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La sentencia bíblica “polvo eres y en polvo te convertirás” (Génesis 3:19) nos recuerda que todos los seres humanos somos iguales pues nacemos y morimos de la misma forma. No importa cómo haya sido nuestra vida, al morir nuestro cuerpo se corrompe y termina por deshacerse.
Así, nuestra humanidad nos iguala y cualquier pretensión de superioridad o inferioridad no tiene asidero. La evidencia científica respalda esa igualdad de inicio y fin pero… ¿hasta qué punto es evidente?
Todos nacemos y morimos de la misma forma pero no todos quedan en la memoria colectiva. A lo largo de la historia existieron personas cuyas acciones las hicieron memorables y por ello las recordamos pese al paso del tiempo. Y de esos existieron muchos: desde los guerreros como Alejandro Magno, Julio César y Simón Bolívar hasta humanistas de la talla de Buda, Gandhi o el mismo Jesucristo.
Pasar a la historia no es sencillo porque incluso en las gestas colectivas unos brillan más que otros. En las campañas militares participan muchos pero pocos son los que ganan la gloria, la inmortalidad de ser recordados incluso más allá de la muerte.
Tampoco se pasa a la historia solo por acciones grandiosas. Muchas de las figuras más conocidas lo son por sus atrocidades, por haber matado a gran cantidad de personas o haberles causado sufrimiento. En esa lista figuran, como ejemplo, Nerón, a quien se acusa de haber incendiado Roma; Adolf Hitler, culpado por la muerte de millones de judíos, o Vlad Tepes cuya crueldad dio origen al mito de Drácula.
El 25 de noviembre recién pasado falleció Fidel Alejandro Castro Ruz, el líder de la revolución cubana. Aún antes de morir, el mítico barbudo ya había pasado a la historia no solo por haber derrotado a la dictadura de Fulgencio Batista sino por haber confrontado al poder de Estados Unidos incluso hasta sus últimos minutos y convertirse en símbolo de resistencia.
¿Qué si hizo cosas malas? ¡Desde luego! Ni siquiera la férrea censura del régimen castrista pudo evitar que se filtrara detalles tanto de su vida privada como de su riqueza. Si bien Castro logró rebatir a la revista Forbes, que estimó su fortuna en 900 millones de dólares, no consiguió despejar los rumores desatados tras la publicación de “La vida oculta de Fidel Castro”, el libro de su exguardaespaldas Juan Reinaldo Sánchez.
El infidente no era simplemente un cuidador. Abogado, cinturón negro en karate y judo, fue teniente coronel del Ministerio del Interior de Cuba y dedicó 26 años de su vida a la seguridad de Castro. En su libro, afirmó que el líder de la revolución cubana tenía más de 20 mansiones, toda una marina de yates y hasta una paradisíaca isla privada cerca a la famosa Bahía de Cochinos.
La imagen que Sánchez dio del revolucionario contrastaba notoriamente con la del líder austero de un pequeño Estado que se vio obligado a sobrevivir en condiciones difíciles a raíz del bloqueo económico de Estados Unidos, primero, y de la desaparición de la URSS, después. El exguardaespaldas afirmó que Castro vivía como todo un capitalista, “con todos los placeres de un monarca del siglo XVI y manejaba Cuba como si fuera un señor feudal”.
Entre otras acusaciones contra él, generalmente prohijadas por la derecha, está la de las ejecuciones sumarias que llevó adelante, incluso personalmente, durante el duro proceso de la revolución cubana.
Pero Fidel ya había alcanzado la gloria antes de eso. Por ello, tras su muerte, será recordado y estudiado por las generaciones futuras mientras que los miles de anónimos que celebraron —y celebran— su muerte serán olvidados como si nunca hubieran existido.
(*) Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo.
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