Opinion

DIVORCIADOS
Surazo
Juan José Toro Montoya
Martes, 25 Abril, 2017 - 17:01

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Uno de los estigmas de la Iglesia Católica es ese reducido grupo de curas pederastas cuyas insanas inclinaciones son aprovechadas por sus enemigos para infamarla periódicamente.

El catolicismo no es la única colectividad religiosa en la que existen ministros pederastas. En las otras también se puede encontrar a grandes pecadores, incluso criminales, pero la Iglesia Católica es la más atacada, fundamentalmente por la prensa de Estados Unidos, el imperio cuya religión mayoritaria es la protestante.

El problema es que, a causa de esos pocos malos sacerdotes, toda la curia está desprestigiada. Recién nomás, con el reavivamiento del debate sobre el aborto, mucha gente atacó duramente a la Iglesia Católica por el tema de la pederastia. “Qué tienen que criticar a los que abortan esos curas que violan niños???”, decía (así, sin apertura de signos de interrogación) uno de los más espantosos mensajes que leí en el Facebook.  

Condenar a todos, o a muchos, por los errores de unos cuantos es incurrir en un error todavía mayor, en la generalización que da lugar a injurias, difamaciones y, a veces, hasta calumnias.

Y generalizar fue el error en el que incurrió el sacerdote católico Eduardo Pérez cuando, al criticar la posición gubernamental sobre el aborto, estigmatizó a los divorciados, a todos, al llamarlos “desplazados por la vida”.

Sorprende escuchar algo así de una persona con tanta ilustración y sabiduría.

Sus palabras, masificadas por los medios, son contradictorias ya que se refieren a una convivencia familiar de la que un sacerdote católico no puede hablar ya que en esta religión, mi religión, todavía no se admite el matrimonio de sus ministros.

Por lo menos en teoría, un cura no puede saber cómo es la convivencia familiar porque no tiene esposa ni hijos. Y el no saber cómo es el matrimonio por dentro lo inhabilita también para hablar del divorcio.

Rechazado por la Iglesia Católica, el divorcio es la disolución del vínculo matrimonial y, por lo tanto, afecta directamente a la familia porque esta se basa en el matrimonio. El divorcio desecha un matrimonio así que literalmente destruye una familia. Es por eso que el Vaticano no lo acepta.

Pero aquí también hay otra contradicción porque el catolicismo proclama el respeto al libre albedrío, a elegir entre lo que está bien y lo que está mal.

Si una persona comprueba que no puede mantener una relación matrimonial porque esta daña a su familia, su elección lógica es terminarla. Esa es una de las razones por las que muchos países introdujeron el divorcio en sus legislaciones.

El matrimonio es la base de la familia que, a su vez, lo es de la sociedad así que es lícito y necesario defenderlo pero, para eso, no es necesario denostar el divorcio. Hay que considerarlo como una alternativa, quizás la última, pero alternativa al fin.

El divorcio no debería atacarse sino mejorarse. Así como se debería educar a los niños para tener un buen matrimonio, también debería educarse a los casados a sobrellevar un buen divorcio.

El divorcio no debería afectar a los hijos ya que lo que se diluye es el vínculo de los esposos, no el de la maternidad ni el de la paternidad. En vez de estigmatizar a los divorciados, debería de legislarse esa condición para posibilitar una vida tranquila tras la desvinculación matrimonial. Tendría que castigarse el uso de los hijos como chantaje sentimental o el acoso de uno de los excónyuges al otro, entre otras inconductas.

El divorcio no es necesariamente un fracaso, un “desplazamiento de la vida”, sino una opción. Si un ser humano usa su libre albedrío para ir por esa vía, merece que se respete su decisión.

 

 

(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.