asesores que se repartieron su trabajo. Eso aumentó tiempo a la resolución de causas e incrementó la posibilidad de coimas. Si alguien quería asegurarse el resultado de un proceso, y no lograba llegar al magistrado, podía “charlar” con el asesor que, al final de cuentas, era el que redactaba los autos o sentencias finales.
Cada instancia del Órgano Judicial observó limitaciones pero, en algunos casos, los males eran comunes. Ese fue el caso de las permanentes peleas por las presidencias. Ninguna mantuvo su institucionalidad. El afán por llegar a la presidencia llegó al punto de procesar a magistrados, provocar la renuncia de otros… en fin… en el Consejo de la Magistratura se llegó al extremo de que hasta todos los elegidos como suplentes llegaron a desempeñar la titularidad.
Y mientras las presidencias eran objeto de encarnizadas batallas, el Poder Judicial —llamado Órgano a raíz de las reformas a nuestra legislación— comenzó a perder sus dependencias. Se le arrancó la tuición sobre el notariado y por el mismo camino va la administración del Registro de Derechos Reales. Lo propio podría ocurrir con la Escuela de Jueces.
Se vive un proceso de transición que, legalmente, debió durar seis meses pero ya se ha extendido por seis años.
En medio de toda esa falta de institucionalidad, incluida la patética actitud de magistrados que llegaron a disfrazarse para justificar su condición de indígenas u originarios, el que destacó, por la cantidad de escándalos que tuvo, fue el Tribunal Constitucional.
El ganador de las elecciones para ese tribunal fue Gualberto Cusi pues obtuvo el 15,70 por ciento de los votos válidos en una elección en la que los nulos fueron mayoría. A poco de haber asumido funciones, el magistrado provocó polémica —en la primera de muchas veces— al afirmar que, para emitir sus resoluciones judiciales, recurría a la lectura de la coca.
Y mientras Cusi aparecía en las páginas de periódicos, incluso hasta después de perder su condición de magistrado, algunos de sus colegas, como Ruddy Flores y Neldy Andrade, eran la comidilla de las redes sociales por supuestamente haber aprovechado viajes al exterior con fines personales. Los dos estaban a bordo del automóvil que atropelló a un motociclista en el camino Potosí-Sucre. El motociclista falleció pero Flores, que fue el principal acusado, quedó a salvo de la acción de la justicia.
Por si los escándalos fueron poco, el Tribunal Constitucional cierra su gestión con un fallo sobre la reelección presidencial que desafía la lógica jurídica dividida en derecho interno y Derecho Internacional.
Que la retardación en los trámites no se haya eliminado ni siquiera con las leyes promulgadas para el efecto y el común de la gente perciba que no existe una correcta administración de justicia es el balance general del Órgano Judicial elegido mediante el voto: las autoridades que se van son, hasta ahora, las peores que tuvo ese poder del Estado boliviano.
(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.
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