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A dos semanas de las elecciones generales y desde la primera vez que acudí a las urnas (1978), nunca antes había abrigado esta desazón, esta sensación de vaciamiento del sentido del voto.
Por entonces éramos aún jóvenes, estábamos saliendo del periodo dictatorial banzerista y, a pesar de todos los pesares, cualquier posibilidad de elegir nos provocaba entusiasmo. Esas primeras elecciones fueron un fraude anunciado, llenaron las ánforas de papeletas verdes y el benjamín del dictador resultó “ganador” con más votos de los que registraba el padrón electoral.
Luego, entre 1978 y 1980, vino el periodo golpe-elección-golpe, marcado por dos fuerzas en disputa: la de los milicos que se resistían a dejar el poder absoluto y la de las diversas manifestaciones democráticas que pugnaban por abrir los espacios de la participación política. La resistencia popular al último golpe militar (el de García Meza y sus secuaces) y los nuevos aires democratizadores que soplaban desde el norte y en todo el continente, contribuyeron a generar las condiciones de posibilidad para que toda una generación (la nacida en los años ochenta) nunca más supiese lo que significaba “caminar con el testamento bajo el brazo”, como mandaban los gorilas.
Desde la instalación del primer gobierno civil post-dictatorial (1982) se han sucedido siete elecciones generales y vamos camino a la octava. Al menos en cuatro de ellas (1989, 1993, 1997 y 2001) testificamos alianzas viciadas, tan espurias como incongruentes, antes y después de las elecciones, que tenían el único fin de permitir que alguno de los candidatos llegase a ocupar la silla presidencial, así fuese “cruzando ríos de sangre” o inventando un “triple empate”, a condición de repartirse los espacios de poder y desde ahí favorecer a sus íntimos amigos y familiares. Sin embargo, a pesar de lo insólitas que pareciesen esas alianzas, en verdad no existían diferencias de fondo entre ellos, sino apenas de forma, ya que todos los partidos con opción de ocupar el poder legislativo, se adscribían al “neoliberalismo” como único proyecto político “viable”. Fue un largo periodo en el que paulatinamente se produjo la pérdida de credibilidad en el sistema de partidos (la “partidocracia”), hasta que llegamos a 2004 y apareció en el horizonte una posibilidad de “cambio” que logró la adhesión inédita de más del cincuenta por ciento del electorado.
Evo Morales obtuvo lo que ninguno de los candidatos había logrado hasta ese entonces, arribó al palacio con su chompa a rayas y su cara de “todavía no lo puedo creer”, derribó símbolos y erigió otros, quienes nunca antes habían osado (o no se les había permitido) traspasar la acera de la plaza Murillo, entraron al palacio del gobierno portando sus banderas, sus sueños, sus esperanzas. Tuvo un primer periodo de gobierno muy dificultoso, marcado por la Asamblea Constituyente como el espacio demandado para producir un nuevo país imaginado donde cupiésemos todos los habitantes de este país, sin distinción alguna. Por entonces, sus voceros afirmaban “tenemos el gobierno, pero no tenemos el poder”; por lo tanto, tuvieron que negociar con otras fuerzas políticaspara producir un texto constitucional ampuloso y plagado de contradicciones o, visto desde otro lado, un texto de “consensos” que refleja muy disímiles visiones de país.
Para su segundo periodo de gobierno obtuvo más aún, con dos tercios de la Asamblea Legislativa Plurinacional tenía las condiciones más favorables, jamás imaginadas, para poner en vigencia esa Constitución tan resistida como deseada. Pero, de esa representación variopinta que arribó al primer órgano de poder del estado no nos queda recuerdo grato alguno. Un oficialismo levanta-manos y con muy poca capacidad de debate al que se le ordenó votar “orgánicamente” (vale decir, sin discutir) una tras otra las leyes que llegaban del órgano ejecutivo, frente a una oposición arrinconada, con baja capacidad de propuesta y, por supuesto, ninguna capacidad de fiscalización.
Fue así como lograron hacerse del “poder total” y sucedió lo que Lord Acton enunció en 1887 “el poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”. Se olvidaron de la historia que los condujo ahí, se emborracharon de soberbia, campeó la discrecionalidad sobre el manejo de los recursos públicos, cometieron todo tipo de atropellos, torcieron la interpretación del párrafo segundo de la primera disposición transitoria de la CPE1 para permitir la segunda reelección de Evo Morales, condecoraron los estandartes de las fuerzas armadas (en los hechos, reivindicaron las dictaduras militares) y, entre sus actos más inconsecuentes, jamás olvidaremos la ruptura indolente del “pacto de unidad” en Chaparina.
Así llegamos a estas octavas elecciones generales, con un oficialismo arrogante que cuenta con todo el aparato del estado y los cuatro órganos de poder (incluido el electoral) a su favor, y una oposición dispersa y esmirriada que apenas alcanza a aspirar a unos cuantos curules para, al menos, detener la divulgada aspiración presidencial a la “reelección indefinida”. En esta etapa pre-electoral, todavía los opositores anuncian “sorpresas” (¿ilusiones?) en las que alguna gente creerá y otra no, para ir a depositar su voto por uno u otro candidato, probablemente con más temor a la consolidación del absolutismo que con auténtica convicción política a favor del elegido.
Votar o no votar, esa es la cuestión. Votar sabiendo que estamos acudiendo al acto electoral más ilegítimo de los últimos treinta años y, con ese acto, convertirnos en cómplices del circo en el que han transformado el momento emblemático de la constitución de los poderes; o no votar a sabiendas que nuestra rebelde abstención no repercutirá en el curso de los acontecimientos, porque a la sazón no existe norma alguna que establezca, por ejemplo, que si más del cincuenta por ciento del electorado no acude a las urnas, esa elección quedará anulada, como debiera ser.
En suma, nos encontramos frente a un típico conflicto evitación-evitación (K. Lewin) en el cual nos enfrentamos ante dos opciones indeseables y debemos tomar una decisión. Ante este tipo de conflicto, la solución razonada debiera ser por la salida “menos mala”, aun a riesgo de que resultare la peor.
Todavía tenemos dos semanas por delante para aquilatar las no-opciones. En este periodo, lo más aconsejable es no escuchar la propaganda electoral, de ninguno, y bucear en el silencio de nuestras conciencias para elegir qué hacer.
[1] Estado Plurinacional de Bolivia (2009). Constitución Política del Estado. DISPOSICIONES TRANSITORIAS. Primera. Párrafo II. “Los mandatos anteriores a la vigencia de esta Constitución serán tomados en cuenta a los efectos del cómputo de los nuevos periodos de funciones”.- 5248 lecturas