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Hoy me voy a tomar una tregua, voy a escribir sobre algo que me está generando muchas angustias para las que no tengo más respuesta que una ingenua utopía por la paz del mundo.
No soy ni pretendo ser una experta en asuntos de geopolítica internacional, mucho menos sobre la intrincada historia del llamado “mundo árabe”, una realidad tan lejana a las latitudes donde habito y tan cruzada por tantos intereses, que toda la información a mi alcance, no meayuda a comprender suficientemente lo que allí está sucediendo.No obstante, ante la inminencia de un posible ataque del gobierno de Estados Unidos de Norteamérica a Siria, observo el mundo con espanto y asombro al mismo tiempo.
Las fotografías de ese tendal de niños y niñas muertas por efecto de agentes químicos proporcionados por quién sabe acuál de los bandos a los que se atribuye la matanza, no pueden menos que conmocionar los sentidos de cualquier persona mínimamente sensible. Parecen dormidos, pero no, están irremediablemente muertos. ¿Cuándo y cómo se sabrá la verdad de lo que sucedió allá el 21 de agosto pasado? No lo sé y tampoco confío en que algún organismo internacional sea capaz de llegar al fondo del asunto, porque no existe en este mundo un organismo lo suficientemente probo y neutral como para dar con la verdad.
Ese ineludibletendal infantil simboliza, sin duda, la mayor crueldad de la que es capaz el ser humano ¿qué peligro podían representar esas criaturas como para merecer semejante final? Sin embargo, esas imágenes tan conmovedoras no deberían hacernos olvidar que a esos inocentes infantes precedieron otros cien mil muertos, hombres, mujeres, jóvenes y niños, de los que no conocemos su identidad ni hemos visto sus imágenes, además de no se sabe cuántos más que continúan pereciendo en medio del fuego cruzado entre unos y otros.
La pregunta que muchos se han hecho es ¿acaso un ataque militar de un gobierno extranjero logrará cesar esa violencia? La respuesta obvia es NO, no es posible contener la violencia con más violencia. Entonces ¿cómo es posible que un presidente norteamericano, prematuramente laureado con el Premio Nobel de la Paz, piense siquiera en esa posibilidad? Esto es algo absolutamente incomprensible para cualquier persona en este mundo, personas que como yo o como usted, no manejamos los datos ni los hilos del poder. Seguramente los expertos en asuntos internacionales podrán explicarlo, sin embargo, ninguna dilucidación racional resultará suficiente para poder comprender aquello que es producto de esa naturaleza humana tan destructiva que hoy se hace presente allá en Siria, como ayer en Irak, Libia, Afganistán y tantos otros países destruidos por absurdas guerras internas y/o con intervención extranjera.
Por otro lado, me llegan postales de un país –como casi todos los de este mundo– inconmensurablemente bello, de un pueblo que dio al mundo el primer alfabeto del que se tiene conocimiento histórico, además de magníficas obras de todas las artes, una arquitectura digna de la mayor admiración, un pueblo lleno de vitalidad. Duele el sólo pensar que, además del infructuoso derramamiento de sangre humana, esas obras estén siendo destruidas sin pesadumbre alguna.Me pregunto ¿cuánto se habrá demorado en construir tan magníficos edificios como la Mezquita y el Palacio Azem de Damasco, o el LatakiaBranchBuilding y la Sinagoga de Jobar, y cuánto tiempo se requiere para destruirlos? A la primera pregunta, años y hasta décadas; a la segunda, nada, quizás basten minutos para que un misil lanzado desde el aire, la tierra o el mar, los hagan pedazos.
Desde mi visión feminista del mundo, más allá de cualquier excusa económica, política, religiosa, o de cualquier otra índole, encuentro en ese escenario la acción descontrolada de la violencia para la que los hombres son entrenados desde el momento en que abren los ojos a este mundo. Observo ahí la acción del guerrero, ese perverso mandato que es encargado casi de manera obligatoria a los hombres y que es permanentemente ensalzado por la historia universal, puesto que la de este mundo es, sin duda, la historia de las guerras. Hombres impelidos a tomar por la fuerza lo que por la razón no pueden compartir y que en ese afán destruyen todo cuanto otros hombres y mujeres han construido a lo largo de la historia.
No tengo, ni creo que alguien tenga la “solución” frente a todo esto; pero, creo que al menos podríamos empezar intentando deconstruir el valor que actualmente ostenta la imagen del guerrero. ¿Qué tal si promoviésemos una gran cruzada mundial para abolir el servicio militar obligatorio y todos los ejércitos del mundo, para prohibir la producción de las armas de cualquier tipo, para ensalzar y premiar a todo país que en los últimos veinte o cincuenta años no haya participado en contienda militar alguna, para trastocar los valores o anti-valores que hoy dominan la existencia humana, para impedir que cualquier persona tenga más poder que otra, para eliminar todos los motivos que engendran el deseo del poder y la acumulación grosera de los bienes que producen la naturaleza y la humanidad?
Creo firmemente que los hombres merecen mejor destino que morir matando y que los pueblos merecen mejor destino que vivir en medio de la zozobra y el terror de las guerras. Ansío un mundo donde todas las armas sean definitivamente destruidas, donde la lógica del poder y el dinero no tengan más sentido ni valor que el de la creación, el cuidado y la protección de los seres humanos, la naturaleza y todos los especímenes que habitan esta tierra, donde la vida se celebre todos los días, donde ninguna persona se vea obligada a transcurrir su existencia en medio de la necesidad, del absurdo y de la nada. Ansío un mundo liberado de creencias religiosas; pero, comprendiendo que los seres humanos las producen en respuesta a la inminencia de la muerte, al menos ansío un mundo donde ninguna creencia religiosa tenga más sentido que otra y ninguna entidad religiosa tenga más pretensión que otra en el dominio de “la verdad inmanente y trascendente”. Ansío un mundo en paz, aunque esto suene a ingenuidad casi rayana en la estupidez.
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