Opinion

Los muertos
Surazo
Juan José Toro Montoya
Miércoles, 1 Noviembre, 2017 - 16:27

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El día en el que llegaron los muertos, entendí que todavía no entendía muchas cosas de los vivos.

No sé si la muerte es fácil para los muertos pero escucho a muchos vivos quejarse por lo difícil que es la vida.

A veces, muchas veces, yo también sentí difícil la vida. A veces, muchas veces, yo también deseé la muerte.

Pero la muerte no es ajena a nosotros. Después de todo, no hay verdad más grande que aquella que dice que todos nacemos para morir.

Como pasamos la vida viviendo, pocas veces nos ponemos a pensar en la inminencia de la muerte. Si naciste, habrás de morir, inevitablemente, tarde o temprano, ¿por qué, entonces, no nos preparamos para morir?

Sentimos la muerte cuando nos arranca a un ser querido. Solo ahí, ante su falta, entendemos que la muerte es lo opuesto de la vida y que, por estar vivos, un día tendremos que morir.

Cuando alguien muere, se lleva parte de la vida de los suyos, incluso de sus conocidos. Si el muerto es un amigo, se llevará los momentos juntos, los recuerdos juntos, aquellos que compartían ambos. Esos recuerdos se quedarán contigo pero ya no los compartirás con tu amigo porque él ya no estará aquí, con nosotros, en esta vida de la que, inevitablemente, todos saldremos muertos.

Recién nomás se murió el fotógrafo del periódico, el Esteban, y, ahora que ya no está, recién entiendo que se fue el que retrató parte de mi vida, el que estaba en los acontecimientos importantes, el que llegaba tarde y resoplando pero llegaba… se llevó, literalmente, mis recuerdos gráficos.  

Peor son las cosas si muere alguien cercano, un pariente… un padre. Yo perdí al mío este año y mi mente todavía se resiste a aceptar su falta. Sigo buscándolo en su escritorio, o en la calle… todavía espero mirarlo en alguna butaca cuando hablo en público… no lo encuentro y me duele su ausencia. Él formó parte de mi vida desde mi concepción, lo recuerdo desde que tengo memoria y esta se niega a borrarlo. Sé que está conmigo, en mis genes, en mi voz… hasta en la firma pero no lo veo, no le escucho y su ausencia me lastima.

Esta semana se fue otro pariente, el esposo de mi abuela a quien tomé como padrino, aquel que, con solo ser como era, me enseñó que no solo es padre quien engendra sino también quien cría, quien educa, quien da cariño.

Miré su retrato sobre su féretro y me estremeció la certidumbre de que tampoco lo veré más. “Chau, padrino”, le dije levantando la tapa de la ventanilla de su ataúd. Se fue con las prótesis dentales que fabricaba, con su sonrisa debajo del bigote, con su “¿cómo estás, hijo?”… “Como siempre, padrino”. No… como siempre no… no estarás tú, como ya no está mi abuela, tu esposa; o mi otra abuela, la mamá de mi mamá, como ya no está mi otro abuelo, como ya no está mi padre…

“Nacemos solos y morimos solos”, dice la sabiduría popular. La muerte es la inevitable consecuencia de la vida y pese a que, al morir, dejamos todas nuestras posesiones terrenas y no nos llevamos nada, la verdad es que los seres humanos no morimos solos. Nos llevamos los momentos vividos, aquellos que compartimos con las otras personas, y, al hacerlo, les arrancamos una parte de su vida.

Los muertos llegaron esta semana y volvieron a compartir un tiempo con nosotros. No todos los sintieron igual. Para muchos, esto del retorno de los difuntos es superchería, algo desconocido. Para otros, la fecha es motivo para copiar costumbres extranjeras. Y se disfrazan. Y piden dulces. “Treta o truco”. Y hacen el ridículo. “Ay, no sé, waway… yo tengo t’antawawas”. Pasean en medio de muertos propios y ajenos, ignorantes de las certezas de la vida… ajenos a los misterios de la muerte.

  

 

 

 

(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.