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Según E. Wiesel, Kafka dijo que él no sabía lo que era hablar sobre Dios, pues «lo único que acaso se podía era hablar a Dios». La idea o el término Dios a lo largo de la historia ha sido sometido a terribles desmanes humanos y, quizá, se le ha atribuido los más horrendos crímenes en su nombre; se han perpetrado los más absurdos hechos legitimados por la idea o concepción que de Él se tenía; el teólogo y filósofo, Paul Tillich, propuso un silencio: durante cincuenta años nadie debía hablar sobre Dios, porque su nombre y su dignidad fueron mellados por la acción humana. No sé si esa moratoria de Tillich se ha cumplido, pero, teólogos como E. Jungel, W. Kasper, H. Kung, Ch. Duquoc, J. Moltmann, E. Schillebeeckx, W. Panemberg y otros, han escrito sendos textos en los que evocan la suerte que ha corrido Dios. Tras la duda y la subjetividad humana de Descartes, Feuerbach, Marx, Nietzsche y Freud, hicieron lo suyo.
La inalterable cadena del desarrollo y la imparable lógica del acumulo capitalista, han contribuido ferozmente a callar sobre Dios. Y su silencio parece inobjetable frente a los signos más evidentes del mal en el mundo hoy. Pero en contraste parece estar aún vigente la respuesta del teólogo alemán, K. Barth, ante la pregunta ¿quién es Dios?: «Dios es Dios». Para E. Cardenal, toda la creación, en suma, todas las cosas en el mundo y el cosmos están impregnadas y son manifestación del amor de Dios; por tanto, Dios es amor, como ya S. Pablo lo repitió, bellamente, en la carta a los Corintios. No obstante, en medio de la avasalladora vorágine del mundo líquido, la transferencia instantánea de información y capital, el consumo desenfrenado propuesto por el mercado, la inhumana diferencia entre unos cuantos acaparadores y millones de hombres y mujeres viviendo en la franja de la supervivencia, el crimen organizado en todas las esferas del quehacer humano; nunca como hoy el ser humano asistió al espectáculo macabro de un mundo sumido en la degradación humana a meros objetos de intercambio. En medio de este panorama es licito y aún razonable preguntarse ¿qué o quién es y hablar (de) a Dios?
Para el gran teólogo y pensador indio, M. Amaladoss, la única verdad absoluta es la relación Divino-humana. En este sentido, qué y quién y cómo hablar (de) a Dios, es una experiencia tan humana como todas las necesidades que nos hacen ser humanos; por eso, en la cotidianidad de la vida, cada hombre y mujer, sobre la faz de la tierra, dentro de una u otra tradición religiosa, está en todo el derecho propio de responder desde su más íntima humanidad, a la pregunta qué y quien es Dios y cómo hablarle a Dios. Es legítimo el pedido del campesino, buen tiempo para su cultivo. O el visitante nocturno la compañía de la trascendencia en la noche oscura de su alma. Pero, no forma parte de esa relación Divino-humana, la posesión de las cosas, o el amontonar capital desmedidamente en pocas manos, o eso que Marx llamaba el culto a mammon, el dios dinero. Sin duda, las sociedades occidentales, hoy, tan embarcadas en la posesión de las cosas y el poder, a pesar de ser depositarias de un mensaje tan original como el de Cristo, tienen las manos manchadas de sangre; el cristianismo incubado en su seno cultural es el responsable de todas las atrocidades perpetradas por una civilización, aún hoy, inflamada de superioridad frente al resto del mundo. Más no Cristo, él tiene las manos limpias. En sociedades como la norteamericana, a pesar de que un 90 % de sus ciudadanos crean que Cristo volverá entre las nubes con poder y gloria, su relación Divino-humana es totalmente relativa, porque han antepuesto al silencio y desprendimiento de las cosas, la posesión y la cosificación humana. Muchos norteamericanos y europeos, tienen un destino común, el séptimo circulo de Dante, donde papas y cardenales tienen su morada.
L. Wittgenstein, sentenciaba callar de aquello que no se puede hablar; pero, para el hombre de la calle, aún en medio del bullicio de las enormes ciudades del mundo, Dios es un horizonte inexcusable. Por esa razón, si no es posible definir qué o quién es Dios, al menos podemos hablarle a Dios. Le habla el pobre en su más honda miseria; el desempleado porque tiene la esperanza de llevar un pan a su casa; el enfermo desahuciado, cuya fecha de caducidad está inscrita en un informe médico; el niño abandonado, que vive en la calle, solo a merced del tiempo; la prostituta, porque no tiene otro camino para cuidar de sus hijos; el gay, sumido en la indiferencia y el descrédito social; el campesino, cuya única posesión es la tierra y los pastos para sus animales; todos ellos le hablan a Dios en sus lenguajes cotidianos y que solo Dios puede comprender. Pero, no le hablan a Dios aunque crean hacerlo: el político corrompido, el famoso, el narcotraficante, el multimillonario, y el que aún en su pequeño mundillo vive solo para sí.
Iván Castro Aruzamen
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